—Mi caramelo –protesté.
—Pero si yo lo cogí. ¿Dónde lo habré puesto? –respondió, buscándolo.
—Sí, lo cogiste, pero lo depositaste en tu boca.
—¡Oh!, toma –dijo, entregándomelo con un beso.
Sonaba un clarín de combate en la película que estábamos viendo, y yo aproveché la ocasión.
—Dime, cielo. ¿Sabré algún día tu nombre?
—No lo creo, pero tampoco lo necesitas.
—Al menos dime de dónde sacaste el que usas.
—Susan me lo puso. Clarín es un llamado a la vida, a la acción, un toque para despertar. Según ella, así soy yo.
Siguió mirando la película, y yo quedé... como siempre, sin saber.
“Si no confiara en Dios, la vida no tendría sentido. ¿Qué sentido tendría vivir esta vida, donde nos pasamos la mayor parte del tiempo como yendo de un alero a otro, tratando de hacer equilibrio para no caer, oscilando como péndulo, saeteando sin norte, si no hubiera un mañana, un después, si todo lo que aprendemos tan duramente no nos sirviera, si el final fuera la muerte? No, yo sé que hay más”.
Éstas fueron sus palabras, la tarde en que murió Jorgito; al enterarme, corrí hacia su rincón a la orilla del mar. Había dolor en su rostro, pero no lloraba. Había una conformidad basada en la fe, la fe de que Dios se lo había llevado, porque ese era su momento.
Situaciones externas me oprimían, mis nervios, que nunca fueron muy buenos, se deshicieron, me puse enervante, arisco, irascible. Hasta el más leve contacto de sus manos me sublevaba. Pero la necesitaba tanto. Yo, dentro de mí, sentía que la amaba tanto. Y ella nunca lo creyó. Sus deseos de darme vida se apagaban lentamente, sus fuerzas se acababan, y aunque por altruismo o por compensación no quería separarse físicamente de mí, estaba muy lejos. Conocí entonces a una Clarín fría, distante, ausente y dura.Pensé que la mejor medicina sería ir para otro estado, cambiar de aire. Se lo dejé saber, añadiendo que todos los dolores que yo le causaba se olvidarían, que era sólo cuestión de tiempo.“El tiempo no borra, jamás ha borrado hecho alguno, sencillamente se encarga de ordenar los sucesos, de manera que algunos dolores ceden su lugar a los más recientes, u ocupamos ese espacio presente para cosas agradables, cambiando así la dimensión angular del dolor. Siempre rondaré tu espacio, sólo tienes que nombrarme, y allí estaré”.
New York City fue el lugar que escogí, quizás recordé aquella canción que decía “If you wants to live in New Cork City”, con el estribillo, “yes I will, yes I will”. Por unos meses, viví en el apartamento de un amigo; desde la ventana de la sala se veía el Verrazano Bridge. Mis noches eran largas, el día era agotador, nada en principio había cambiado en mi vida. No, ahora compartía mi lecho con una amiga, y desde hacía meses no sabía nada de Clarín, y a pesar de creer que era lo mejor, llamé a Tony.
—Hola—Tony, soy yo. ¿Cómo estás?
—Bien, pero. ¿Te sucede algo malo?
—No, sólo quería saludarte y saber de todos.
—Caramba, cuánta amabilidad, a las cuatro de la madrugada.
—¡Oh!, perdona viejo, es que hoy estoy desvelado, y no me di cuenta de la hora.
—No tiene importancia, después de todo, yo acabo de llegar.
—De parranda.
—Nada de eso, Laura murió hoy.
—¡Oh!, cuánto lo siento. ¿Y Mickey?
—Por el momento, con Clarín.
Volví la vista hacia el sofá donde permanecía mi amiga. “Nosotros hacemos sexo más que por placer corporal, por necesidad espiritual”, fue todo lo que vino a mi mente al pensar en Clarín.
Regresé a Miami, no la encontré en su estudio-apartment, allí me dijeron que se había mudado. Su rincón a la orilla del mar estaba vacío. Finalmente, alguien me dijo que los domingos visitaba a Mickey, en la institución adonde le habían llevado. Ella había hecho todo lo posible por quedarse con él, pero no se lo habían permitido.
Definitivamente, no pude dar con ella; sólo después supe cómo, de alguna forma increíble y fantástica, ella misma había conseguido la autorización para adoptar a Mickey, ocho meses después del fallecimiento de Laura.
Dónde estés yo estaré, como el mar, que siempre vuelve a sus rocas, mi amor te acariciará cada día y tú estarás en mí aun en contra de mí.
Aquí estoy, en el lugar de partida, aquí estas, vestida de Arlequín, con la paz del arco iris en tus ojos que me llaman y adonde siempre voy, porque, como tú me enseñaste: “Vivir es ir más allá de la alegría”.
viernes, 18 de diciembre de 2009
miércoles, 25 de noviembre de 2009
CLARÍN-2
—Pero, ¿es qué no me escuchas? –le dije, molesto.
—Perdona, no ha sido mi intención, es que estoy agotada –contestó.
Luego me relató–: Las oficinas hoy estuvieron peor que nunca; imagínate, en la tarde tuvieron party.
—¿De qué me hablas? –pregunté, extrañado.
—¡Ah!, es cierto... tú no sabes que yo limpio oficinas.
—No, no me habías dicho nada. De haberlo sabido, no hubiéramos venido.
—No me gusta malgastar mi tiempo demasiado –respondió, mientras yo mojaba su cara con agua de mar.
—Explícame –le dije, sentándola en mis rodillas–, en la mañana cuidas niños, cuyos padres, en su gran mayoría, no te pagan, después pintas, deambulas por todo Miami, limpias oficinas. ¿Cómo distribuyes tu tiempo?
—Mira, cayeron –gritó, volteando la red y soltando así los peces que habíamos atrapado–. La vida es un privilegio –dijo–, un privilegio absoluto, un derecho a respirar que Dios nos da.
—Entonces. ¿A qué vinimos? –le pregunté, confundido.
—El encanto reside en atrapar y soltar, para sentirnos hábiles, aptos para la actividad –dijo, con sencillez y convencimiento.
—Si comienzas con tus absurdos, nos vamos –contesté, molesto.
—Acaso el orgullo masculino no radica en atrapar los sentimientos y luego despeñarlos –siguió diciendo–, la diferencia está en que a los peces sólo le damos un susto, para que aprendan lo que significa vivir y estar libres, mientras que ustedes matan capacidades en las mujeres.
—¿Por qué hablas así?, quizás sean casos, no niego que son muchos, pero ahora estás conmigo, yo te amo, y veo el amor de modo muy diferente –le dije, confirmando que detrás de aquellos ojos había un pasado de dolor–. Yo quiero, junto a ti, superar la vida, llegar a la meta, vivir sin límites. Dime, ¿de quién y cuál fue el daño que el amor te hizo?
—La vida va más allá del propio amor, al menos, de ese del que todos hablan; el amor es uno mismo, lo demás es espejismo. Amas, porque depositas tu amor en un objeto, en un animal o en una persona. Pero el nombre de ese amor es tu propio nombre, depositar el amor es una necesidad. El amor que el hombre, y digo el género humano, concibe es egoísmo, posesión. El verdadero amor es el de Dios, el que mueve buenas intenciones en cada acción, buenos pensamientos para tus semejantes. Dar, dar, dar.
—No estoy de acuerdo contigo, ¿qué son los hijos, entonces?
—Cuando el amor se equivoca, un hijo es un castigo, ya sea por tenerlos o por no poderlos tener.
—¿Tuviste un hijo? –me atreví a preguntar.
—No, y tampoco puedo tenerlos –respondió, secamente.Se envolvió en la red y me atrapó a mí.
Cuando liberaba sus sentimientos, yo olvidaba que algo en ella nos separaba, yo sentía que ella se daba sin reservas, con amor. Aquél amanecer, al volver a casa, confesó sentir junto a mí la sensación de estar viva y dijo que, por lo tanto, sabía que la propia vida algún día terminaría.
Nuestro grupo, por llamarle de alguna forma, estaba compuesto por una amalgama de caracteres y personalidades, todos inmigrantes, todos interesados en algo con fuerza de pasión.Una de las primeras necesidades, cuando dejamos todo atrás, es relacionarse con quien uno tiene más cerca, y nos agarramos hasta del gusto por una misma fruta, para encontrar afinidad. La soledad es un fuerte enemigo y se hace necesario combatirlo con todas las armas.
Aquella tarde, nos encontrábamos en casa de Luis; Clarín hablaba de pintura, de su predilección por Van Gogh y de las muchas veces que piensa que, tras tener un nombre, basta con derramar dos gotas de pintura sobre un lienzo, y ya es un cuadro valiosísimo.
—¡Cuántas cosas me gustaría saber! –exclamó, y alguno le preguntó qué haría si llegase a triunfar como pintora y ganara mucho dinero.
—Cómo todos, inflaría mis cachetes con frases como: obras de caridad, buenas acciones, y me limpiaría la suela de los zapatos en la alfombra de la bondad –fue su respuesta.
Todos rompieron en una colectiva carcajada, pero Tony, que aprendió a tomarla muy en serio, dijo:
—No seas así, Clarín, dinos de verdad qué opinas del dinero
—Qué sólo sirve para destruir lo más preciado del hombre, la espontaneidad.
—Digamos que, por muchas ideas disímiles que existen sobre tantos temas, hoy, aquí, todos sensibles, podemos hablar a media voz del amor, y que vuestras palabras tiemblen como la llama de este candil –decía Luis, trayendo en la mano un velón rojo, mientras apagaba todas las luces.
—El amor es como una corriente que arrastra y de la que no se puede salir –dijo Tony.
—Para mí es el único motivo real para vivir, para soñar, para esperar, para soportar las cosas adversas que uno se encuentra en el camino –declaró Luis.
—Hay un impulso primero; si te aferras a él, se convierte en amor, pero si lo rechazas, si lo evades, ahí quedó. Por lo tanto –decía Laura–, casi lo dirigimos, claro que teniendo en cuenta que la persona debe tener algunas condiciones esenciales.
—No, eso no puede ser, porque entonces no veríamos tantos casos de amores no correspondidos, o de parejas en las que uno ama y el otro sencillamente se deja amar –dijo Frank. Y volviéndose a Lina, agregó–: Dinos tú, psicóloga.
—El amor se aprende, como cualquier otro reflejo condicionado, y ciertamente, aquel que no lo ha aprendido, no lo sabe valorar, y aunque lo busque desesperadamente a través de toda su vida, no lo conocerá, a menos que lo aprenda –contestó la aludida.
—En cierta forma, la psicología y yo tenemos algo en común, en cuanto a teorías del amor se refiere –dijo Clarín–, porque yo sé que el amor está tan por encima de los seres humanos que, mientras más lo necesitamos, menos lo aceptamos.
Mientras, yo seguiría pensando, aún sin opinar, que el amor encierra el mayor misterio para la humanidad, que lo único que alcanzamos es a gozarlo o a sufrirlo, o, lo que es lo mismo, a sentir esa indeleble mezcla.
“Después de los helicópteros, los expressways”, decía, sonriendo, aferrada al timón, mientras recorríamos este, sur, norte y oeste de la ciudad. Y es que en muchas oportunidades me había explicado que los helicópteros eran fabulosos descubridores, desde los cuales se veía con claridad la verdad, porque se miraba desde afuera y a tan poca velocidad, que podías a apreciar al detalle pormenores de la vida. Creo que nunca fuimos a montarlos, siempre faltó algo, tiempo, dinero, no sé.
Merendamos en un tranquilo lugar, parece que para contrastar con la emoción de la velocidad. “De contrastes se hizo el mundo”, me dijo.
—Corre, corre –me ordenaba, cuando, de regreso, yo tomé el volante–, dime si guiado por ellos no te sientes dueño del mundo; sólo son comparables con la niñez, se pasa por ella con tanta rapidez, que no le cogemos el gusto. Lástima que no podamos pasarle tantas veces como a los expressways.
Hablaba al aire, sentada en el asiento delantero de al lado del conductor, con la ventanilla abierta; su pelo batía al viento. Su pelo, algo que adoraré siempre, color caramelo, suave, acariciador. Sus ojos, diminutos relámpagos chispeantes, luces azules, de serena y plácida mirada, de inquieto y vivo brillo, en el fondo, con algo de melancolía.
—¿No te parece que disfrutamos mejor del paisaje, si vamos más despacio? –le sugerí, aminorando la velocidad.
—¿Qué pasa?, ¿tienes miedo? –no esperó mi respuesta–. Claro, reconozco que esto es pentespuoso.
—¡Pentespuoso! –repetí.
—Sí, es algo que causa alarma, temor, pero que nos atrae, nos gusta –me explicó.
—Yo, sinceramente, desconocía esa palabra.
—Por supuesto, no está en el Larousse, pero, ¿acaso eres de los que piensan que el derecho del idioma fue exclusivo de Cervantes y Saavedra?
Su “trabajo”, como ella le llamaba, no tenía ni día, ni hora. Recuerdo que un domingo me fue a recoger con Mickey, uno de los niños que ella cuidaba, para ir al seaquarium. Confieso que en el primer momento no me fue grata la idea, pero. ¿cómo decirle que no?, todo para ella quedaba hecho una vez concebido.Me deleité observándola. No, nadie que la viera podía pensar que ella cuidaba al niño, hasta yo mismo llegué a creer por un momento que era su hijo.
—¿Te gusta Clarín? –le pregunté a Mickey.
—Claro, no hay alguien mejor que ella –respondió, muy seguro–. ¿Y a ti? –preguntó él, a su vez.
—Por supuesto, es encantadora.
—¿Se van a casar? –siguió preguntando.
—¿Qué crees tú?
—No sé –respondió, después de mirarme de arriba hacia abajo.Ella regresó con unos helados, y yo, aunque no dije nada, me quedé pensando en lo hábil e inteligente que puede ser un niño de tan sólo cinco años.
Las desgracias nunca vienen solas. Estúpidamente, me caí al bajar dos escalones, y me luxé la rodilla derecha; así, para que mi pierna no se sintiera culpable de quedarme sin trabajo, mis bronquios colaboraron, con una de las más terribles bronquitis asmáticas que había tenido en muchos años.Cuando todo sale mal, se realiza un sueño, por pequeño que sea. En esta oportunidad, Clarín vivió en mi apartamento por diez días; se me aparecía por horas, lo mismo en las mañanas que en las tardes, dormía conmigo todas las noches, pero, además, en el momento más inesperado, estaba su voz en el teléfono, o sus labios, midiendo mi temperatura con el beso perpetuo; así le pusimos a un pequeño lunar que tiene en el labio inferior.
—¿Qué le sucede a mi enfermito? –me dijo una noche, al entrar.
—Nada –contesté, rabioso–, después de diez días sin trabajar. ¿Qué crees que me pueda suceder? –creía que a la mañana siguiente podría salir, pero pensaba en la cara del dueño del restaurante, cuando me viera llegar, y en las deudas, porque todavía no sabía de dónde había salido el dinero para las medicinas, comidas y otras cosas.
—Sonríe, es el canto a la vida –dijo, sentándose en el brazo del butacón, mientras acariciaba mi pelo–. Ya estás bien, gracias a Dios, la fiebre ausente, la tos desapareció, la pierna ya no te duele y tu semblante es bueno. Mañana empiezas a trabajar de nuevo, sólo que en el turno de la mañana, así es que, a dormir.
—¿Cómo que en el turno de la mañana?
—Sí, hablé con el señor Dupont, y te cambió de turno.
—Pero, tú sí que eres increíble –reflexioné–. No sé de qué me asombro, ya debía estar acostumbrado, contigo siempre voy de sorpresa en sorpresa. Espera, dime ahora, ¿con qué dinero hemos vivido?, hoy, al levantarme, encontré mis ahorros intactos.
—Y, además, aquí tienes tu sueldo de esta semana –dijo, mostrándome un cheque.Esa noche supe que todo ese tiempo ella había trabajado por mí en el restaurante, esa noche sentí su amor, aunque no le gustara que yo lo llamase así, esa noche supe al fin de ella, de su vida, de su pasado. ¿Por qué siempre tendremos la manía de querer saber? ¿Por qué serán tan importantes los detalles y las explicaciones?
Sus padres se habían divorciado cuando ella contaba con seis años de edad; la madre murió al poco tiempo, ella no recuerda de qué, porque no la volvió a ver, se había quedado con su padre, que, a su vez, la entregó a una tía. Cuando hablaba de su niñez, decía: “Sé que tuve una madre poco madre, y un padre que fue muy padre para enviarme dinero y muy hombre, para no tenerme a su lado, le estorbaba”.La susodicha tía la trajo para los Estados Unidos, y le inculcó el trabajo desde los doce años, cuando la puso de mesera en una cafetería, que compró con el dinero que el hermano le había dado para la educación de la niña. Jamás le asignó un sueldo, ni tan siquiera las propinas le pertenecían.
Ella se fue, dejó atrás todo lo que de amargo había conocido hasta el momento, vivió de un lado para el otro, aprendiendo y buscando “En esa época, todavía buscaba”, me dijo. Se casó con un muchacho con quien tenía relaciones: “Y cuando creí que había encontrado, me desperté en una casa que no era la mía. Vicente, que así se llamaba mi esposo, me había interrumpido el embarazo. Me había dormido, y con un médico amigo me hicieron un aborto. El primero y el único, porque jamás volveré a quedar embarazada”.
—Pero, ¿es que no te quería?
—Quizás me quiso más que ninguno, pero tenía miedo a la responsabilidad. A los dos meses me divorcié. En fin, sólo he sido un billete, que cada cual ha usado a su manera, y que así ha ido pasando de mano en mano.
—¿Quieres alcanzarme un caramelo? –le pedí, cuando se levantó; llevábamos horas frente al televisor y el café me tenía la boca amarga.
—Enseguida –me contestó, complaciente.La sentí trastear en la cocina, regresó derecho al pomo de caramelos, tomó uno y se lo metió en la boca, después se sentó de nuevo a mi lado.
—Perdona, no ha sido mi intención, es que estoy agotada –contestó.
Luego me relató–: Las oficinas hoy estuvieron peor que nunca; imagínate, en la tarde tuvieron party.
—¿De qué me hablas? –pregunté, extrañado.
—¡Ah!, es cierto... tú no sabes que yo limpio oficinas.
—No, no me habías dicho nada. De haberlo sabido, no hubiéramos venido.
—No me gusta malgastar mi tiempo demasiado –respondió, mientras yo mojaba su cara con agua de mar.
—Explícame –le dije, sentándola en mis rodillas–, en la mañana cuidas niños, cuyos padres, en su gran mayoría, no te pagan, después pintas, deambulas por todo Miami, limpias oficinas. ¿Cómo distribuyes tu tiempo?
—Mira, cayeron –gritó, volteando la red y soltando así los peces que habíamos atrapado–. La vida es un privilegio –dijo–, un privilegio absoluto, un derecho a respirar que Dios nos da.
—Entonces. ¿A qué vinimos? –le pregunté, confundido.
—El encanto reside en atrapar y soltar, para sentirnos hábiles, aptos para la actividad –dijo, con sencillez y convencimiento.
—Si comienzas con tus absurdos, nos vamos –contesté, molesto.
—Acaso el orgullo masculino no radica en atrapar los sentimientos y luego despeñarlos –siguió diciendo–, la diferencia está en que a los peces sólo le damos un susto, para que aprendan lo que significa vivir y estar libres, mientras que ustedes matan capacidades en las mujeres.
—¿Por qué hablas así?, quizás sean casos, no niego que son muchos, pero ahora estás conmigo, yo te amo, y veo el amor de modo muy diferente –le dije, confirmando que detrás de aquellos ojos había un pasado de dolor–. Yo quiero, junto a ti, superar la vida, llegar a la meta, vivir sin límites. Dime, ¿de quién y cuál fue el daño que el amor te hizo?
—La vida va más allá del propio amor, al menos, de ese del que todos hablan; el amor es uno mismo, lo demás es espejismo. Amas, porque depositas tu amor en un objeto, en un animal o en una persona. Pero el nombre de ese amor es tu propio nombre, depositar el amor es una necesidad. El amor que el hombre, y digo el género humano, concibe es egoísmo, posesión. El verdadero amor es el de Dios, el que mueve buenas intenciones en cada acción, buenos pensamientos para tus semejantes. Dar, dar, dar.
—No estoy de acuerdo contigo, ¿qué son los hijos, entonces?
—Cuando el amor se equivoca, un hijo es un castigo, ya sea por tenerlos o por no poderlos tener.
—¿Tuviste un hijo? –me atreví a preguntar.
—No, y tampoco puedo tenerlos –respondió, secamente.Se envolvió en la red y me atrapó a mí.
Cuando liberaba sus sentimientos, yo olvidaba que algo en ella nos separaba, yo sentía que ella se daba sin reservas, con amor. Aquél amanecer, al volver a casa, confesó sentir junto a mí la sensación de estar viva y dijo que, por lo tanto, sabía que la propia vida algún día terminaría.
Nuestro grupo, por llamarle de alguna forma, estaba compuesto por una amalgama de caracteres y personalidades, todos inmigrantes, todos interesados en algo con fuerza de pasión.Una de las primeras necesidades, cuando dejamos todo atrás, es relacionarse con quien uno tiene más cerca, y nos agarramos hasta del gusto por una misma fruta, para encontrar afinidad. La soledad es un fuerte enemigo y se hace necesario combatirlo con todas las armas.
Aquella tarde, nos encontrábamos en casa de Luis; Clarín hablaba de pintura, de su predilección por Van Gogh y de las muchas veces que piensa que, tras tener un nombre, basta con derramar dos gotas de pintura sobre un lienzo, y ya es un cuadro valiosísimo.
—¡Cuántas cosas me gustaría saber! –exclamó, y alguno le preguntó qué haría si llegase a triunfar como pintora y ganara mucho dinero.
—Cómo todos, inflaría mis cachetes con frases como: obras de caridad, buenas acciones, y me limpiaría la suela de los zapatos en la alfombra de la bondad –fue su respuesta.
Todos rompieron en una colectiva carcajada, pero Tony, que aprendió a tomarla muy en serio, dijo:
—No seas así, Clarín, dinos de verdad qué opinas del dinero
—Qué sólo sirve para destruir lo más preciado del hombre, la espontaneidad.
—Digamos que, por muchas ideas disímiles que existen sobre tantos temas, hoy, aquí, todos sensibles, podemos hablar a media voz del amor, y que vuestras palabras tiemblen como la llama de este candil –decía Luis, trayendo en la mano un velón rojo, mientras apagaba todas las luces.
—El amor es como una corriente que arrastra y de la que no se puede salir –dijo Tony.
—Para mí es el único motivo real para vivir, para soñar, para esperar, para soportar las cosas adversas que uno se encuentra en el camino –declaró Luis.
—Hay un impulso primero; si te aferras a él, se convierte en amor, pero si lo rechazas, si lo evades, ahí quedó. Por lo tanto –decía Laura–, casi lo dirigimos, claro que teniendo en cuenta que la persona debe tener algunas condiciones esenciales.
—No, eso no puede ser, porque entonces no veríamos tantos casos de amores no correspondidos, o de parejas en las que uno ama y el otro sencillamente se deja amar –dijo Frank. Y volviéndose a Lina, agregó–: Dinos tú, psicóloga.
—El amor se aprende, como cualquier otro reflejo condicionado, y ciertamente, aquel que no lo ha aprendido, no lo sabe valorar, y aunque lo busque desesperadamente a través de toda su vida, no lo conocerá, a menos que lo aprenda –contestó la aludida.
—En cierta forma, la psicología y yo tenemos algo en común, en cuanto a teorías del amor se refiere –dijo Clarín–, porque yo sé que el amor está tan por encima de los seres humanos que, mientras más lo necesitamos, menos lo aceptamos.
Mientras, yo seguiría pensando, aún sin opinar, que el amor encierra el mayor misterio para la humanidad, que lo único que alcanzamos es a gozarlo o a sufrirlo, o, lo que es lo mismo, a sentir esa indeleble mezcla.
“Después de los helicópteros, los expressways”, decía, sonriendo, aferrada al timón, mientras recorríamos este, sur, norte y oeste de la ciudad. Y es que en muchas oportunidades me había explicado que los helicópteros eran fabulosos descubridores, desde los cuales se veía con claridad la verdad, porque se miraba desde afuera y a tan poca velocidad, que podías a apreciar al detalle pormenores de la vida. Creo que nunca fuimos a montarlos, siempre faltó algo, tiempo, dinero, no sé.
Merendamos en un tranquilo lugar, parece que para contrastar con la emoción de la velocidad. “De contrastes se hizo el mundo”, me dijo.
—Corre, corre –me ordenaba, cuando, de regreso, yo tomé el volante–, dime si guiado por ellos no te sientes dueño del mundo; sólo son comparables con la niñez, se pasa por ella con tanta rapidez, que no le cogemos el gusto. Lástima que no podamos pasarle tantas veces como a los expressways.
Hablaba al aire, sentada en el asiento delantero de al lado del conductor, con la ventanilla abierta; su pelo batía al viento. Su pelo, algo que adoraré siempre, color caramelo, suave, acariciador. Sus ojos, diminutos relámpagos chispeantes, luces azules, de serena y plácida mirada, de inquieto y vivo brillo, en el fondo, con algo de melancolía.
—¿No te parece que disfrutamos mejor del paisaje, si vamos más despacio? –le sugerí, aminorando la velocidad.
—¿Qué pasa?, ¿tienes miedo? –no esperó mi respuesta–. Claro, reconozco que esto es pentespuoso.
—¡Pentespuoso! –repetí.
—Sí, es algo que causa alarma, temor, pero que nos atrae, nos gusta –me explicó.
—Yo, sinceramente, desconocía esa palabra.
—Por supuesto, no está en el Larousse, pero, ¿acaso eres de los que piensan que el derecho del idioma fue exclusivo de Cervantes y Saavedra?
Su “trabajo”, como ella le llamaba, no tenía ni día, ni hora. Recuerdo que un domingo me fue a recoger con Mickey, uno de los niños que ella cuidaba, para ir al seaquarium. Confieso que en el primer momento no me fue grata la idea, pero. ¿cómo decirle que no?, todo para ella quedaba hecho una vez concebido.Me deleité observándola. No, nadie que la viera podía pensar que ella cuidaba al niño, hasta yo mismo llegué a creer por un momento que era su hijo.
—¿Te gusta Clarín? –le pregunté a Mickey.
—Claro, no hay alguien mejor que ella –respondió, muy seguro–. ¿Y a ti? –preguntó él, a su vez.
—Por supuesto, es encantadora.
—¿Se van a casar? –siguió preguntando.
—¿Qué crees tú?
—No sé –respondió, después de mirarme de arriba hacia abajo.Ella regresó con unos helados, y yo, aunque no dije nada, me quedé pensando en lo hábil e inteligente que puede ser un niño de tan sólo cinco años.
Las desgracias nunca vienen solas. Estúpidamente, me caí al bajar dos escalones, y me luxé la rodilla derecha; así, para que mi pierna no se sintiera culpable de quedarme sin trabajo, mis bronquios colaboraron, con una de las más terribles bronquitis asmáticas que había tenido en muchos años.Cuando todo sale mal, se realiza un sueño, por pequeño que sea. En esta oportunidad, Clarín vivió en mi apartamento por diez días; se me aparecía por horas, lo mismo en las mañanas que en las tardes, dormía conmigo todas las noches, pero, además, en el momento más inesperado, estaba su voz en el teléfono, o sus labios, midiendo mi temperatura con el beso perpetuo; así le pusimos a un pequeño lunar que tiene en el labio inferior.
—¿Qué le sucede a mi enfermito? –me dijo una noche, al entrar.
—Nada –contesté, rabioso–, después de diez días sin trabajar. ¿Qué crees que me pueda suceder? –creía que a la mañana siguiente podría salir, pero pensaba en la cara del dueño del restaurante, cuando me viera llegar, y en las deudas, porque todavía no sabía de dónde había salido el dinero para las medicinas, comidas y otras cosas.
—Sonríe, es el canto a la vida –dijo, sentándose en el brazo del butacón, mientras acariciaba mi pelo–. Ya estás bien, gracias a Dios, la fiebre ausente, la tos desapareció, la pierna ya no te duele y tu semblante es bueno. Mañana empiezas a trabajar de nuevo, sólo que en el turno de la mañana, así es que, a dormir.
—¿Cómo que en el turno de la mañana?
—Sí, hablé con el señor Dupont, y te cambió de turno.
—Pero, tú sí que eres increíble –reflexioné–. No sé de qué me asombro, ya debía estar acostumbrado, contigo siempre voy de sorpresa en sorpresa. Espera, dime ahora, ¿con qué dinero hemos vivido?, hoy, al levantarme, encontré mis ahorros intactos.
—Y, además, aquí tienes tu sueldo de esta semana –dijo, mostrándome un cheque.Esa noche supe que todo ese tiempo ella había trabajado por mí en el restaurante, esa noche sentí su amor, aunque no le gustara que yo lo llamase así, esa noche supe al fin de ella, de su vida, de su pasado. ¿Por qué siempre tendremos la manía de querer saber? ¿Por qué serán tan importantes los detalles y las explicaciones?
Sus padres se habían divorciado cuando ella contaba con seis años de edad; la madre murió al poco tiempo, ella no recuerda de qué, porque no la volvió a ver, se había quedado con su padre, que, a su vez, la entregó a una tía. Cuando hablaba de su niñez, decía: “Sé que tuve una madre poco madre, y un padre que fue muy padre para enviarme dinero y muy hombre, para no tenerme a su lado, le estorbaba”.La susodicha tía la trajo para los Estados Unidos, y le inculcó el trabajo desde los doce años, cuando la puso de mesera en una cafetería, que compró con el dinero que el hermano le había dado para la educación de la niña. Jamás le asignó un sueldo, ni tan siquiera las propinas le pertenecían.
Ella se fue, dejó atrás todo lo que de amargo había conocido hasta el momento, vivió de un lado para el otro, aprendiendo y buscando “En esa época, todavía buscaba”, me dijo. Se casó con un muchacho con quien tenía relaciones: “Y cuando creí que había encontrado, me desperté en una casa que no era la mía. Vicente, que así se llamaba mi esposo, me había interrumpido el embarazo. Me había dormido, y con un médico amigo me hicieron un aborto. El primero y el único, porque jamás volveré a quedar embarazada”.
—Pero, ¿es que no te quería?
—Quizás me quiso más que ninguno, pero tenía miedo a la responsabilidad. A los dos meses me divorcié. En fin, sólo he sido un billete, que cada cual ha usado a su manera, y que así ha ido pasando de mano en mano.
—¿Quieres alcanzarme un caramelo? –le pedí, cuando se levantó; llevábamos horas frente al televisor y el café me tenía la boca amarga.
—Enseguida –me contestó, complaciente.La sentí trastear en la cocina, regresó derecho al pomo de caramelos, tomó uno y se lo metió en la boca, después se sentó de nuevo a mi lado.
lunes, 9 de noviembre de 2009
CLARÍN
¿Dónde estará la sensatez? Sé que se preguntaron muchos, aún yo mismo. Era absurdo el juego, y ninguno vislumbraba el final, el happy end. Pero claro que era maravilloso bajar muy temprano, cuando todavía no era totalmente de mañana, cuando el sol sólo se veía del otro lado de la bahía. Siempre fui un reverendo dormilón, pero desde que descubrí que si despertaba al amanecer encontraba mi lucero del alba, no necesité más el despertador.
Ella, nunca supe qué hacía en aquel lugar, a aquella hora, sola, pero era tan agradable oírla decir: “La marea está hoy más alta”, “el primer tono de mi astro fue hoy naranja”. Quizás era un poco ególatra, “mi astro”, aunque muchas veces creí que eso era cierto, y es que cada cosa suya era siempre tan intangible, tan poco cosa. De todos modos, era maravilloso vestir mi mañana con su sonrisa, porque, eso sí, jamás dejó de sonreír.
Confieso que también su sonrisa me molestaba, sobre todo, cuando era la respuesta que recibía, y mis preguntas eran para responderse con palabras, aunque fueran monosílabos, pero palabras. Pero, ¿qué son la palabras?, creo que en eso también tenía razón: “Las palabras sólo complican las cosas más sencillas”, decía. Y lo cierto es que mientras estábamos comunicados a través del silencio reinaba la paz entre nosotros; parecíamos estar en dulce comunión, en éxtasis. Pero, ¡ay de la hora en que chocaban las palabras!, se atropellaban, se estrujaban, comprimían nuestra respiración, la erupción era el resultado.Luego, su nombre, bueno, su apodo, su manía, su estupidez, le dije una vez, y es que, ¿por qué tenía yo que llamarla Clarín? Al principio, me pareció simpático, original, y también en eso tenía razón:
“Todo principio es inversamente proporcional a su final”, porque primero me era simpático, y después me fue estúpido. Sin embargo, hubo algo que me pareció absurdo, y después comprendí que era muy razonable: “Me verás cada mañana, cada noche, dormirás conmigo, si así lo queremos, pero no me digas que soy tu amor.”
Parecía estar siempre ajena, puso un disco de Ronnie Aldrich, y se acostó sobre la alfombra. Yo no podía evitar contemplarla, tenía los ojos cerrados, nada en ella denotaba vida, era como un desierto, claro, despejado, pero con un enorme calor.
–Por favor –empecé a decirle.
—Es fabulosa esta música. Ven, olvídate de todo, quédate quieto y deja que las notas te lleven.
Qué sumamente molesto me sentía cuando me daba cuenta de que no podía hacer otra cosa que lo que ella me pedía. Me tendí a su lado, ella siguió hablando.
—Ahora, el mar, sientes como si estuvieras en medio de un gran océano. No sabes si flotas o estás caminando sobre él, y al mismo tiempo, hay olor a cielo. Tú eres el mar, tú eres el cielo. Si sientes todo esto, hallaste la paz.
Su incoherencia me exasperaba, me envolvía y me transportaba. El saldo era amor; no, ella decía que era vida, y ahí nos enfrascábamos en otra discusión, que si el amor es vida o si la vida es amor.
Al final, sólo sabía que yo estaba en el torbellino, que era ella en mi vida.
Su incongruencia a veces rayaba en el absurdo, pero sólo había que entenderla. He ahí el problema: ¿cómo entenderla?
Únicamente hablando su mismo idioma, como bien decía ella, y ese sólo se aprende en la vida, pero, ¿en cuál vida?.
Los amigos ya hacía tiempo que habían concluido que estaba loca, parece que cuando no somos capaces de comprender una actitud, un lenguaje, un prisma binocular, resulta mucho más fácil decir: es loco, es tarado, o... Ya estoy hablando como ella, ¿será contagioso? Me hubiera gustado tanto que fuera más real, más de este mundo; sin embargo, ella afirmaba que esos que nosotros llamábamos de este mundo no son más que enfermos de contaminación.
Cuando nos conocimos, me pareció maravillosa: estaba vestida como un arlequín. Pero no resultaba extravagante, porque estábamos en el maravilloso mundo de Walt Disney, y allí nada puede resultar raro o ajeno; uno mismo es lo único que parece traído de otro planeta. A mí me hizo vibrar ese arlequín, cuando se me acercó. Viajamos juntos al cuento de Peter Pan, y ya no nos volvimos a separar hasta las diez de la noche.Clarín... me pareció tan atractivo que me ocultara su nombre, era un tanto místico y un tanto intrigante, emociones que ayudan al romance.
Emociones, esa palabra fue la que promovió nuestra primera contradicción amistosa, así de diplomática era. Enervantes discusiones, por mi parte, claro, pero en fin, según ella, según su prisma “Las emociones son producto de las situaciones que nosotros mismos creamos, y todo lo que somos capaces de sentir son emociones. Los sentimientos son emociones, y una emoción puede durar lo que dura una mariposa o lo que dura una tortuga, todo depende de las situaciones”. Por esto no me permitió nunca hablarle de sentimientos, y yo sentía amor, de eso estoy seguro.
Tan poco convencional, y cómo la sacaba de sus casillas que le robaran papitas mientras las freía. Yo me le acercaba silencioso por la espalda, la entretenía, y trataba de alcanzar algunas, para salir corriendo a comerlas en la sala. La primera vez, tomé dos o tres, y se las ofrecí, a lo que me contestó: “Gracias, pero no me gusta comer cuando estoy cocinando, y me molesta que hagan lo que tú estás haciendo”. “Como abuelita”, pensé. Poco tiempo transcurrió para darme cuenta de que era mucho más difícil de entender que una abuelita.Toda la fantasía que desplegó el día en que nos conocimos, y que pensé que era producto del lugar, que indudablemente incita a poner a volar la imaginación, resultó ser su verdadero modo de vivir.
Como una concatenación de ilusiones y emociones, como causa y efecto, quedé sometido al mundo azul, como le llamaba, que me envolvió.
En casa de Tony, todos nos divertíamos a nuestra manera; es que cada cual podía hacer lo que se le ocurriera. Así, mientras el anfitrión tocaba el piano, y algunos se elevaban como en levitación, otros relajaban sus músculos, o los tensionaban, al compás de un rock, pero no yo, que nunca he sabido muy bien qué es lo que se siente al ritmo de notas tan estridentes.Por extraño que pareciera, esta vez la fiesta era para despedir a Mary, quien por espacio de dos años fuera la mujer de Tony. Él no estaba contento, pero, como gente civilizada, le daba un homenaje póstumo a su relación con Mary.Clarín no comprendía esto, y si soy sincero, yo tampoco.
—Te das cuenta –me dijo–, ella no se siente halagada con esta reunión. Sabe que en el fondo, y no muy hondo, todos están pensando que es una traidora.
—¿Tú también? –le pregunté.
—No, yo pienso que es lo que es –respondió.
—¿Y qué es? –insistí.
—Víctima del falso mundo en que la necesidad hacer tener apariencia de cordero.
—Explícate.
—Tú crees que ha sido magnífica, porque nunca amó a Tony, pero le ayudó, le acompañó y no le dejó solo hasta hoy. Pero, porque siempre hay un pero, ¿por qué hoy?
—Bueno –traté de explicar–, Tony era un hombre falto de cariño, y ella se lo dio, si no estaba enamorada, no se le podía pedir que lo hiciera eternamente.
—Casualidad de la vida, le llamaras tú, a que cuando ella encuentra a alguien que le cuadra se le acaba el altruismo. No seas ingenuo, por favor, ella necesitaba a Tony dos veces más que él a ella.
El resto de la noche no la volví a ver, pasó todo el tiempo con Tony; tampoco supe de qué hablaban. Aquella noche tuve un arranque de celos, creo que todos alguna vez los tenemos, a veces hasta por orgullo. A las doce o pasadas las doce, me fui solo, y aunque estuve llamándola durante la madrugada, no la pude encontrar. A la mañana siguiente, no fui al mar; ella se me apareció con unos caracoles.
—Pasa –le dije–, llegas a tiempo para desayunar.
—Tengo hambre –me dijo, con total sencillez–, debiste haber visto el final de la fiesta, vino el novio de Mary a recogerla, y cuando se fue, se desmoronó la torre. Tony cayó, tardé más de cuatro horas en dormirlo.
—Me parece que actúas como Mary –le dije, con ironía.
—No por los mismos motivos –fue toda su respuesta.
Después del desayuno, me arrastró a la playa, mi irritabilidad parecía no importarle, pero yo soy de este mundo, necesitaba una explicación. La que tuvimos en la playa es una conversación que no podría relatar; sólo recuerdo con nitidez que me dijo que el ser humano necesitaba tanto ser ayudado como ayudar, y que para muchos, incluyéndose ella, la necesidad fundamental estaba en saber que era útil a los demás, que, con su ayuda, Tony se levantaba, y eso sumaba un día más de vida para ella.
Pero, ¿qué era la vida para ella?, eso me lo estuve preguntando tanto tiempo, y pensar que no encontré jamás a nadie que me lo pudiera explicar. Susan, una amiga de ella, a la que sólo tuve ocasión de ver dos veces, se veía tan distinta, se reía de todo cuanto esta chiflada hacía, pero, por contraste, decía que jamás conocería yo a una loca más cuerda. Por Dios que buscaba yo esa cordura. En todo momento, mientras la besaba, mientras fregaba los platos en el restaurante, mientras la veía bailar, mientras escribía. Escribir, quería escribir acerca de ella, y no podía, era frustrante. Y los problemas económicos, de los cuales no quería oír ni el nombre, “El dinero es tema de monumentales chimpanceses de barrigas coloradas”, era todo lo que decía.
Los sentimientos puros, desinteresados, no existen; eso lo habrá oído decir usted miles de veces, pero jamás, de eso estoy convencido, habrá usted oído decir que el amor de madre o de padre entran en esta clasificación. Bien, eso también, no sólo me lo dijo, sino que, además, me lo explicó, de una manera que no sólo a mí, sino a cualquiera en mi lugar le hubieran faltado palabras para contradecirla, o, al menos, para rebatirla.
—Dicen que el sentimiento de una madre es desinteresado, porque no incluye el sexo o el dinero; tonterías –afirmó–. Claro que no son esos sus intereses, pero, acaso no son sus pretensiones que mires la vida igual que ella, que seas mañana lo que ella hubiera querido ser o lo que ella cree que es mejor para ti.
—Pero ese es un interés sano –le contesté.
—Que no por ello está excluido y, además, no es tan sano. El mundo está dominado por pasiones, no por amor, todas las frustraciones y anhelos irrealizables de los padres se vuelcan en sus hijos. Ninguno te pregunta cómo quieres llamarte, sencillamente te ponen el nombre que uno de ellos tiene o el que les hubiera gustado tener, y ahí empieza todo. A partir de ahí, planifican tu vida, como si fueras una carretera en construcción, y cuidado con salirte de los parámetros escogidos. Esa es la pasión, la pasión de lo no logrado, la pasión de sus ambiciones. Hay muchas pasiones, los llamados ideales, son pasiones; el querer cambiar el mundo que Dios hizo es otra pasión, el egoísmo es una de las más fuertes. En fin, que a la larga, ellos, que son un error, quieren enmendarse en nosotros.
Cuántas veces había pensado yo en estas cosas, no en eso exactamente, pero en por qué mis padres, por una razón política que yo encuentro tan fría, tan poco razón, tan poco humana, habían sido capaces de anularme de sus vidas, de apartarme hasta de sus pensamientos, sólo porque yo no quería ser comunista.
—¿Qué me dices del viejo Frank? –me argumentó–, nada en el oro verde, trajo a su nieto a tierras de libertad, porque había que sacarlo del mal rojo. Sus padres iban a acabar con la vida de ese muchacho, y el régimen lo convertiría en un monigote, pero, porque siempre hay un pero para no concluir una buena acción, al muchacho se le ocurrió la peregrina idea de ser homosexual: pena capital. De nada le valió tener las mismas ideas políticas de su abuelo, de nada le sirvió ser un buen estudiante y un mejor trabajador. Había que castigarlo, y lo lanzó a la calle, ya da lo mismo que muera de hambre como un perro o que un perro le pise la cabeza. ¿Dónde está el amor? –me preguntó–. ¿No es acaso pasión? .
Tendidos en la arena, los dos contemplábamos el mar y el cielo, pero seguramente pensábamos en algo distinto. Yo pensaba en la felicidad, en la amistad, en la paz, en el amor, todos, sentimientos que ella provocaba en mí. Le pregunté al respecto, convencido de que el enfoque sería distinto.
—La felicidad es azul –me dijo.
—¿Por qué?, bueno, es un color muy bonito...No me permitió continuar.
—No, no es por la belleza del color. Los colores son muy importantes en nuestras vidas, en eso estaremos de acuerdo; según los psicólogos, dan rasgos de nuestra personalidad, carácter, temores, etcétera.
—Sí, pero no creo que tú lo digas por eso –dije, tratando de conocerla, y parece que acerté.
—Claro que no –dijo, dándome la razón–, pero partimos de que son importantes y entenderás el resto. Los colores a veces los asociamos a una comida, a un placer, pero para mí son la vida misma, en su espectro de emociones. El azul no se come, se penetra, como el mar o el cielo, y como ellos, es ilusión de reflejo, como ellos engaña, es sutil, como la espiritualidad; así es la felicidad.
—Luego todos los colores significan algo –afirmé, no podía evitar sentirme atraído por sus conceptos, aunque no los entendiera; siempre al final les veía su toque de lógica. Ella misma acababa por parecerme lógica, era como los cangrejos, parece que caminan al revés, pero son muy inteligentes; era como la ciguaraya, siempre estaba en cualquier lugar, viviendo como se le venía en ganas, sin que alguien pudiera evitarlo.
—¿Sabes qué es el rojo? –me preguntó, y nunca me han gustado los acertijos, así que no contesté.
—El rojo es el amor sexual, te invade como el fuego, como lava volcánica, te quema y te quiere atrapar.
No tuve menos que reír, al menos era gracioso, pero ella siguió, sin tomarme en cuenta.
—El negro es la muerte; vacío de color. El verde es la amistad, la verdadera, siempre viva, siempre presente, denotando vida, sanando.
—Espera –le interrumpí–. ¿Y el blanco?
—El blanco es el dolor espiritual; es profundo y se produce por la mezcla de sensaciones.
—Pero los dolores espirituales dejan huellas más profundas que ningún otro dolor, y el blanco se tapa con cualquier otro color.
—No lo creas, siempre está ahí; sale cuando menos te lo imaginas, y además, los contiene a todos. Haz la prueba –me dijo, lanzándose al mar.
La depresión me atacaba, no sé si más o menos que a los demás; tenía una rebelión interna por la vida que llevaba, no era eso lo que yo quería. Trabajaba demasiado para mi sustento, y casi no tenía tiempo para escribir, para estudiar. Ambicionaba hacer grandes estudios sobre antiguas civilizaciones, acerca de la sociedad, a través de sus obras de arte. “Pues, escribe”, me decía ella; es que para ella era todo tan sencillo: “Cada cual debe hacer lo que desea”. Lo mismo afirman los psiquiatras, pero no he conocido a alguien que tenga la formula mágica.
No, alguien la tiene, ella la tiene. Quería pintar, y era capaz de vender su ropa interior para comprar un pincel. Soñaba con atender niños, y lo hacía, poco importaba si los padres tenían con qué pagarle o no. En una temporada de dos semanas, la estuve buscando por todas partes y a todas horas, sin hallarla, y con toda tranquilidad me dijo que si no la había encontrado era porque estaba visitando antiguas amistades. Mi cólera estalló. ¿Acaso no podía yo acompañarla?, ¿cómo podía desaparecer y aparecer, como si fuera un hada? Fue tan sencilla como asombrosa su respuesta: no tenía dinero para comer, y de esa manera no había dormido con hambre, pero lo más ingenioso era en qué había gastado el dinero: “Le compré un barco a Jorgito”, me dijo. “Pero eso es una locura”, le expelí. No, no era una locura, era algo que ojalá todos fuéramos capaces de hacer, algo que por nuestro egoísmo consideramos extravagante: “Él lo necesitaba”, fue su única explicación. Jorgito era uno de los niños que ella cuidaba, tenía leucemia.
La luna en la bahía era más luna, el olor a mar, el sabor que tiene la libertad. La pesca no era mi fuerte, y no creo que fuese su afición, pero de todos modos fuimos. Atravesamos uno de los puentes que une el noroeste de la ciudad con la playa, esta vista, desde lo alto del puente, siempre le fascinó. Entramos en un camino trillado por los autos y dejamos el nuestro estacionado sobre la arena. Muchas personas acostumbran a ir allí, y por eso nos costó trabajo encontrar un sitio más solitario. La experiencia me agradó, tiramos una red y a esperar. Esa noche supe que mi loca no lo era tanto. Yo hablaba solo, ella estaba rendida.
Ella, nunca supe qué hacía en aquel lugar, a aquella hora, sola, pero era tan agradable oírla decir: “La marea está hoy más alta”, “el primer tono de mi astro fue hoy naranja”. Quizás era un poco ególatra, “mi astro”, aunque muchas veces creí que eso era cierto, y es que cada cosa suya era siempre tan intangible, tan poco cosa. De todos modos, era maravilloso vestir mi mañana con su sonrisa, porque, eso sí, jamás dejó de sonreír.
Confieso que también su sonrisa me molestaba, sobre todo, cuando era la respuesta que recibía, y mis preguntas eran para responderse con palabras, aunque fueran monosílabos, pero palabras. Pero, ¿qué son la palabras?, creo que en eso también tenía razón: “Las palabras sólo complican las cosas más sencillas”, decía. Y lo cierto es que mientras estábamos comunicados a través del silencio reinaba la paz entre nosotros; parecíamos estar en dulce comunión, en éxtasis. Pero, ¡ay de la hora en que chocaban las palabras!, se atropellaban, se estrujaban, comprimían nuestra respiración, la erupción era el resultado.Luego, su nombre, bueno, su apodo, su manía, su estupidez, le dije una vez, y es que, ¿por qué tenía yo que llamarla Clarín? Al principio, me pareció simpático, original, y también en eso tenía razón:
“Todo principio es inversamente proporcional a su final”, porque primero me era simpático, y después me fue estúpido. Sin embargo, hubo algo que me pareció absurdo, y después comprendí que era muy razonable: “Me verás cada mañana, cada noche, dormirás conmigo, si así lo queremos, pero no me digas que soy tu amor.”
Parecía estar siempre ajena, puso un disco de Ronnie Aldrich, y se acostó sobre la alfombra. Yo no podía evitar contemplarla, tenía los ojos cerrados, nada en ella denotaba vida, era como un desierto, claro, despejado, pero con un enorme calor.
–Por favor –empecé a decirle.
—Es fabulosa esta música. Ven, olvídate de todo, quédate quieto y deja que las notas te lleven.
Qué sumamente molesto me sentía cuando me daba cuenta de que no podía hacer otra cosa que lo que ella me pedía. Me tendí a su lado, ella siguió hablando.
—Ahora, el mar, sientes como si estuvieras en medio de un gran océano. No sabes si flotas o estás caminando sobre él, y al mismo tiempo, hay olor a cielo. Tú eres el mar, tú eres el cielo. Si sientes todo esto, hallaste la paz.
Su incoherencia me exasperaba, me envolvía y me transportaba. El saldo era amor; no, ella decía que era vida, y ahí nos enfrascábamos en otra discusión, que si el amor es vida o si la vida es amor.
Al final, sólo sabía que yo estaba en el torbellino, que era ella en mi vida.
Su incongruencia a veces rayaba en el absurdo, pero sólo había que entenderla. He ahí el problema: ¿cómo entenderla?
Únicamente hablando su mismo idioma, como bien decía ella, y ese sólo se aprende en la vida, pero, ¿en cuál vida?.
Los amigos ya hacía tiempo que habían concluido que estaba loca, parece que cuando no somos capaces de comprender una actitud, un lenguaje, un prisma binocular, resulta mucho más fácil decir: es loco, es tarado, o... Ya estoy hablando como ella, ¿será contagioso? Me hubiera gustado tanto que fuera más real, más de este mundo; sin embargo, ella afirmaba que esos que nosotros llamábamos de este mundo no son más que enfermos de contaminación.
Cuando nos conocimos, me pareció maravillosa: estaba vestida como un arlequín. Pero no resultaba extravagante, porque estábamos en el maravilloso mundo de Walt Disney, y allí nada puede resultar raro o ajeno; uno mismo es lo único que parece traído de otro planeta. A mí me hizo vibrar ese arlequín, cuando se me acercó. Viajamos juntos al cuento de Peter Pan, y ya no nos volvimos a separar hasta las diez de la noche.Clarín... me pareció tan atractivo que me ocultara su nombre, era un tanto místico y un tanto intrigante, emociones que ayudan al romance.
Emociones, esa palabra fue la que promovió nuestra primera contradicción amistosa, así de diplomática era. Enervantes discusiones, por mi parte, claro, pero en fin, según ella, según su prisma “Las emociones son producto de las situaciones que nosotros mismos creamos, y todo lo que somos capaces de sentir son emociones. Los sentimientos son emociones, y una emoción puede durar lo que dura una mariposa o lo que dura una tortuga, todo depende de las situaciones”. Por esto no me permitió nunca hablarle de sentimientos, y yo sentía amor, de eso estoy seguro.
Tan poco convencional, y cómo la sacaba de sus casillas que le robaran papitas mientras las freía. Yo me le acercaba silencioso por la espalda, la entretenía, y trataba de alcanzar algunas, para salir corriendo a comerlas en la sala. La primera vez, tomé dos o tres, y se las ofrecí, a lo que me contestó: “Gracias, pero no me gusta comer cuando estoy cocinando, y me molesta que hagan lo que tú estás haciendo”. “Como abuelita”, pensé. Poco tiempo transcurrió para darme cuenta de que era mucho más difícil de entender que una abuelita.Toda la fantasía que desplegó el día en que nos conocimos, y que pensé que era producto del lugar, que indudablemente incita a poner a volar la imaginación, resultó ser su verdadero modo de vivir.
Como una concatenación de ilusiones y emociones, como causa y efecto, quedé sometido al mundo azul, como le llamaba, que me envolvió.
En casa de Tony, todos nos divertíamos a nuestra manera; es que cada cual podía hacer lo que se le ocurriera. Así, mientras el anfitrión tocaba el piano, y algunos se elevaban como en levitación, otros relajaban sus músculos, o los tensionaban, al compás de un rock, pero no yo, que nunca he sabido muy bien qué es lo que se siente al ritmo de notas tan estridentes.Por extraño que pareciera, esta vez la fiesta era para despedir a Mary, quien por espacio de dos años fuera la mujer de Tony. Él no estaba contento, pero, como gente civilizada, le daba un homenaje póstumo a su relación con Mary.Clarín no comprendía esto, y si soy sincero, yo tampoco.
—Te das cuenta –me dijo–, ella no se siente halagada con esta reunión. Sabe que en el fondo, y no muy hondo, todos están pensando que es una traidora.
—¿Tú también? –le pregunté.
—No, yo pienso que es lo que es –respondió.
—¿Y qué es? –insistí.
—Víctima del falso mundo en que la necesidad hacer tener apariencia de cordero.
—Explícate.
—Tú crees que ha sido magnífica, porque nunca amó a Tony, pero le ayudó, le acompañó y no le dejó solo hasta hoy. Pero, porque siempre hay un pero, ¿por qué hoy?
—Bueno –traté de explicar–, Tony era un hombre falto de cariño, y ella se lo dio, si no estaba enamorada, no se le podía pedir que lo hiciera eternamente.
—Casualidad de la vida, le llamaras tú, a que cuando ella encuentra a alguien que le cuadra se le acaba el altruismo. No seas ingenuo, por favor, ella necesitaba a Tony dos veces más que él a ella.
El resto de la noche no la volví a ver, pasó todo el tiempo con Tony; tampoco supe de qué hablaban. Aquella noche tuve un arranque de celos, creo que todos alguna vez los tenemos, a veces hasta por orgullo. A las doce o pasadas las doce, me fui solo, y aunque estuve llamándola durante la madrugada, no la pude encontrar. A la mañana siguiente, no fui al mar; ella se me apareció con unos caracoles.
—Pasa –le dije–, llegas a tiempo para desayunar.
—Tengo hambre –me dijo, con total sencillez–, debiste haber visto el final de la fiesta, vino el novio de Mary a recogerla, y cuando se fue, se desmoronó la torre. Tony cayó, tardé más de cuatro horas en dormirlo.
—Me parece que actúas como Mary –le dije, con ironía.
—No por los mismos motivos –fue toda su respuesta.
Después del desayuno, me arrastró a la playa, mi irritabilidad parecía no importarle, pero yo soy de este mundo, necesitaba una explicación. La que tuvimos en la playa es una conversación que no podría relatar; sólo recuerdo con nitidez que me dijo que el ser humano necesitaba tanto ser ayudado como ayudar, y que para muchos, incluyéndose ella, la necesidad fundamental estaba en saber que era útil a los demás, que, con su ayuda, Tony se levantaba, y eso sumaba un día más de vida para ella.
Pero, ¿qué era la vida para ella?, eso me lo estuve preguntando tanto tiempo, y pensar que no encontré jamás a nadie que me lo pudiera explicar. Susan, una amiga de ella, a la que sólo tuve ocasión de ver dos veces, se veía tan distinta, se reía de todo cuanto esta chiflada hacía, pero, por contraste, decía que jamás conocería yo a una loca más cuerda. Por Dios que buscaba yo esa cordura. En todo momento, mientras la besaba, mientras fregaba los platos en el restaurante, mientras la veía bailar, mientras escribía. Escribir, quería escribir acerca de ella, y no podía, era frustrante. Y los problemas económicos, de los cuales no quería oír ni el nombre, “El dinero es tema de monumentales chimpanceses de barrigas coloradas”, era todo lo que decía.
Los sentimientos puros, desinteresados, no existen; eso lo habrá oído decir usted miles de veces, pero jamás, de eso estoy convencido, habrá usted oído decir que el amor de madre o de padre entran en esta clasificación. Bien, eso también, no sólo me lo dijo, sino que, además, me lo explicó, de una manera que no sólo a mí, sino a cualquiera en mi lugar le hubieran faltado palabras para contradecirla, o, al menos, para rebatirla.
—Dicen que el sentimiento de una madre es desinteresado, porque no incluye el sexo o el dinero; tonterías –afirmó–. Claro que no son esos sus intereses, pero, acaso no son sus pretensiones que mires la vida igual que ella, que seas mañana lo que ella hubiera querido ser o lo que ella cree que es mejor para ti.
—Pero ese es un interés sano –le contesté.
—Que no por ello está excluido y, además, no es tan sano. El mundo está dominado por pasiones, no por amor, todas las frustraciones y anhelos irrealizables de los padres se vuelcan en sus hijos. Ninguno te pregunta cómo quieres llamarte, sencillamente te ponen el nombre que uno de ellos tiene o el que les hubiera gustado tener, y ahí empieza todo. A partir de ahí, planifican tu vida, como si fueras una carretera en construcción, y cuidado con salirte de los parámetros escogidos. Esa es la pasión, la pasión de lo no logrado, la pasión de sus ambiciones. Hay muchas pasiones, los llamados ideales, son pasiones; el querer cambiar el mundo que Dios hizo es otra pasión, el egoísmo es una de las más fuertes. En fin, que a la larga, ellos, que son un error, quieren enmendarse en nosotros.
Cuántas veces había pensado yo en estas cosas, no en eso exactamente, pero en por qué mis padres, por una razón política que yo encuentro tan fría, tan poco razón, tan poco humana, habían sido capaces de anularme de sus vidas, de apartarme hasta de sus pensamientos, sólo porque yo no quería ser comunista.
—¿Qué me dices del viejo Frank? –me argumentó–, nada en el oro verde, trajo a su nieto a tierras de libertad, porque había que sacarlo del mal rojo. Sus padres iban a acabar con la vida de ese muchacho, y el régimen lo convertiría en un monigote, pero, porque siempre hay un pero para no concluir una buena acción, al muchacho se le ocurrió la peregrina idea de ser homosexual: pena capital. De nada le valió tener las mismas ideas políticas de su abuelo, de nada le sirvió ser un buen estudiante y un mejor trabajador. Había que castigarlo, y lo lanzó a la calle, ya da lo mismo que muera de hambre como un perro o que un perro le pise la cabeza. ¿Dónde está el amor? –me preguntó–. ¿No es acaso pasión? .
Tendidos en la arena, los dos contemplábamos el mar y el cielo, pero seguramente pensábamos en algo distinto. Yo pensaba en la felicidad, en la amistad, en la paz, en el amor, todos, sentimientos que ella provocaba en mí. Le pregunté al respecto, convencido de que el enfoque sería distinto.
—La felicidad es azul –me dijo.
—¿Por qué?, bueno, es un color muy bonito...No me permitió continuar.
—No, no es por la belleza del color. Los colores son muy importantes en nuestras vidas, en eso estaremos de acuerdo; según los psicólogos, dan rasgos de nuestra personalidad, carácter, temores, etcétera.
—Sí, pero no creo que tú lo digas por eso –dije, tratando de conocerla, y parece que acerté.
—Claro que no –dijo, dándome la razón–, pero partimos de que son importantes y entenderás el resto. Los colores a veces los asociamos a una comida, a un placer, pero para mí son la vida misma, en su espectro de emociones. El azul no se come, se penetra, como el mar o el cielo, y como ellos, es ilusión de reflejo, como ellos engaña, es sutil, como la espiritualidad; así es la felicidad.
—Luego todos los colores significan algo –afirmé, no podía evitar sentirme atraído por sus conceptos, aunque no los entendiera; siempre al final les veía su toque de lógica. Ella misma acababa por parecerme lógica, era como los cangrejos, parece que caminan al revés, pero son muy inteligentes; era como la ciguaraya, siempre estaba en cualquier lugar, viviendo como se le venía en ganas, sin que alguien pudiera evitarlo.
—¿Sabes qué es el rojo? –me preguntó, y nunca me han gustado los acertijos, así que no contesté.
—El rojo es el amor sexual, te invade como el fuego, como lava volcánica, te quema y te quiere atrapar.
No tuve menos que reír, al menos era gracioso, pero ella siguió, sin tomarme en cuenta.
—El negro es la muerte; vacío de color. El verde es la amistad, la verdadera, siempre viva, siempre presente, denotando vida, sanando.
—Espera –le interrumpí–. ¿Y el blanco?
—El blanco es el dolor espiritual; es profundo y se produce por la mezcla de sensaciones.
—Pero los dolores espirituales dejan huellas más profundas que ningún otro dolor, y el blanco se tapa con cualquier otro color.
—No lo creas, siempre está ahí; sale cuando menos te lo imaginas, y además, los contiene a todos. Haz la prueba –me dijo, lanzándose al mar.
La depresión me atacaba, no sé si más o menos que a los demás; tenía una rebelión interna por la vida que llevaba, no era eso lo que yo quería. Trabajaba demasiado para mi sustento, y casi no tenía tiempo para escribir, para estudiar. Ambicionaba hacer grandes estudios sobre antiguas civilizaciones, acerca de la sociedad, a través de sus obras de arte. “Pues, escribe”, me decía ella; es que para ella era todo tan sencillo: “Cada cual debe hacer lo que desea”. Lo mismo afirman los psiquiatras, pero no he conocido a alguien que tenga la formula mágica.
No, alguien la tiene, ella la tiene. Quería pintar, y era capaz de vender su ropa interior para comprar un pincel. Soñaba con atender niños, y lo hacía, poco importaba si los padres tenían con qué pagarle o no. En una temporada de dos semanas, la estuve buscando por todas partes y a todas horas, sin hallarla, y con toda tranquilidad me dijo que si no la había encontrado era porque estaba visitando antiguas amistades. Mi cólera estalló. ¿Acaso no podía yo acompañarla?, ¿cómo podía desaparecer y aparecer, como si fuera un hada? Fue tan sencilla como asombrosa su respuesta: no tenía dinero para comer, y de esa manera no había dormido con hambre, pero lo más ingenioso era en qué había gastado el dinero: “Le compré un barco a Jorgito”, me dijo. “Pero eso es una locura”, le expelí. No, no era una locura, era algo que ojalá todos fuéramos capaces de hacer, algo que por nuestro egoísmo consideramos extravagante: “Él lo necesitaba”, fue su única explicación. Jorgito era uno de los niños que ella cuidaba, tenía leucemia.
La luna en la bahía era más luna, el olor a mar, el sabor que tiene la libertad. La pesca no era mi fuerte, y no creo que fuese su afición, pero de todos modos fuimos. Atravesamos uno de los puentes que une el noroeste de la ciudad con la playa, esta vista, desde lo alto del puente, siempre le fascinó. Entramos en un camino trillado por los autos y dejamos el nuestro estacionado sobre la arena. Muchas personas acostumbran a ir allí, y por eso nos costó trabajo encontrar un sitio más solitario. La experiencia me agradó, tiramos una red y a esperar. Esa noche supe que mi loca no lo era tanto. Yo hablaba solo, ella estaba rendida.
martes, 27 de octubre de 2009
FLORENTINA
Un rostro duro, una amarga expresión, que ofrecía una agradable sonrisa, en la que mostraba sus desnudas y rosadas encías. A propósito, Florentina nació y vivió durante veinte y dos años, en una apartada campiña, ajena a la luz eléctrica, el bidet o la coca-cola; es decir, en total desconocimiento de la civilización, pero no por ello perdió los dientes. No fue un accidente a caballo, ni en el brocal de un pozo. No, fue una muy atinada trompada de Juan, su paternal esposo.
Esta joven mujer celebró sus últimos cuatro cumpleaños en una celda, por un incidente que, sin lugar a dudas, marcaría el resto de su vida. Conocer a esta mujer me hizo comprender que, por grande que sean nuestros esfuerzos en la vida, siempre nuestros pasos nos llevan adonde nos aguarda el destino.
El infierno había terminado para ella de una forma casi mágica, y ahora se encontraba rehaciendo su vida en tierra extraña, de la que, quizás, ni siquiera había oído hablar antes. Florentina apenas hablaba; su esposo, no, no Juan, digo, su actual esposo, era un simpático joven, hablador y muy servicial. Nos unían cosas lejanas, calles por donde caminamos, calles que posiblemente no volveríamos a ver; recuerdos, costumbres que, sin ser comunes, provenían del mismo suelo.Pero ella llamaba mi atención muy particularmente: era rara. Se limitaba a responder con monosílabos, o a traer algo que le indicara su esposo, para con quien su solicitud era desmedida. Humilde era su condición, eso no era siquiera necesario preguntarlo. Era atenta con sus visitantes, sonriente, pero algo me decía que tras su complacida expresión de hoy se ocultaba un sufrimiento: era evidente que temía, tenía un enorme temor, que salió a flote cuando Florentina quedó embarazada.
Llegué esa tarde a su casa, porque sabía que era ese el día en el que el médico confirmaría o no su estado de gestación. La puerta de la cocina estaba abierta, entré llamándola y me dirigí al dormitorio, porque oí sollozos.
—¿Qué te sucede? –dije, pensando que el resultado de su visita al médico no había sido el deseado.
—Yo, yo –dijo, y rompió a llorar; no podía articular palabra.
La dejé por un momento, busqué agua en la cocina, y en mi cabeza, qué era lo más idóneo en estos casos.
—Mira, Florentina –le dije, al regresar–, a veces los niños se hacen esperar.
—No, yo tengo miedo –dijo, serenándose poco a poco, después de tomar agua. Y empezó a narrar–. Tengo miedo, porque la niña se me murió, no quiero que sea igual.
—Espera, no te entiendo –dije, asombrada, yo en realidad no sabía nada de su vida
–. ¿Estás embarazada?
—Claro que estoy preñá, tengo dos meses; pero ella nació con algo en el corazón.
—¿Quién es ella?
—Mi’jita, se me murió cuando tenía seis meses. No –dijo, gritando, pronunciaba palabras sin sentido, al menos para mí–. Me la mató, la candela...
Hablaba como en un letargo, decía frases sueltas: alcohol, borracho. Yo seguía sin entender.
—Era un borracho; yo no lo quería, mi mamá me obligó. Me pegaba, y yo no podía defenderme –entonces reía–. Viejo y quemao –su risa histérica invadía toda la casa, era como un irónico lamento.
Se había incorporado, y de pie frente a la pared golpeaba con los puños muy apretados, seguía gritando.
—Nadie me hizo caso, ni cuando me cogieron. No fueron a verme. Él, él sí, para acostarse conmigo –golpeó de nuevo, esta vez fue un golpe seco, como asestando el mortal–. Sucio, puerco, con esa cara pegá al cuello –dijo, y volvió a reír–. Así lo dejé. Déjenme, suéltame –gritaba, a la vez que lloraba y reía.
Yo tuve miedo, aquello que al principio me parecía absurdo, ahora me horrorizaba. La zarandeé con fuerza, la tiré sobre la cama, y quedó como desmayada. Le di un calmante, no sabía qué hacer; ella se quedó dormida, y yo me senté en la sala a esperar que llegara él. Aquello fue como una pesadilla que no podía entender, pero estaba segura de que la mujer había perdido una hija, había un hombre que debió ser su marido, y ahí sí había quedado confusa, ella estuvo presa y él no; luego, él no había matado a la niña como ella decía, o tal vez ella había estado en un sanatorio. ¿Sería una enferma mental? Estas y otras cosas pensé, hasta que llegó Tony, quién se alarmó al verme.
—¿Pasa algo? –preguntó–. ¿Florentina está enferma?
—No, bueno, no sé –dije, todavía aturdida–. Ella está dormida, pero tuvo un... no sé si llamarle ataque.
Sin dejarme terminar, él se dejó caer en el butacón
—Esperamos, entonces, el bebé –afirmó.
-Sí –dije, aun más confundida por su actitud.
El hombre se levantó de un brinco y dio un grito de alegría:
—Hay que celebrar –exclamó.
Sacó del bar dos copas y una botella, yo, con toda la diplomacia que me quedaba, brindé por el futuro primogénito y pensé: “O los dos están locos, o yo caí aquí en paracaídas”.
Pasaron algunos días sin que yo volviera a ver a aquel singular matrimonio, hasta que, una tarde, al llegar del trabajo, recibí la llamada de Tony; quería pasar por mi casa, necesitaba hablar conmigo. Me debía una explicación, según dijo. “Al fin un acto de cordura”, pensé, y, desde luego, le dije que lo esperaba.
He de confesar que me sentía intranquila, curiosa, y no me juzgue mal, a usted en mi lugar le hubiese ocurrido otro tanto. Eran las dos únicas personas que conocía que procedían de mi país, nuestras edades eran compatibles, y aunque realmente no nos unía nada más, por nuestra condición de inmigrantes recién llegados esto era suficiente para sentir un afecto, un lazo invisible que nos acercaba, y el misterio que envolvía a Florentina, de cierta forma, nos separaba, porque, amigos o no de saber vidas ajenas, las situaciones oscuras excitan la imaginación; pero desde afuera, por si acaso. Ya usted sabe.
Después de las reglamentadas cortesías y saludos, Tony, nervioso, comenzó el relato.
—Florentina es una mujer de campo. Nos conocimos aquí, y no estamos casados –titubeaba–. No es la mujer que yo hubiera, tú sabes, pero las cosas vinieron así. Es una buena mujer, y yo la quiero. Quizás la otra tarde no entendiste nada o quizás te diste cuenta de que ella estuvo en la cárcel, presa por intento de asesinato –lo dijo con cierta naturalidad, falsa, por supuesto, y yo adopté la misma postura.
—Si quieres la verdad, algo me llevé, pero no le di gran importancia. Lo que me preocupó fue su estado nervioso.
—¡Ah! –dijo, sin dejarme continuar–, claro; pero no, no está enferma, son sólo los recuerdos, son demasiado desagradables, y como ahora espera otro bebé, se angustia, pensando que pueda tener problemas.
—No sé –empecé diciendo–, me parece que ni tú ni yo podemos determinar la magnitud que tiene ese problema en ella. Creo que su médico debe conocer la situación, porque, si le afecta ese recuerdo, quizás tenga implicaciones en el embarazo. ¿No crees tú?
—Mira, yo no lo sé, pero no creo que nos convenga que la gente sepa que ella estuvo en prisión –repuso.
—Perdona, pero no es la gente, es su médico, y es por el bien de ella y de la criatura –dije, no me podía aguantar, y finalmente, si acudió a mí, tenía que oír mi opinión.
—Ya se lo he dicho, que tiene que olvidar, que ésta es una nueva vida, y yo tengo planes, yo quiero un futuro sin problemas, sin complicaciones, y si ella está a mi lado, tiene que seguir lo que yo digo –puntualizó.
—¿Así se lo has hecho saber? –pregunté, conociéndolo ahora mejor.
—Seguro –dijo, en forma tajante.
—Tony, ésta es una pregunta atrevida, pero...
—Dime, dime. Yo vengo a ti, porque te considero mi amiga, sé que eres una mujer sensata –respondió, con su cortesía habitual.
—Gracias, pero es que en realidad no nos conocemos lo suficiente... en fin... –dije, respirando profundo–. ¿Cuánto te interesa a ti ese niño que está por nacer?
—Bueno, es mi primer hijo, te imaginas que lo deseo y quiero hacer de él un niño feliz.
—Eso, independientemente de que la madre no sea la mujer que tú hubieras querido –dije, terminando su frase.
—Exactamente –afirmó–, eso no tiene algo que ver.
—Aunque mañana encuentres a la mujer de tus sueños –repuse.
—Mira, yo no sé si tú me entiendes; tú no tienes hijos, y quizás no sepas el valor de tenerlos. Éste es mi hijo, aunque mañana ella no sea mi mujer.
—Está bien, entiendo. Ahora dime: ¿qué quieres de mí?
—Nada, o sí, necesito que tú trates de convencerla para que olvide su pasado.“¡Qué simpleza!”, pensé yo.
—No soy médico, y te repito que me parece que su caso no es de tratar de olvidar; ella necesita ayuda, pero ayuda especializada.
—No, yo quiero hacerlo a mi manera, es la única forma –dijo, levantándose, un poco fuera de sí–. ¿Qué pensaría la gente de mí al saber que mi mujer es una ex presidiaria?
—Está bien, creo que es un asunto realmente muy personal –dije, convencida de su terquedad o, más bien, de su egoísmo–. ¿Cómo crees tú que yo pueda ayudarla?
—Quiero que la vayas a ver, que le hables de su nueva vida, que le quites... –decía, y caminaba, inquieto, por la habitación– No sé –concluyó, y era lo más lógico que había dicho.
En un arranque de piedad por aquella mujer, a quien, ahora me estaba dando cuenta, no sólo su pasado la había maltratado, sino que su presente era injusto, y su futuro una tiniebla, me erguí en su paño de lágrimas, acordé ayudarla, convine en acompañarla, hablarle de cosas agradables sobre su maternidad, y darle apoyo cuando se deprimiera. Pero, como sucede a aquellos que aún razonamos, tan siquiera a ratos, me pregunté, al irse Tony, si yo debía inmiscuirme en ese problema. ¿Acaso sería aquella mujer una asesina? Ya estaba yo dentro del remolino, me sentía parte del asunto, porque, fueran las cosas como fueran, una cosa sí era cierta, Florentina necesitaba ayuda, y algo dentro de mí me decía que no era una asesina, sino una infeliz.
El embarazo de Florentina marchaba perfectamente, según el médico, su salud era muy buena. Y no sé si por mi ayuda o por las amenazas de Tony, quien de constante repetía que si ella matraquillaba con aquel asunto, que ni mencionar era bueno, él la dejaba, el hecho fue que nunca más se volvió a hablar del pasado, y ella no tuvo más crisis, al menos, en mi presencia.Pasó el tiempo, como siempre, según quien lo espera; Florentina y Tony recibieron el preciado regalo: varón de ocho libras al nacer y fuerte como un roble. Todo parecía capítulo cerrado, y realmente eso fue, capítulo cerrado, porque la novela aún no había terminado.
Producto de que mi vida, que para nada viene al caso, había cambiado, ya yo no vivía por aquel lugar, y habían pasado años, en los que, a excepción de una que otra llamada, sólo postales de Navidad intercambiábamos. De manera que la noticia me llegó por los titulares del periódico. Después de leerlo una y mil veces, no había duda, el hombre muerto a balazos era Tony, y su ejecutora, Florentina. Mi desconcierto me hacía ir de la sala a la cocina, pero en uno de esos recorridos, entré al cuarto, sin siquiera pensarlo; me cambié de ropas, tomé las llaves, me subí al auto, y en unas horas estaba yo en la cárcel de mujeres, visitando a Florentina.
Al llegar allí, supe que desde su detención, la cual ocurrió en su propia casa, ella permanecía en silencio; no había pronunciado palabra. Al sonido de los disparos, los vecinos llamaron a la policía, la que al llegar se había encontrado a Florentina sentada en el piso, con el niño entre los brazos, a unos metros del cadáver de Tony. Ella no ofreció resistencia, y el niño fue llevado a un centro de atención de menores sin familias.El médico que la atendía estuvo de acuerdo en que quizás una visita amiga fuera favorable a su paciente, y me permitieron verla. Estaba en un pabellón de enfermos mentales dentro de la prisión, aislada en una celda, al menos, hasta que los médicos determinaran su condición, para así decidir si era mentalmente competente o no, para ser llevada a juicio.
Una débil, delgada y pálida figura, un mármol, fue lo que encontré en aquella habitación. La cama estaba vacía, ella estaba sentada en una esquina, con la cabeza sobre sus rodillas, inmóvil. Yo me senté en el suelo, lo más cerca posible de ella, y para qué negarlo, me daba miedo tocarla, y sé que empecé a hablarle con voz insegura.
—Florentina, he venido porque soy tu amiga. No sé si podré hacer algo por ti –ella no parecía inmutarse–. Quizás por tu hijo, no lo sé, pero sentí la necesidad de venir a decirte que no estás sola, como debes estar pensando.
Había tanta paz en aquel lugar, en su silencio, que costaba trabajo entender que el motivo de aquel encuentro era un asesinato y que ella era una criminal. Me animé a pasar mi mano por su cabeza, con la suavidad necesaria para provocar una reacción favorable.
—Tú... –balbuceó– tú me puedes comprender.
Yo no pronuncié palabra alguna, hace tiempo aprendí que existe un silencio que nos da afirmación, seguridad y confianza.
—Tú –dijo, levantando la cabeza, y mirándome con la misma expresión que tiempo atrás me hizo comprender que no era una asesina–. Tú sabes lo que era mi’jo pa’mí. Tú no sabes que Juan mató mi niña, pero Tony no, yo no podía dejarlo que matara a mi’jo.
Creí que era el momento preciso y le dije:
—Ven, ¿quieres estar más cómoda en la cama?, ¿quieres hablarme a mí?
—No, yo aquí me quedo, pero tú oye lo que digo, porque no voy a tener má’ a mi’jo y tú lo vas a criar. ¿Me oyes? Yo quiero que un día él sepa que lo hice pa’ salvarlo.
La conversación que transcurrió por las próximas dos horas, me llevó a conocer y comprender a esta mujer, que había nacido y vivido siempre a merced de la potestad ajena. Habló con tanta serenidad, que casi me olvidé de dónde estábamos y por qué.
La desgracia, el sino fatuo de Florentina, comenzó con su nacimiento, siendo la menor de diez hermanos y la única hembra de un matrimonio miserable, y no sólo en lo que a economía se refiere. A los quince años, ya acostumbrada al trabajo duro y sin alguna educación, se le adjudicó el honor de venderla, porque yo no encuentro otro calificativo para denominar el acto de dar en matrimonio a una hija, a cambio de unos acres de tierra cultivable y una casita. Aquí es donde aparece Juan, quien, siendo veinte años mayor que ella, asumió una actitud entre tirana y falsamente paternal. Este sujeto avaro y alcohólico, además de marginarla totalmente con un trato brutal y despiadado, descargaba en ella todo tipo de ira o frustración.
Según mi deducción, pues esto no lo dijo Florentina, la niña que tuvieron nació con una deficiencia coronaria, quizás, producto de todas esas cosas que sufría la madre.El clímax de esta situación llegó finalmente una noche, cuando, después que el médico había dicho que el estado de la niña era muy delicado, el belicoso Juan había llegado a altas horas de la noche, borracho, como de costumbre, y Florentina, tras soportar una ruda violación en silencio, para evitar escándalos que pudieran alterar a la niña, se había tirado de la cama para atenderla, pues la pequeña se había despertado llorando. Juan, después de gritarle que callara a esa mocosa, se la arrebató de los brazos, la tiró en la cuna, y luego de virarse hacia ella, cinto en mano, la golpeó hasta verla sangrar; después de lo cual procedió a acostarse, roncando como un puerco. Florentina se incorporó, y caminó hacia la cuna, para comprobar si la niña dormía, pues había parado de llorar. La niña no dormía, la niña estaba muerta; su corazón no latía, y Florentina, lejos de gritar o llorar, tomó una lata de gasolina, con la que trató fallidamente de acabar con Juan.
Éste fue el delito por el cual fue condenada a treinta años de prisión. Ni siquiera pudo enterrar a su hijita, y sí tuvo que soportar que sus padres la insultaran y la acusaran de no haber sabido ser la esposa que merecía un buen hombre como Juan. Y este cínico sujeto, que había quedado completamente desfigurado, periódicamente le hacia visitas matrimoniales, porque, según él, ella, ahora más que nunca, tenía que cumplir con sus obligaciones.El relato de Florentina era no sólo deprimente, era asqueante, era demoledor, es, hasta el presente, lo más humillante que he oído en toda mi vida. La verdad, yo, con los antecedentes que tenía, esperaba algo trágico, pero no tanta miseria humana golpeando a una pobre muchacha.
—Dime que tú me vas a cuidar a mi muchacho, dime que lo vas a criar. Júramelo –me pidió.
—Yo no lo sé –le contesté, pues no tenía el valor de mentirle–, los asuntos legales no son tan fáciles, pero te prometo que nunca lo abandonaré.
—Yo firmo cualquier papel –insistía esta pobre mujer, sin entender que en su condición, su firma muy poco podía valer.
—Florentina, tú aún puedes vivir una vida mejor. No todo está perdido. Tienes que hablar con el médico, tienes que permitirle que te atienda y contarle por qué mataste a Tony –trababa yo de convencerla.Mis palabras surtieron un efecto atroz.
Se levantó, tirando todo a su paso, mientras gritaba:
—Ya te lo dije, pa’ salvar a mi’jo. A tanta algarabía, ingresaron dos enfermeros, y me sacaron de la habitación. El médico entró, y yo aguardé a que él saliera; cuando esto ocurrió, ya reinaba la calma, no se oía ni una voz.
—Doctor –lo abordé.
—Es inútil –dijo–, yo pensé que su visita...
—Pero ella me estaba hablando –le interrumpí–, me contó muchas cosas, me pidió ayuda.
—Sí, pero ya ve lo que pasó. Ahora le administré un sedante, y dormirá hasta mañana.
—Yo quiero verla nuevamente –le insistí.
—Venga mañana, y le diré si puedo autorizar su visita –respondió.
Al llegar yo allí a la mañana siguiente, me informaron que ya la habían trasladado para otro lugar, y que sólo la podría ver dentro de quince días, es decir, después del juicio. Yo aún desconocía los pormenores del crimen, pero ellos ya estaban enterados; el médico tenía preparado el diagnóstico, por lo que sería enviada a un sanatorio, mientras, el niño quedaría en manos de las autoridades.
Por una gentileza del doctor, supe que Tony tenía una amante, a casa de la cual llevaba al niño, y que al contarle el pequeño a Florentina que había conocido a una amiga de su papá, que era muy bonita, éste, con la violencia que le caracterizaba, le había roto la boca al niño de un manotazo, motivo suficiente para desencadenar viejas lesiones en Florentina, que, como un resorte, corrió hacia la gaveta del armario en donde Tony guardaba una pistola, y lo baleó.
Esta joven mujer celebró sus últimos cuatro cumpleaños en una celda, por un incidente que, sin lugar a dudas, marcaría el resto de su vida. Conocer a esta mujer me hizo comprender que, por grande que sean nuestros esfuerzos en la vida, siempre nuestros pasos nos llevan adonde nos aguarda el destino.
El infierno había terminado para ella de una forma casi mágica, y ahora se encontraba rehaciendo su vida en tierra extraña, de la que, quizás, ni siquiera había oído hablar antes. Florentina apenas hablaba; su esposo, no, no Juan, digo, su actual esposo, era un simpático joven, hablador y muy servicial. Nos unían cosas lejanas, calles por donde caminamos, calles que posiblemente no volveríamos a ver; recuerdos, costumbres que, sin ser comunes, provenían del mismo suelo.Pero ella llamaba mi atención muy particularmente: era rara. Se limitaba a responder con monosílabos, o a traer algo que le indicara su esposo, para con quien su solicitud era desmedida. Humilde era su condición, eso no era siquiera necesario preguntarlo. Era atenta con sus visitantes, sonriente, pero algo me decía que tras su complacida expresión de hoy se ocultaba un sufrimiento: era evidente que temía, tenía un enorme temor, que salió a flote cuando Florentina quedó embarazada.
Llegué esa tarde a su casa, porque sabía que era ese el día en el que el médico confirmaría o no su estado de gestación. La puerta de la cocina estaba abierta, entré llamándola y me dirigí al dormitorio, porque oí sollozos.
—¿Qué te sucede? –dije, pensando que el resultado de su visita al médico no había sido el deseado.
—Yo, yo –dijo, y rompió a llorar; no podía articular palabra.
La dejé por un momento, busqué agua en la cocina, y en mi cabeza, qué era lo más idóneo en estos casos.
—Mira, Florentina –le dije, al regresar–, a veces los niños se hacen esperar.
—No, yo tengo miedo –dijo, serenándose poco a poco, después de tomar agua. Y empezó a narrar–. Tengo miedo, porque la niña se me murió, no quiero que sea igual.
—Espera, no te entiendo –dije, asombrada, yo en realidad no sabía nada de su vida
–. ¿Estás embarazada?
—Claro que estoy preñá, tengo dos meses; pero ella nació con algo en el corazón.
—¿Quién es ella?
—Mi’jita, se me murió cuando tenía seis meses. No –dijo, gritando, pronunciaba palabras sin sentido, al menos para mí–. Me la mató, la candela...
Hablaba como en un letargo, decía frases sueltas: alcohol, borracho. Yo seguía sin entender.
—Era un borracho; yo no lo quería, mi mamá me obligó. Me pegaba, y yo no podía defenderme –entonces reía–. Viejo y quemao –su risa histérica invadía toda la casa, era como un irónico lamento.
Se había incorporado, y de pie frente a la pared golpeaba con los puños muy apretados, seguía gritando.
—Nadie me hizo caso, ni cuando me cogieron. No fueron a verme. Él, él sí, para acostarse conmigo –golpeó de nuevo, esta vez fue un golpe seco, como asestando el mortal–. Sucio, puerco, con esa cara pegá al cuello –dijo, y volvió a reír–. Así lo dejé. Déjenme, suéltame –gritaba, a la vez que lloraba y reía.
Yo tuve miedo, aquello que al principio me parecía absurdo, ahora me horrorizaba. La zarandeé con fuerza, la tiré sobre la cama, y quedó como desmayada. Le di un calmante, no sabía qué hacer; ella se quedó dormida, y yo me senté en la sala a esperar que llegara él. Aquello fue como una pesadilla que no podía entender, pero estaba segura de que la mujer había perdido una hija, había un hombre que debió ser su marido, y ahí sí había quedado confusa, ella estuvo presa y él no; luego, él no había matado a la niña como ella decía, o tal vez ella había estado en un sanatorio. ¿Sería una enferma mental? Estas y otras cosas pensé, hasta que llegó Tony, quién se alarmó al verme.
—¿Pasa algo? –preguntó–. ¿Florentina está enferma?
—No, bueno, no sé –dije, todavía aturdida–. Ella está dormida, pero tuvo un... no sé si llamarle ataque.
Sin dejarme terminar, él se dejó caer en el butacón
—Esperamos, entonces, el bebé –afirmó.
-Sí –dije, aun más confundida por su actitud.
El hombre se levantó de un brinco y dio un grito de alegría:
—Hay que celebrar –exclamó.
Sacó del bar dos copas y una botella, yo, con toda la diplomacia que me quedaba, brindé por el futuro primogénito y pensé: “O los dos están locos, o yo caí aquí en paracaídas”.
Pasaron algunos días sin que yo volviera a ver a aquel singular matrimonio, hasta que, una tarde, al llegar del trabajo, recibí la llamada de Tony; quería pasar por mi casa, necesitaba hablar conmigo. Me debía una explicación, según dijo. “Al fin un acto de cordura”, pensé, y, desde luego, le dije que lo esperaba.
He de confesar que me sentía intranquila, curiosa, y no me juzgue mal, a usted en mi lugar le hubiese ocurrido otro tanto. Eran las dos únicas personas que conocía que procedían de mi país, nuestras edades eran compatibles, y aunque realmente no nos unía nada más, por nuestra condición de inmigrantes recién llegados esto era suficiente para sentir un afecto, un lazo invisible que nos acercaba, y el misterio que envolvía a Florentina, de cierta forma, nos separaba, porque, amigos o no de saber vidas ajenas, las situaciones oscuras excitan la imaginación; pero desde afuera, por si acaso. Ya usted sabe.
Después de las reglamentadas cortesías y saludos, Tony, nervioso, comenzó el relato.
—Florentina es una mujer de campo. Nos conocimos aquí, y no estamos casados –titubeaba–. No es la mujer que yo hubiera, tú sabes, pero las cosas vinieron así. Es una buena mujer, y yo la quiero. Quizás la otra tarde no entendiste nada o quizás te diste cuenta de que ella estuvo en la cárcel, presa por intento de asesinato –lo dijo con cierta naturalidad, falsa, por supuesto, y yo adopté la misma postura.
—Si quieres la verdad, algo me llevé, pero no le di gran importancia. Lo que me preocupó fue su estado nervioso.
—¡Ah! –dijo, sin dejarme continuar–, claro; pero no, no está enferma, son sólo los recuerdos, son demasiado desagradables, y como ahora espera otro bebé, se angustia, pensando que pueda tener problemas.
—No sé –empecé diciendo–, me parece que ni tú ni yo podemos determinar la magnitud que tiene ese problema en ella. Creo que su médico debe conocer la situación, porque, si le afecta ese recuerdo, quizás tenga implicaciones en el embarazo. ¿No crees tú?
—Mira, yo no lo sé, pero no creo que nos convenga que la gente sepa que ella estuvo en prisión –repuso.
—Perdona, pero no es la gente, es su médico, y es por el bien de ella y de la criatura –dije, no me podía aguantar, y finalmente, si acudió a mí, tenía que oír mi opinión.
—Ya se lo he dicho, que tiene que olvidar, que ésta es una nueva vida, y yo tengo planes, yo quiero un futuro sin problemas, sin complicaciones, y si ella está a mi lado, tiene que seguir lo que yo digo –puntualizó.
—¿Así se lo has hecho saber? –pregunté, conociéndolo ahora mejor.
—Seguro –dijo, en forma tajante.
—Tony, ésta es una pregunta atrevida, pero...
—Dime, dime. Yo vengo a ti, porque te considero mi amiga, sé que eres una mujer sensata –respondió, con su cortesía habitual.
—Gracias, pero es que en realidad no nos conocemos lo suficiente... en fin... –dije, respirando profundo–. ¿Cuánto te interesa a ti ese niño que está por nacer?
—Bueno, es mi primer hijo, te imaginas que lo deseo y quiero hacer de él un niño feliz.
—Eso, independientemente de que la madre no sea la mujer que tú hubieras querido –dije, terminando su frase.
—Exactamente –afirmó–, eso no tiene algo que ver.
—Aunque mañana encuentres a la mujer de tus sueños –repuse.
—Mira, yo no sé si tú me entiendes; tú no tienes hijos, y quizás no sepas el valor de tenerlos. Éste es mi hijo, aunque mañana ella no sea mi mujer.
—Está bien, entiendo. Ahora dime: ¿qué quieres de mí?
—Nada, o sí, necesito que tú trates de convencerla para que olvide su pasado.“¡Qué simpleza!”, pensé yo.
—No soy médico, y te repito que me parece que su caso no es de tratar de olvidar; ella necesita ayuda, pero ayuda especializada.
—No, yo quiero hacerlo a mi manera, es la única forma –dijo, levantándose, un poco fuera de sí–. ¿Qué pensaría la gente de mí al saber que mi mujer es una ex presidiaria?
—Está bien, creo que es un asunto realmente muy personal –dije, convencida de su terquedad o, más bien, de su egoísmo–. ¿Cómo crees tú que yo pueda ayudarla?
—Quiero que la vayas a ver, que le hables de su nueva vida, que le quites... –decía, y caminaba, inquieto, por la habitación– No sé –concluyó, y era lo más lógico que había dicho.
En un arranque de piedad por aquella mujer, a quien, ahora me estaba dando cuenta, no sólo su pasado la había maltratado, sino que su presente era injusto, y su futuro una tiniebla, me erguí en su paño de lágrimas, acordé ayudarla, convine en acompañarla, hablarle de cosas agradables sobre su maternidad, y darle apoyo cuando se deprimiera. Pero, como sucede a aquellos que aún razonamos, tan siquiera a ratos, me pregunté, al irse Tony, si yo debía inmiscuirme en ese problema. ¿Acaso sería aquella mujer una asesina? Ya estaba yo dentro del remolino, me sentía parte del asunto, porque, fueran las cosas como fueran, una cosa sí era cierta, Florentina necesitaba ayuda, y algo dentro de mí me decía que no era una asesina, sino una infeliz.
El embarazo de Florentina marchaba perfectamente, según el médico, su salud era muy buena. Y no sé si por mi ayuda o por las amenazas de Tony, quien de constante repetía que si ella matraquillaba con aquel asunto, que ni mencionar era bueno, él la dejaba, el hecho fue que nunca más se volvió a hablar del pasado, y ella no tuvo más crisis, al menos, en mi presencia.Pasó el tiempo, como siempre, según quien lo espera; Florentina y Tony recibieron el preciado regalo: varón de ocho libras al nacer y fuerte como un roble. Todo parecía capítulo cerrado, y realmente eso fue, capítulo cerrado, porque la novela aún no había terminado.
Producto de que mi vida, que para nada viene al caso, había cambiado, ya yo no vivía por aquel lugar, y habían pasado años, en los que, a excepción de una que otra llamada, sólo postales de Navidad intercambiábamos. De manera que la noticia me llegó por los titulares del periódico. Después de leerlo una y mil veces, no había duda, el hombre muerto a balazos era Tony, y su ejecutora, Florentina. Mi desconcierto me hacía ir de la sala a la cocina, pero en uno de esos recorridos, entré al cuarto, sin siquiera pensarlo; me cambié de ropas, tomé las llaves, me subí al auto, y en unas horas estaba yo en la cárcel de mujeres, visitando a Florentina.
Al llegar allí, supe que desde su detención, la cual ocurrió en su propia casa, ella permanecía en silencio; no había pronunciado palabra. Al sonido de los disparos, los vecinos llamaron a la policía, la que al llegar se había encontrado a Florentina sentada en el piso, con el niño entre los brazos, a unos metros del cadáver de Tony. Ella no ofreció resistencia, y el niño fue llevado a un centro de atención de menores sin familias.El médico que la atendía estuvo de acuerdo en que quizás una visita amiga fuera favorable a su paciente, y me permitieron verla. Estaba en un pabellón de enfermos mentales dentro de la prisión, aislada en una celda, al menos, hasta que los médicos determinaran su condición, para así decidir si era mentalmente competente o no, para ser llevada a juicio.
Una débil, delgada y pálida figura, un mármol, fue lo que encontré en aquella habitación. La cama estaba vacía, ella estaba sentada en una esquina, con la cabeza sobre sus rodillas, inmóvil. Yo me senté en el suelo, lo más cerca posible de ella, y para qué negarlo, me daba miedo tocarla, y sé que empecé a hablarle con voz insegura.
—Florentina, he venido porque soy tu amiga. No sé si podré hacer algo por ti –ella no parecía inmutarse–. Quizás por tu hijo, no lo sé, pero sentí la necesidad de venir a decirte que no estás sola, como debes estar pensando.
Había tanta paz en aquel lugar, en su silencio, que costaba trabajo entender que el motivo de aquel encuentro era un asesinato y que ella era una criminal. Me animé a pasar mi mano por su cabeza, con la suavidad necesaria para provocar una reacción favorable.
—Tú... –balbuceó– tú me puedes comprender.
Yo no pronuncié palabra alguna, hace tiempo aprendí que existe un silencio que nos da afirmación, seguridad y confianza.
—Tú –dijo, levantando la cabeza, y mirándome con la misma expresión que tiempo atrás me hizo comprender que no era una asesina–. Tú sabes lo que era mi’jo pa’mí. Tú no sabes que Juan mató mi niña, pero Tony no, yo no podía dejarlo que matara a mi’jo.
Creí que era el momento preciso y le dije:
—Ven, ¿quieres estar más cómoda en la cama?, ¿quieres hablarme a mí?
—No, yo aquí me quedo, pero tú oye lo que digo, porque no voy a tener má’ a mi’jo y tú lo vas a criar. ¿Me oyes? Yo quiero que un día él sepa que lo hice pa’ salvarlo.
La conversación que transcurrió por las próximas dos horas, me llevó a conocer y comprender a esta mujer, que había nacido y vivido siempre a merced de la potestad ajena. Habló con tanta serenidad, que casi me olvidé de dónde estábamos y por qué.
La desgracia, el sino fatuo de Florentina, comenzó con su nacimiento, siendo la menor de diez hermanos y la única hembra de un matrimonio miserable, y no sólo en lo que a economía se refiere. A los quince años, ya acostumbrada al trabajo duro y sin alguna educación, se le adjudicó el honor de venderla, porque yo no encuentro otro calificativo para denominar el acto de dar en matrimonio a una hija, a cambio de unos acres de tierra cultivable y una casita. Aquí es donde aparece Juan, quien, siendo veinte años mayor que ella, asumió una actitud entre tirana y falsamente paternal. Este sujeto avaro y alcohólico, además de marginarla totalmente con un trato brutal y despiadado, descargaba en ella todo tipo de ira o frustración.
Según mi deducción, pues esto no lo dijo Florentina, la niña que tuvieron nació con una deficiencia coronaria, quizás, producto de todas esas cosas que sufría la madre.El clímax de esta situación llegó finalmente una noche, cuando, después que el médico había dicho que el estado de la niña era muy delicado, el belicoso Juan había llegado a altas horas de la noche, borracho, como de costumbre, y Florentina, tras soportar una ruda violación en silencio, para evitar escándalos que pudieran alterar a la niña, se había tirado de la cama para atenderla, pues la pequeña se había despertado llorando. Juan, después de gritarle que callara a esa mocosa, se la arrebató de los brazos, la tiró en la cuna, y luego de virarse hacia ella, cinto en mano, la golpeó hasta verla sangrar; después de lo cual procedió a acostarse, roncando como un puerco. Florentina se incorporó, y caminó hacia la cuna, para comprobar si la niña dormía, pues había parado de llorar. La niña no dormía, la niña estaba muerta; su corazón no latía, y Florentina, lejos de gritar o llorar, tomó una lata de gasolina, con la que trató fallidamente de acabar con Juan.
Éste fue el delito por el cual fue condenada a treinta años de prisión. Ni siquiera pudo enterrar a su hijita, y sí tuvo que soportar que sus padres la insultaran y la acusaran de no haber sabido ser la esposa que merecía un buen hombre como Juan. Y este cínico sujeto, que había quedado completamente desfigurado, periódicamente le hacia visitas matrimoniales, porque, según él, ella, ahora más que nunca, tenía que cumplir con sus obligaciones.El relato de Florentina era no sólo deprimente, era asqueante, era demoledor, es, hasta el presente, lo más humillante que he oído en toda mi vida. La verdad, yo, con los antecedentes que tenía, esperaba algo trágico, pero no tanta miseria humana golpeando a una pobre muchacha.
—Dime que tú me vas a cuidar a mi muchacho, dime que lo vas a criar. Júramelo –me pidió.
—Yo no lo sé –le contesté, pues no tenía el valor de mentirle–, los asuntos legales no son tan fáciles, pero te prometo que nunca lo abandonaré.
—Yo firmo cualquier papel –insistía esta pobre mujer, sin entender que en su condición, su firma muy poco podía valer.
—Florentina, tú aún puedes vivir una vida mejor. No todo está perdido. Tienes que hablar con el médico, tienes que permitirle que te atienda y contarle por qué mataste a Tony –trababa yo de convencerla.Mis palabras surtieron un efecto atroz.
Se levantó, tirando todo a su paso, mientras gritaba:
—Ya te lo dije, pa’ salvar a mi’jo. A tanta algarabía, ingresaron dos enfermeros, y me sacaron de la habitación. El médico entró, y yo aguardé a que él saliera; cuando esto ocurrió, ya reinaba la calma, no se oía ni una voz.
—Doctor –lo abordé.
—Es inútil –dijo–, yo pensé que su visita...
—Pero ella me estaba hablando –le interrumpí–, me contó muchas cosas, me pidió ayuda.
—Sí, pero ya ve lo que pasó. Ahora le administré un sedante, y dormirá hasta mañana.
—Yo quiero verla nuevamente –le insistí.
—Venga mañana, y le diré si puedo autorizar su visita –respondió.
Al llegar yo allí a la mañana siguiente, me informaron que ya la habían trasladado para otro lugar, y que sólo la podría ver dentro de quince días, es decir, después del juicio. Yo aún desconocía los pormenores del crimen, pero ellos ya estaban enterados; el médico tenía preparado el diagnóstico, por lo que sería enviada a un sanatorio, mientras, el niño quedaría en manos de las autoridades.
Por una gentileza del doctor, supe que Tony tenía una amante, a casa de la cual llevaba al niño, y que al contarle el pequeño a Florentina que había conocido a una amiga de su papá, que era muy bonita, éste, con la violencia que le caracterizaba, le había roto la boca al niño de un manotazo, motivo suficiente para desencadenar viejas lesiones en Florentina, que, como un resorte, corrió hacia la gaveta del armario en donde Tony guardaba una pistola, y lo baleó.
jueves, 8 de octubre de 2009
ROMANCE EN MI VENTANA
Fue un romance en extremo apasionado, fue un idilio pleno de ternura. No existe criatura más delicada y sutil. ¿Cómo la conocí? Pues bien, llegó un atardecer a mi ventana, me saludó, y entró, sin esperar invitación.Debo reconocer que en el primer momento me sorprendió. Yo estaba apoyado en la ventana, miraba hacia la avenida que queda en ángulo con mi cuarto. Estaba realmente abstraído, mis pensamientos volaban lejos, todo lo lejos que sólo la mente puede volar. Ella entró en mi habitación, que estaba en penumbras, y se acomodó en el butacón que tengo justo frente a mi cama. Hizo alguna alusión a lo bien que se estaba a media luz y se quedó en silencio. Yo, después de reponerme, le pregunté lo más civilizadamente posible si deseaba tomar algo. “¿Por qué no?”, fue su respuesta. Me disculpé, por tenerla que dejar a solas por unos minutos, y fui a la cocina a preparar unos tragos.
Lo primero que vino a mi mente al quedarme solo fue su cara, era meticulosamente bella; tenía una expresión entre infantil y sensual, que me cautivó en un segundo: sus labios eran carnosos y oscuros, su mirada profunda, hablaba por sí sola; su piel, tersa y bronceada, y aquella nariz era perfecta. Reparé mucho en su nariz, pues considero que lo más difícil de encontrar en un rostro es una nariz perfecta, y si lo sabré yo, que en ocasiones tengo que hacer mil bocetos para pintar un rostro, pues el modelo de nariz es muy difícil. La nariz es algo que casi todo el mundo, sin proponérselo, desde luego, se deforma. Unas veces, por padecer de coriza, otras, por usar espejuelos, entre otros motivos; la cuestión es que se deforma. Además, es una verdadera obra de arte tener una nariz que concuerde en dimensiones y forma con el ángulo de la cara, el espacio de la frente, la separación entre las cejas y el tamaño y grosor de los labios. Pero ella la tenía.
Volví al cuarto, ella aún estaba en el butacón; miraba hacia fuera, y yo, desde la puerta, me quedé contemplando su perfil semi iluminado en primer plano, con el fondo oscuro de un cielo salpicado de estrellas, todo esto, enmarcado por mi ventana. Me acerqué, ofreciéndole el vaso, y ella, casi como si leyera mi mente, como viendo mi alma, para emplear sus propias palabras, me habló de lo que tanto me entristecía. En pocas pero precisas palabras, me ayudó a darme cuenta de que lo que me sucedía era que había perdido las riendas de mi vida y que de nadie dependía el retomarlas.
Me dijo: “Todo está en tu mente: eres lo que piensas. Los sueños del hombre son su ilusión o su decepción, eso depende de la fuerza de voluntad y el deseo”.
Así fue como la conocí.
A partir de aquella noche, la esperé cada noche, como el amante galante, la aguardaba con rosas, una por cada encuentro; siempre amarillas, su color predilecto.
Una noche, al llegar yo a casa, me sorprendió su presencia; estaba recostada en el borde de mi ventana. Le entregué sus flores, y suavemente aspiró el perfume de sus tres rosas. Estaba muy elocuente esa noche, y me habló de la Presencia Divina en cada ser humano; me explicó que el ser hechos a imagen y semejanza del Creador no es otra cosa que tener la chispa divina dentro de nosotros, y que nuestra alma, que es en realidad nuestro verdadero yo, es una molécula del Todo; que el poder y la gloria son intrínsecos para nosotros, sólo que, presos en estos cuerpos, nos atamos a los sentidos y nos doblegamos a los instintos, los cuáles nublan y hasta ciegan la verdadera razón de nuestra presencia en esta dimensión.
Yo hube de preguntar no sólo qué quería decir todo aquello, sino, también, qué significaba eso de la dimensión.
La respuesta era muy sencilla: “El plan divino es la perfección”, me contestó ella, con amabilidad, “a ésta sólo se llega con el conocimiento, el que se obtiene cuando tratamos de acercarnos al Creador, mediante la superación personal, que no consiste en otra cosa que en ser mejores de corazón cada día”. “Las experiencias que vivimos son como asignaturas”, dijo, “un gesto bondadoso es un sobresaliente y cada vida es un grado”.
Pero yo no entendía completamente, y, además, insistí en lo de las dimensiones. “¡Ah!”, exclamó, “las dimensiones son los planos de existencia, es decir, la existencia física en que vivimos es un plano dimensional y, al desprenderse el alma de este cuerpo físico, ella vive en otra dimensión, menos densa, más libre”.
Yo quise besarla y ella lo entendió. No sé si me entregué con el cuerpo físico, pero sé que mi alma cantó su canción. ¡Qué extraña pasión me envolvía!, ¡qué grata paz nos unía!A partir de aquel tercer encuentro, dejaba las rosas en la ventana, pues ya había aprendido que ella podía llegar antes que yo, y era muy importante para mí saludarla con rosas. Su rostro resplandecía entre aquellos dorados pétalos.Mi vida era la hora de nuestro encuentro, mis días eran la espera de su llegada, mis noches, el regalo de sus besos. ¡Cuánto la amaba!, tanto, que su presencia aún continúa entre mis almohadas.
“La felicidad es un estado mental que consiste en tener paz espiritual, alegría de vivir y amor”, eso dijo, y me pareció una frase bellísima, pero le pedí que me la explicara. Ella me contestó que le encantaba mi alma de niño, siempre lleno de inquietudes e interrogantes, y yo besé sus manos, que en ese instante jugaban con mi pelo.
Ella se acomodaba siempre en el butacón, y yo, sentado a sus pies, en el suelo. Recostar mi cabeza en su regazo era como volver al seno materno. Cuando sus dedos entraban en mi pelo, toda mi piel se erizaba, y yo sentía que mi corazón se cargaba de ternura y bondad. Ella venía siendo como mi planta de energía. Sí, digo energía, porque en nuestro segundo encuentro ella me explicó que los pensamientos, aquellos que van unidos a sentimientos, son una poderosa fuerza de energía, y por esta razón hay que aprender a utilizarlos.“¿Cómo?”, pregunté yo. “Sencillamente”, dijo ella (para ella todo era siempre muy sencillo), “cuándo piensas algo bueno, y al pensarlo sientes una linda sensación dentro de tu pecho, estás irradiando una corriente positiva, que, como imán, atraerá cosas buenas para ti. Por el contrario, cuando tus pensamientos son nefastos, acompañados de una sensación dolorosa, temerosa o ladina, que sólo corroe tus entrañas, es otra fuerza como la electricidad, fluyendo de ti hacia otros, pero retornado con la carga multiplicada por el efecto de atracción”. Sonó realmente simple, o a mí ella me convencía muy fácilmente.
Pero en este cuarto encuentro, en que me hablaba de la felicidad, comprobé algo que ya sospechaba. Sí, comprobé que ser feliz no es necesariamente no disgustarse o entristecerse alguna que otra vez. Ella me dio la razón en esto, y yo me sentí orgulloso.“La paz espiritual”, me dijo, “sólo se logra cuando hacemos el bien y damos lo mejor de nosotros en cada situación; cuando sabemos perdonar y perdonarnos. La alegría de vivir es tener la conciencia de que no estamos aquí por mera casualidad, y que cada experiencia es un paso de avance en nuestra evolución hacia seres perfectos. La alegría de vivir consiste en saber que la creación toda corresponde a un orden divino, y que nosotros, como parte de ella, tenemos el honor de ser co creadores... y amar”, continuó diciendo, y yo no me atreví a interrumpirla. “Amar es ver en cada cosa viviente, animada o no, la mano del Creador, y por ende, sentirnos parte y conjunto de la creación. Amar es dar afecto, prodigar buenas acciones y saber recibir lo mismo, sin balancear cantidades o calidades. Dar por el placer de dar y recibir con gratitud, pensando que entre todos debe prevalecer la mejor voluntad de convivencia en el mundo”. “Cuando se tienen estas tres condiciones”, dijo, concluyendo, “se es feliz, no importa qué circunstancias nos rodeen, ni a qué tengamos que hacerle frente, porque somos felices por nosotros mismos. Porque la felicidad no te la da nadie, ni nada; está dentro de ti, como Dios. A cada uno le pertenece lo mismo, sólo hay que saber buscarla dentro de nuestros corazones”.
Fui hiperbólicamente feliz, el día que ella decidió quedarse conmigo hasta el amanecer, y vi la más hermosa alborada a su lado. Los atardeceres eran mágicos en su compañía, pero qué forma tan especial tenía el sol cuando en el saliente se reflejaba en sus ojos. La intensidad de su mirada se hizo más aguda cuándo me dijo: “Háblame de las cosas que hay en mí que no te gustan”. “No, mi amada”, le contesté, “en ti no existe algo que me desagrade, eres perfecta”. “¿Me amas?”, preguntó entre coqueta y curiosa. “Con toda mi alma”, le dije, mientras tomaba sus manos, para besarlas con vehemencia. “¿Me amarías si no fuera perfecta?”, insistió. “Claro”, le dije yo, muy romántico. “Te hablo completamente en serio”, dijo, ahora explicando su pregunta inicial, “quiero que imagines por un instante que tengo una nariz horrible, que mi tono de voz es irritante y que, además, considero esas rosas que me regalas una tontería”. “Esa no eres tú, mi amor”, le protesté. “Pero, piénsalo así”, me insistió, “imagínalo de esa manera, haz un esfuerzo y responde sinceramente”. Me quedé dudando unos segundos, aquel juego me parecía que se complicaba. En fin... “No, creo que no te amaría”, contesté. “Es más, creo que me hubiera molestado tu presencia invadiendo mi privacidad, la primera noche en que te vi”.“Entonces, tú no me amas”, dijo ella. “Vamos”, le dije, “no exageres tus reacciones femeninas; esto que hablamos es tan hipotético, que viene siendo irreal”. “No, no tanto”, protestó ella, “en realidad tú no me amas a mí, sino a lo que ves en mí, que no es otra cosa que lo que yo te he querido mostrar. Pero lo más importante es que me amas porque te parezco perfecta, y qué cosa tan fácil resulta amar a la belleza y a la perfección. El verdadero amor no repara en formas y colores” (ella, tan poética). “No me imagino amando a alguien feo o de mal carácter”, dije, muy convencido. “Ese no soy yo”.“Sin embargo, el verdadero amor lo damos más allá de las cosas que nos parezcan agradables o bellas.
El verdadero amor lo damos no a esta vestidura exterior, no a lo que vemos, a la apariencia, sino al verdadero ser interior que todos llevamos dentro, que es lo que en verdad somos”, expresó ella. “No en balde”, dije yo, “se dice que el amor tiene razones que la razón desconoce”. “Así es”, me respondió ella, “no todos podemos leer almas, pero muchas parejas, de esas que nada tienen en común, son almas gemelas, o son almas que se aman de verdad”.“Pero tú dijiste”, le reclamé, “que cada cual refleja lo que es”. “No”, me rectificó ella, “yo te dije que cada cual manifiesta lo que piensa. Quien piensa equivocado, actúa errado, pero su alma es perfecta. Hay quienes se aman, a pesar de las aparentes imperfecciones, porque, aún sin saberlo ellos a conciencia, sus almas se atraen, y en ocasiones sucede que se la pasan todo el tiempo en guerra, en contradicción, pero no se separan; sienten que algo más fuerte que ellos los une, o simplemente no saben el porqué. Y la razón es que tienen que vencer las contradicciones con amor. Eso es todo. Hasta podrían separarse, si no pueden conciliar las diferencias, pero sin rencor, con afecto, con comprensión y sensatez”.
“Entonces, tú no crees en mi amor”, le dije, un tanto disgustado. Realmente pensé que ya no me gustaba su actitud, no era necesario mezclar su filosofía con la realidad que vivíamos.“Yo sé”, me respondió, “que tú sientes por mí una linda sensación, que tus sentimientos hacia mí son sinceros; yo sólo te aclaro que no es el amor del que yo te hablo”. “Yo no sólo te creo”, me dijo, evidentemente, trataba de suavizar, “sino que, además, me siento muy feliz de ese amor que tú me prodigas. ¿Qué harás cuando esto termine?”, me preguntó, tomando mi cara entre sus manos. “Yo no quiero ni pensarlo”, le dije yo, “¿es necesario que eso ocurra?”Mi adorable criatura comenzó a decir, mientras me abrazaba muy tiernamente: “Todo en la vida tiene un ciclo evolutivo, que comprende el nacimiento, el desarrollo y el final, que no es muerte o destrucción, es cambio, es proyección a otra etapa. Tú y yo, como todo, respondemos a una finalidad. Nuestro encuentro ha sido necesario para ambos, los dos hemos vivido intensamente esta unión, los dos hemos aprendido algo de ella, y cuando la experiencia termine, nos separaremos, por el bien de nuestro desarrollo”.“Tú debes explicarme, ¿por qué debo yo perderte?”, le dije, con cierta tristeza, a lo que ella respondió: “Perderme no, no uses esa palabra; tú jamás me perderás. La explicación de cada experiencia está implícita en su logro”.
Esa noche nos amamos tan intensamente, que sé que nunca había dado tanto sentimiento, ni me había sentido tan profundamente integrado a alguien; fuimos literalmente un solo cuerpo, un solo corazón latía, y fue la última noche en que se conjugó placer, pasión y ternura en aquella habitación.
Me quedé dormido en la butaca, esperándola. Desperté, abrí los ojos y miré hacia la ventana; allí estaba... Bueno, ahí estaba una ardilla cobriza, que me miró lánguidamente y acarició las seis rosas. No fueron necesarias las palabras. Mentalmente, le dije: “Has sido mi mayor pasión; inoculaste en mí el germen del amor, de amar a la vida”.Ella me transmitió algo que yo leí en la profundidad y ternura de su mirada. Era la despedida.
“Te amaras más que antes y vivirás con la alegría de los latidos de tu corazón. Cuándo te aquietes y los sientas, disfruta de ellos, y piensa que el mío, dónde quiera que yo esté, late al mismo ritmo que el tuyo, y eso nos mantendrá en eterna comunión. No dejes nunca de mirar al mar, en su profundidad está el conocimiento de la vida. No dejes de admirar al sol, en su luz está la fuerza y el poder de Dios. Únete al fulgor de esa luz, fúndete con ella. Y no dejes de soñar cada atardecer, que en los sueños el hombre vislumbra su destino”.
Lo primero que vino a mi mente al quedarme solo fue su cara, era meticulosamente bella; tenía una expresión entre infantil y sensual, que me cautivó en un segundo: sus labios eran carnosos y oscuros, su mirada profunda, hablaba por sí sola; su piel, tersa y bronceada, y aquella nariz era perfecta. Reparé mucho en su nariz, pues considero que lo más difícil de encontrar en un rostro es una nariz perfecta, y si lo sabré yo, que en ocasiones tengo que hacer mil bocetos para pintar un rostro, pues el modelo de nariz es muy difícil. La nariz es algo que casi todo el mundo, sin proponérselo, desde luego, se deforma. Unas veces, por padecer de coriza, otras, por usar espejuelos, entre otros motivos; la cuestión es que se deforma. Además, es una verdadera obra de arte tener una nariz que concuerde en dimensiones y forma con el ángulo de la cara, el espacio de la frente, la separación entre las cejas y el tamaño y grosor de los labios. Pero ella la tenía.
Volví al cuarto, ella aún estaba en el butacón; miraba hacia fuera, y yo, desde la puerta, me quedé contemplando su perfil semi iluminado en primer plano, con el fondo oscuro de un cielo salpicado de estrellas, todo esto, enmarcado por mi ventana. Me acerqué, ofreciéndole el vaso, y ella, casi como si leyera mi mente, como viendo mi alma, para emplear sus propias palabras, me habló de lo que tanto me entristecía. En pocas pero precisas palabras, me ayudó a darme cuenta de que lo que me sucedía era que había perdido las riendas de mi vida y que de nadie dependía el retomarlas.
Me dijo: “Todo está en tu mente: eres lo que piensas. Los sueños del hombre son su ilusión o su decepción, eso depende de la fuerza de voluntad y el deseo”.
Así fue como la conocí.
A partir de aquella noche, la esperé cada noche, como el amante galante, la aguardaba con rosas, una por cada encuentro; siempre amarillas, su color predilecto.
Una noche, al llegar yo a casa, me sorprendió su presencia; estaba recostada en el borde de mi ventana. Le entregué sus flores, y suavemente aspiró el perfume de sus tres rosas. Estaba muy elocuente esa noche, y me habló de la Presencia Divina en cada ser humano; me explicó que el ser hechos a imagen y semejanza del Creador no es otra cosa que tener la chispa divina dentro de nosotros, y que nuestra alma, que es en realidad nuestro verdadero yo, es una molécula del Todo; que el poder y la gloria son intrínsecos para nosotros, sólo que, presos en estos cuerpos, nos atamos a los sentidos y nos doblegamos a los instintos, los cuáles nublan y hasta ciegan la verdadera razón de nuestra presencia en esta dimensión.
Yo hube de preguntar no sólo qué quería decir todo aquello, sino, también, qué significaba eso de la dimensión.
La respuesta era muy sencilla: “El plan divino es la perfección”, me contestó ella, con amabilidad, “a ésta sólo se llega con el conocimiento, el que se obtiene cuando tratamos de acercarnos al Creador, mediante la superación personal, que no consiste en otra cosa que en ser mejores de corazón cada día”. “Las experiencias que vivimos son como asignaturas”, dijo, “un gesto bondadoso es un sobresaliente y cada vida es un grado”.
Pero yo no entendía completamente, y, además, insistí en lo de las dimensiones. “¡Ah!”, exclamó, “las dimensiones son los planos de existencia, es decir, la existencia física en que vivimos es un plano dimensional y, al desprenderse el alma de este cuerpo físico, ella vive en otra dimensión, menos densa, más libre”.
Yo quise besarla y ella lo entendió. No sé si me entregué con el cuerpo físico, pero sé que mi alma cantó su canción. ¡Qué extraña pasión me envolvía!, ¡qué grata paz nos unía!A partir de aquel tercer encuentro, dejaba las rosas en la ventana, pues ya había aprendido que ella podía llegar antes que yo, y era muy importante para mí saludarla con rosas. Su rostro resplandecía entre aquellos dorados pétalos.Mi vida era la hora de nuestro encuentro, mis días eran la espera de su llegada, mis noches, el regalo de sus besos. ¡Cuánto la amaba!, tanto, que su presencia aún continúa entre mis almohadas.
“La felicidad es un estado mental que consiste en tener paz espiritual, alegría de vivir y amor”, eso dijo, y me pareció una frase bellísima, pero le pedí que me la explicara. Ella me contestó que le encantaba mi alma de niño, siempre lleno de inquietudes e interrogantes, y yo besé sus manos, que en ese instante jugaban con mi pelo.
Ella se acomodaba siempre en el butacón, y yo, sentado a sus pies, en el suelo. Recostar mi cabeza en su regazo era como volver al seno materno. Cuando sus dedos entraban en mi pelo, toda mi piel se erizaba, y yo sentía que mi corazón se cargaba de ternura y bondad. Ella venía siendo como mi planta de energía. Sí, digo energía, porque en nuestro segundo encuentro ella me explicó que los pensamientos, aquellos que van unidos a sentimientos, son una poderosa fuerza de energía, y por esta razón hay que aprender a utilizarlos.“¿Cómo?”, pregunté yo. “Sencillamente”, dijo ella (para ella todo era siempre muy sencillo), “cuándo piensas algo bueno, y al pensarlo sientes una linda sensación dentro de tu pecho, estás irradiando una corriente positiva, que, como imán, atraerá cosas buenas para ti. Por el contrario, cuando tus pensamientos son nefastos, acompañados de una sensación dolorosa, temerosa o ladina, que sólo corroe tus entrañas, es otra fuerza como la electricidad, fluyendo de ti hacia otros, pero retornado con la carga multiplicada por el efecto de atracción”. Sonó realmente simple, o a mí ella me convencía muy fácilmente.
Pero en este cuarto encuentro, en que me hablaba de la felicidad, comprobé algo que ya sospechaba. Sí, comprobé que ser feliz no es necesariamente no disgustarse o entristecerse alguna que otra vez. Ella me dio la razón en esto, y yo me sentí orgulloso.“La paz espiritual”, me dijo, “sólo se logra cuando hacemos el bien y damos lo mejor de nosotros en cada situación; cuando sabemos perdonar y perdonarnos. La alegría de vivir es tener la conciencia de que no estamos aquí por mera casualidad, y que cada experiencia es un paso de avance en nuestra evolución hacia seres perfectos. La alegría de vivir consiste en saber que la creación toda corresponde a un orden divino, y que nosotros, como parte de ella, tenemos el honor de ser co creadores... y amar”, continuó diciendo, y yo no me atreví a interrumpirla. “Amar es ver en cada cosa viviente, animada o no, la mano del Creador, y por ende, sentirnos parte y conjunto de la creación. Amar es dar afecto, prodigar buenas acciones y saber recibir lo mismo, sin balancear cantidades o calidades. Dar por el placer de dar y recibir con gratitud, pensando que entre todos debe prevalecer la mejor voluntad de convivencia en el mundo”. “Cuando se tienen estas tres condiciones”, dijo, concluyendo, “se es feliz, no importa qué circunstancias nos rodeen, ni a qué tengamos que hacerle frente, porque somos felices por nosotros mismos. Porque la felicidad no te la da nadie, ni nada; está dentro de ti, como Dios. A cada uno le pertenece lo mismo, sólo hay que saber buscarla dentro de nuestros corazones”.
Fui hiperbólicamente feliz, el día que ella decidió quedarse conmigo hasta el amanecer, y vi la más hermosa alborada a su lado. Los atardeceres eran mágicos en su compañía, pero qué forma tan especial tenía el sol cuando en el saliente se reflejaba en sus ojos. La intensidad de su mirada se hizo más aguda cuándo me dijo: “Háblame de las cosas que hay en mí que no te gustan”. “No, mi amada”, le contesté, “en ti no existe algo que me desagrade, eres perfecta”. “¿Me amas?”, preguntó entre coqueta y curiosa. “Con toda mi alma”, le dije, mientras tomaba sus manos, para besarlas con vehemencia. “¿Me amarías si no fuera perfecta?”, insistió. “Claro”, le dije yo, muy romántico. “Te hablo completamente en serio”, dijo, ahora explicando su pregunta inicial, “quiero que imagines por un instante que tengo una nariz horrible, que mi tono de voz es irritante y que, además, considero esas rosas que me regalas una tontería”. “Esa no eres tú, mi amor”, le protesté. “Pero, piénsalo así”, me insistió, “imagínalo de esa manera, haz un esfuerzo y responde sinceramente”. Me quedé dudando unos segundos, aquel juego me parecía que se complicaba. En fin... “No, creo que no te amaría”, contesté. “Es más, creo que me hubiera molestado tu presencia invadiendo mi privacidad, la primera noche en que te vi”.“Entonces, tú no me amas”, dijo ella. “Vamos”, le dije, “no exageres tus reacciones femeninas; esto que hablamos es tan hipotético, que viene siendo irreal”. “No, no tanto”, protestó ella, “en realidad tú no me amas a mí, sino a lo que ves en mí, que no es otra cosa que lo que yo te he querido mostrar. Pero lo más importante es que me amas porque te parezco perfecta, y qué cosa tan fácil resulta amar a la belleza y a la perfección. El verdadero amor no repara en formas y colores” (ella, tan poética). “No me imagino amando a alguien feo o de mal carácter”, dije, muy convencido. “Ese no soy yo”.“Sin embargo, el verdadero amor lo damos más allá de las cosas que nos parezcan agradables o bellas.
El verdadero amor lo damos no a esta vestidura exterior, no a lo que vemos, a la apariencia, sino al verdadero ser interior que todos llevamos dentro, que es lo que en verdad somos”, expresó ella. “No en balde”, dije yo, “se dice que el amor tiene razones que la razón desconoce”. “Así es”, me respondió ella, “no todos podemos leer almas, pero muchas parejas, de esas que nada tienen en común, son almas gemelas, o son almas que se aman de verdad”.“Pero tú dijiste”, le reclamé, “que cada cual refleja lo que es”. “No”, me rectificó ella, “yo te dije que cada cual manifiesta lo que piensa. Quien piensa equivocado, actúa errado, pero su alma es perfecta. Hay quienes se aman, a pesar de las aparentes imperfecciones, porque, aún sin saberlo ellos a conciencia, sus almas se atraen, y en ocasiones sucede que se la pasan todo el tiempo en guerra, en contradicción, pero no se separan; sienten que algo más fuerte que ellos los une, o simplemente no saben el porqué. Y la razón es que tienen que vencer las contradicciones con amor. Eso es todo. Hasta podrían separarse, si no pueden conciliar las diferencias, pero sin rencor, con afecto, con comprensión y sensatez”.
“Entonces, tú no crees en mi amor”, le dije, un tanto disgustado. Realmente pensé que ya no me gustaba su actitud, no era necesario mezclar su filosofía con la realidad que vivíamos.“Yo sé”, me respondió, “que tú sientes por mí una linda sensación, que tus sentimientos hacia mí son sinceros; yo sólo te aclaro que no es el amor del que yo te hablo”. “Yo no sólo te creo”, me dijo, evidentemente, trataba de suavizar, “sino que, además, me siento muy feliz de ese amor que tú me prodigas. ¿Qué harás cuando esto termine?”, me preguntó, tomando mi cara entre sus manos. “Yo no quiero ni pensarlo”, le dije yo, “¿es necesario que eso ocurra?”Mi adorable criatura comenzó a decir, mientras me abrazaba muy tiernamente: “Todo en la vida tiene un ciclo evolutivo, que comprende el nacimiento, el desarrollo y el final, que no es muerte o destrucción, es cambio, es proyección a otra etapa. Tú y yo, como todo, respondemos a una finalidad. Nuestro encuentro ha sido necesario para ambos, los dos hemos vivido intensamente esta unión, los dos hemos aprendido algo de ella, y cuando la experiencia termine, nos separaremos, por el bien de nuestro desarrollo”.“Tú debes explicarme, ¿por qué debo yo perderte?”, le dije, con cierta tristeza, a lo que ella respondió: “Perderme no, no uses esa palabra; tú jamás me perderás. La explicación de cada experiencia está implícita en su logro”.
Esa noche nos amamos tan intensamente, que sé que nunca había dado tanto sentimiento, ni me había sentido tan profundamente integrado a alguien; fuimos literalmente un solo cuerpo, un solo corazón latía, y fue la última noche en que se conjugó placer, pasión y ternura en aquella habitación.
Me quedé dormido en la butaca, esperándola. Desperté, abrí los ojos y miré hacia la ventana; allí estaba... Bueno, ahí estaba una ardilla cobriza, que me miró lánguidamente y acarició las seis rosas. No fueron necesarias las palabras. Mentalmente, le dije: “Has sido mi mayor pasión; inoculaste en mí el germen del amor, de amar a la vida”.Ella me transmitió algo que yo leí en la profundidad y ternura de su mirada. Era la despedida.
“Te amaras más que antes y vivirás con la alegría de los latidos de tu corazón. Cuándo te aquietes y los sientas, disfruta de ellos, y piensa que el mío, dónde quiera que yo esté, late al mismo ritmo que el tuyo, y eso nos mantendrá en eterna comunión. No dejes nunca de mirar al mar, en su profundidad está el conocimiento de la vida. No dejes de admirar al sol, en su luz está la fuerza y el poder de Dios. Únete al fulgor de esa luz, fúndete con ella. Y no dejes de soñar cada atardecer, que en los sueños el hombre vislumbra su destino”.
martes, 15 de septiembre de 2009
CAROLA,TÚ VOLARAS
Como cada año, el silencioso denudar de los árboles nos anuncia la llegada del invierno. Y como cada año, se remueve mi memoria y se agita.
El invierno, que nos quita el color y nos deja un paisaje mudo, quedó marcado en el dolor hace un tiempo; no miré el calendario, pero los manzanos sin frutos, las ramas secas que hoy veo, sé que las vi aquella mañana.
No era una niña, y aún llevaba infantil el alma. No era una mujer, y su andar despertaba miradas. Todos la conocíamos, su familia echó raíces acá, en la época en que los hombres criaban hijas para el hogar.
Cuando todavía su madre le escogía la ropa, Carola era una niña feliz. Tenía un perro, y correr con él por el campo llenaba sus pulmones. Yo diría que era como las demás, así lo pensábamos todos.
Carola se engalanó para su primera noche musical; esa noche se vistió sola, sus mejillas se colorearon y su boca llevó carmín. Apareció suavemente en el umbral de la escalera, y todos vimos a una mujer. “Su educación es perfecta”, comentaban las señoras, “Carola borda, toca el piano y también sabe hablar”. Los caballeros distinguidos de este apartado pueblo admiraron su belleza, y miraron de reojo, haciendo un guiño a sus hijos. No faltó quien dijera: “Si tuviera veinte años menos”.
Pero a partir de ese día, Carola no fue feliz, y ni el campo ni su perro exaltaban su alegría. Su lucha constante hizo que se le permitiera estudiar, a despecho de que eso no le hacía falta.
En las tardes, se la veía sola, atravesando el prado, llevando consigo un libro; nadie sabía qué era aquello que leía cada día y sin descanso. Por las noches, después de cenar, se encerraba en su habitación; muchas veces su madre la oyó llorar.
¿Pero qué angustia tiene esta niña?, se preguntaba su padre, y nadie interrogaba a Carola sobre su padecer, pensando que era amor, o depresión de la adolescencia.
Transcurrió el tiempo, y Carola se apagó; ya no tenía amigos, se encerraba todo el día en su habitación.
Había alguien que sí sabía lo que pasaba en Carola, Yolanda, una señora moderna, como le decían, que a veces iba a la ciudad y que sabía mucho. Carola la visitaba cada domingo después de misa, pero este domingo en particular fue diferente, Yolanda no estaba en misa y tampoco en su casa, y es que Yolanda estaba en la verja de la familia Sáenz, esperando a los padres de Carola.
Aquel día se supo todo, y como si fuera una gran tragedia, se conmocionó el hogar, al saber que Carola quería irse a la capital; quería ser aeromoza. He aquí el porqué de su sombra, su soledad y su angustia, les dijo Yolanda.
“Jamás”, gritó el señor Sáenz. “Pero... eso sería como perderla”, se angustió la señora Sáenz.
De esta forma, la buena Yolanda, la señora distinguida, ganó la enemistad y el odio de los padres, que la creyeron culpable de los sueños de Carola.
A Carola se le prohibió verla, y se le aconsejó que se fijara en Pedro, que era lo que se llamaba un muchacho de buena familia, que, además, la miraba con muy buenos ojos.
La niña adolescente de antaño, la joven solitaria, se rebeló como un ocelote encerrado, dejó de comer, y su dieta fue tal, que un día hubo que llamar al doctor.
“Esta niña necesita sol, aire, alimentación, pero, sobre todo, felicidad”. “¡Qué estúpido diagnóstico!”, exclamó Sáenz.
Pero en dos meses Carola se iba, se iba de las manos de la medicina y de las del amor. Fue preciso internarla, y aquí encontró su solución. El padre, preocupado, la madre agobiada, recurrieron a Yolanda; ahora la necesitaban de intermediaria. Carola estaba renuente a volver a su casa, y el doctor había dicho que si persistía en la muchacha esa depresión, podía acabar muy mal. El doctor aconsejó a los padres, y estos, ante la evidencia de perder, pero ahora de verdad, a su única hija, decidieron perderla a medias. ¡Que se vaya a estudiar, que sea aeromoza o lo que quiera!
Así, Yolanda confortó a Carola, le dijo que sus padres accedían, y como tantas veces, ya le repetía: “Tú volarás, hija mía”.
Los preparativos se hicieron a la carrera, en dos meses todo estuvo listo, y Carola, pasaje en mano, dijo hasta pronto a sus padres y adiós para siempre al pueblo y a su gente.
Cada domingo una escena se repetía en la misa de aquel pueblo, las mismas caras y las mismas preguntas:
“¿Cómo está Carola?”; la madre dejaba escapar dos lágrimas como única respuesta, y el padre, huraño, decía con brusco acento:
“Está bien, dice ella”.
Pero Yolanda sabía que era felicidad lo que Carola sentía; estudiaba con ahínco y era firme en su afán, por eso, al final de cada carta, Yolanda le repetía: “Tú volarás, hija mía”.
Fueron pasando los meses, y la madre, madre al fin, ya, de orgullo, sonreía: “Mi hija se graduó con altas calificaciones; los profesores me enviaron una carta de felicitación. Y hasta idiomas aprendió”.
Se recibió un telegrama, decía que llegaba, tenía vacaciones y que se iniciaba en ese vuelo.“Voló, voló”, fue el saludo de Yolanda aquella tarde.
Y como éste es un pueblo unido, preparamos una fiesta para recibir a nuestra aeromoza. Ahora todos la vimos distinta; ya no era igual a las demás del pueblo. Vimos con satisfacción la felicidad en sus ojos, su rostro radiante y su paso seguro.“Pero no deja de ser una niña nuestra”, pensábamos, cuando Carola nos dio a cada uno un regalo, pues de todos se acordó.Qué grato fue oírle hablar de su trabajo: “Es como vivir en otro mundo, es sentir que eres dueña de las nubes, del mar, de todo y aún hay más. Cuando vuelva, voy a trabajar en la línea internacional: se imaginan qué maravilla, cuántos países conoceré”.
Todos pudimos comprobar que la paz había llegado a ese hogar: el señor Sáenz, con su media sonrisa, pipa en boca, contemplaba a su hija, mientras escuchaba sus relatos; su esposa lloraba una vez más, pero, en esta ocasión, las lágrimas eran de alegría, y ella, Carola, seguía siendo una dulce damita, con el alma llena de sueños.
Después, todo volvió a la normalidad, cada cual a sus costumbres, y los padres a esperar las próximas vacaciones: “Carola volverá”.
Pero Carola no volvió, nadie más la volvió a ver, y en su lugar llegó un mensaje de condolencia y sus efectos personales.
Y fue una fría mañana, como la de hoy, que Yolanda nos anunció que en una carretera de Luanda, en un sitio abismal, el jeep que llevaba a Carola del aeropuerto al hotel, en una peligrosa curva, no se sabe si por un patinazo o, quizás, por ir a mucha velocidad, se despeñó. Ella quedó sin vida, murieron todos sus sueños; no, todos no, el más preciado se le concedió.
Tu vuelo fue alto, Carola, Dios te debe guardar; ahora quedas por siempre entre tus blancas nubes, mirando desde lo alto al mar.
El invierno, que nos quita el color y nos deja un paisaje mudo, quedó marcado en el dolor hace un tiempo; no miré el calendario, pero los manzanos sin frutos, las ramas secas que hoy veo, sé que las vi aquella mañana.
No era una niña, y aún llevaba infantil el alma. No era una mujer, y su andar despertaba miradas. Todos la conocíamos, su familia echó raíces acá, en la época en que los hombres criaban hijas para el hogar.
Cuando todavía su madre le escogía la ropa, Carola era una niña feliz. Tenía un perro, y correr con él por el campo llenaba sus pulmones. Yo diría que era como las demás, así lo pensábamos todos.
Carola se engalanó para su primera noche musical; esa noche se vistió sola, sus mejillas se colorearon y su boca llevó carmín. Apareció suavemente en el umbral de la escalera, y todos vimos a una mujer. “Su educación es perfecta”, comentaban las señoras, “Carola borda, toca el piano y también sabe hablar”. Los caballeros distinguidos de este apartado pueblo admiraron su belleza, y miraron de reojo, haciendo un guiño a sus hijos. No faltó quien dijera: “Si tuviera veinte años menos”.
Pero a partir de ese día, Carola no fue feliz, y ni el campo ni su perro exaltaban su alegría. Su lucha constante hizo que se le permitiera estudiar, a despecho de que eso no le hacía falta.
En las tardes, se la veía sola, atravesando el prado, llevando consigo un libro; nadie sabía qué era aquello que leía cada día y sin descanso. Por las noches, después de cenar, se encerraba en su habitación; muchas veces su madre la oyó llorar.
¿Pero qué angustia tiene esta niña?, se preguntaba su padre, y nadie interrogaba a Carola sobre su padecer, pensando que era amor, o depresión de la adolescencia.
Transcurrió el tiempo, y Carola se apagó; ya no tenía amigos, se encerraba todo el día en su habitación.
Había alguien que sí sabía lo que pasaba en Carola, Yolanda, una señora moderna, como le decían, que a veces iba a la ciudad y que sabía mucho. Carola la visitaba cada domingo después de misa, pero este domingo en particular fue diferente, Yolanda no estaba en misa y tampoco en su casa, y es que Yolanda estaba en la verja de la familia Sáenz, esperando a los padres de Carola.
Aquel día se supo todo, y como si fuera una gran tragedia, se conmocionó el hogar, al saber que Carola quería irse a la capital; quería ser aeromoza. He aquí el porqué de su sombra, su soledad y su angustia, les dijo Yolanda.
“Jamás”, gritó el señor Sáenz. “Pero... eso sería como perderla”, se angustió la señora Sáenz.
De esta forma, la buena Yolanda, la señora distinguida, ganó la enemistad y el odio de los padres, que la creyeron culpable de los sueños de Carola.
A Carola se le prohibió verla, y se le aconsejó que se fijara en Pedro, que era lo que se llamaba un muchacho de buena familia, que, además, la miraba con muy buenos ojos.
La niña adolescente de antaño, la joven solitaria, se rebeló como un ocelote encerrado, dejó de comer, y su dieta fue tal, que un día hubo que llamar al doctor.
“Esta niña necesita sol, aire, alimentación, pero, sobre todo, felicidad”. “¡Qué estúpido diagnóstico!”, exclamó Sáenz.
Pero en dos meses Carola se iba, se iba de las manos de la medicina y de las del amor. Fue preciso internarla, y aquí encontró su solución. El padre, preocupado, la madre agobiada, recurrieron a Yolanda; ahora la necesitaban de intermediaria. Carola estaba renuente a volver a su casa, y el doctor había dicho que si persistía en la muchacha esa depresión, podía acabar muy mal. El doctor aconsejó a los padres, y estos, ante la evidencia de perder, pero ahora de verdad, a su única hija, decidieron perderla a medias. ¡Que se vaya a estudiar, que sea aeromoza o lo que quiera!
Así, Yolanda confortó a Carola, le dijo que sus padres accedían, y como tantas veces, ya le repetía: “Tú volarás, hija mía”.
Los preparativos se hicieron a la carrera, en dos meses todo estuvo listo, y Carola, pasaje en mano, dijo hasta pronto a sus padres y adiós para siempre al pueblo y a su gente.
Cada domingo una escena se repetía en la misa de aquel pueblo, las mismas caras y las mismas preguntas:
“¿Cómo está Carola?”; la madre dejaba escapar dos lágrimas como única respuesta, y el padre, huraño, decía con brusco acento:
“Está bien, dice ella”.
Pero Yolanda sabía que era felicidad lo que Carola sentía; estudiaba con ahínco y era firme en su afán, por eso, al final de cada carta, Yolanda le repetía: “Tú volarás, hija mía”.
Fueron pasando los meses, y la madre, madre al fin, ya, de orgullo, sonreía: “Mi hija se graduó con altas calificaciones; los profesores me enviaron una carta de felicitación. Y hasta idiomas aprendió”.
Se recibió un telegrama, decía que llegaba, tenía vacaciones y que se iniciaba en ese vuelo.“Voló, voló”, fue el saludo de Yolanda aquella tarde.
Y como éste es un pueblo unido, preparamos una fiesta para recibir a nuestra aeromoza. Ahora todos la vimos distinta; ya no era igual a las demás del pueblo. Vimos con satisfacción la felicidad en sus ojos, su rostro radiante y su paso seguro.“Pero no deja de ser una niña nuestra”, pensábamos, cuando Carola nos dio a cada uno un regalo, pues de todos se acordó.Qué grato fue oírle hablar de su trabajo: “Es como vivir en otro mundo, es sentir que eres dueña de las nubes, del mar, de todo y aún hay más. Cuando vuelva, voy a trabajar en la línea internacional: se imaginan qué maravilla, cuántos países conoceré”.
Todos pudimos comprobar que la paz había llegado a ese hogar: el señor Sáenz, con su media sonrisa, pipa en boca, contemplaba a su hija, mientras escuchaba sus relatos; su esposa lloraba una vez más, pero, en esta ocasión, las lágrimas eran de alegría, y ella, Carola, seguía siendo una dulce damita, con el alma llena de sueños.
Después, todo volvió a la normalidad, cada cual a sus costumbres, y los padres a esperar las próximas vacaciones: “Carola volverá”.
Pero Carola no volvió, nadie más la volvió a ver, y en su lugar llegó un mensaje de condolencia y sus efectos personales.
Y fue una fría mañana, como la de hoy, que Yolanda nos anunció que en una carretera de Luanda, en un sitio abismal, el jeep que llevaba a Carola del aeropuerto al hotel, en una peligrosa curva, no se sabe si por un patinazo o, quizás, por ir a mucha velocidad, se despeñó. Ella quedó sin vida, murieron todos sus sueños; no, todos no, el más preciado se le concedió.
Tu vuelo fue alto, Carola, Dios te debe guardar; ahora quedas por siempre entre tus blancas nubes, mirando desde lo alto al mar.
miércoles, 26 de agosto de 2009
MY BOY
Hoy voy a dedicar el espacio de mi Blog a una persona a quien no vi nacer por la distancia pero de quien estuve al tanto día a día hasta que a los seis años llegó al exilio. Es alguien que además de merecer todo mi respeto, es mi orgullo.
Llegó, una fierecilla de ojos muy expresivos e inigualables ingeniosidades; intranquilo, impetuoso, bullicioso y cariñoso. Su energía infantil solo cesaba al dormir y eso si no soñaba que jugaba al baseball, o hacía lucha libre porque de ser así, pobre de quien durmiera con él, te apabullaba.
En fin, aquel remolino de dos piernas se convirtió en un hermoso adolescente, con las extravagancias propias de la edad, lleno de contradicciones y preguntas; preguntas de aquellas que te hacen pensar mas que responder, afortunadamente, para los días que vivimos hoy y Gracias a su madre y a Dios, volcó toda la impetuosidad y energía en el amor. Sufría cada desengaño o despedida como un poeta, vivía cada ilusión como un clásico. Estaba lleno de matices, lo mismo cargaba una cuenta de teléfono con múltiples llamadas a otro condado porque allí vivía su Dulcinea del momento que tomaba todo su capital para ofrecerme un hermoso regalo. Desprendido, generoso e indolente, hay que recordar que hablamos de un adolescente.
Y, ¿Por qué dedico esta página hoy a él?, pues porque hace tan solo 2 días My Boy (hoy de 21 años), convertido en un Corporal US Marine, partió hacia Irak y Afganistán. Se lo dedico a él porque me duele que termine de madurar de una forma tan violenta, porque admiro su coraje y valor, porque amo en él su lealtad y firmeza, porque es un hombre HONESTO, en un mundo donde escasea esa cualidad.
Se lo dedico porque con esto ruego a Dios que nos lo devuelva en una pieza.
Bendiciones para ti, Osmel.
Llegó, una fierecilla de ojos muy expresivos e inigualables ingeniosidades; intranquilo, impetuoso, bullicioso y cariñoso. Su energía infantil solo cesaba al dormir y eso si no soñaba que jugaba al baseball, o hacía lucha libre porque de ser así, pobre de quien durmiera con él, te apabullaba.
En fin, aquel remolino de dos piernas se convirtió en un hermoso adolescente, con las extravagancias propias de la edad, lleno de contradicciones y preguntas; preguntas de aquellas que te hacen pensar mas que responder, afortunadamente, para los días que vivimos hoy y Gracias a su madre y a Dios, volcó toda la impetuosidad y energía en el amor. Sufría cada desengaño o despedida como un poeta, vivía cada ilusión como un clásico. Estaba lleno de matices, lo mismo cargaba una cuenta de teléfono con múltiples llamadas a otro condado porque allí vivía su Dulcinea del momento que tomaba todo su capital para ofrecerme un hermoso regalo. Desprendido, generoso e indolente, hay que recordar que hablamos de un adolescente.
Y, ¿Por qué dedico esta página hoy a él?, pues porque hace tan solo 2 días My Boy (hoy de 21 años), convertido en un Corporal US Marine, partió hacia Irak y Afganistán. Se lo dedico a él porque me duele que termine de madurar de una forma tan violenta, porque admiro su coraje y valor, porque amo en él su lealtad y firmeza, porque es un hombre HONESTO, en un mundo donde escasea esa cualidad.
Se lo dedico porque con esto ruego a Dios que nos lo devuelva en una pieza.
Bendiciones para ti, Osmel.
lunes, 10 de agosto de 2009
LA BESTIA
Heme aquí, donde todos coinciden y se obstinan en afirmar que algo en mí anda mal. El doctor Barceló explica con mucha destreza las consecuencias psicológicas de un trauma a temprana edad, el cual trabaja en el subconsciente, provocando lapsos en los que el comportamiento del paciente, en este caso yo, es irracional e incontrolable.
Por otra parte, el licenciado Velásquez me asegura que la única vía de solución es declararme mentalmente incompetente, mientras tanto, yo insisto en que todo es tan simple como lo he narrado cientos de veces: conscientemente sé que he matado a un hombre. Francamente, reconozco haberlo planeado hasta la exquisitez del detalle, regocijándome en ello, y estoy firmemente convencida de que, si bien ante la llamada justicia seré castigada, en el plano personal, mi conciencia está liberada. La sociedad condena los crímenes y los persigue, pues, yo sólo he enmendado un error que cometió la sociedad, haciendo un acto de justicia al ejecutar a un criminal.
Es absolutamente cierto que empleé mezquinas maniobras, pero en la jungla, como en la guerra, todo está permitido.
La paz de mi familia se terminó aquel día imborrable en que le vi por primera vez, día que quedó grabado con toda la fuerza de los golpes que Él imprimió. Desde la altura de mis cuatro años lo vi, y lo viví todo como espectadora y participante.
Es una historia sumamente sencilla, porque son hechos de a diario en países pobres y sin democracia, donde la juventud, el pueblo quieren un cambio y las dictaduras totalitarias esgrimen garrote para imponerse.
Era muy de mañana, cuando mi abuela abrió la puerta a cuatro guardias que casi la derribaban. Yo, muy asustada, dejé mi cama y corrí hacia la sala, cuando uno de esos hombres me levantó en peso, dejándome sin movimiento. Quise gritar, pero me lo impidió, presionando mi boca con una de sus terribles manos. Busqué con la vista a mi abuela, y vi que también a ella la sujetaba otro hombre. Los ojos de mi abuela casi se salen de sus órbitas al ver que sacaban a mi tía Julia de su cuarto.
El ruido de la puerta de la calle nos hizo mirar a todos en esa dirección, y allí estaba Él, con su gran figura de león corpulento, no muy alto, pero sí muy fuerte, con pequeños ojos ratoniles y mirada de hierro. Con un ademán sin palabras, dio orden de que se llevaran a mi abuela. El militar que la sujetaba la arrastró hasta el fondo de la casa, y oí una puerta cerrarse. Yo traté nuevamente de forcejear, y Él, altivo, me dijo, acercándoseme al oído: “Esta función es para ti, estate muy tranquilita y no llores; sé una niña buena”.
Veintisiete años atrás, yo era sólo una niña, vivía en la armonía de un hogar humilde y cálido. Abuela me atendía, a mis padres no les conocí. Tía Julia, que era una jovencita, me enseñaba a armar rompecabezas, y los domingos me ponía mi vaporosa bata azul, para llevarme a la matiné del cine de nuestro barrio. Yo adoraba las películas, especialmente La Bella Durmiente. Siempre imaginé a tía Julia saliendo del palacio junto al príncipe, escoltados por un regimiento uniformado, de esos que llevan galones dorados en las hombreras.
Los hombres que aguantaban a mi tía la soltaron, creo que ella trató de correr hacia mí, pero uno de ellos la golpeó en la cara. Ella cayó al piso, y al tratar de levantarse, Él le asestó una patada. Ya todo lo que vi fue eso, golpes, hasta que, finalmente, cuando mi tía yacía en una esquina de la habitación, quizás sin conocimiento, dos de aquellos militares la desnudaron. Su cuerpo estaba violáceo, la sangre emanaba por distintos lugares. Uno de ellos le echó un cubo de agua y aquel león, aquella sabandija, sacó su horrible miembro, y tomándolo entre sus manos, me dijo: “Hoy es para tu tía, quizás mañana sea para ti”. Los salvajes que le acompañaban rieron; yo ya no tenía lágrimas, el espanto me había paralizado. Le vi caer sobre mi tía, a quien violó brutalmente; el cuerpo de mi tía parecía sin vida, mientras Él se convulsionaba de placer. Cerré fuertemente mis ojos, tal vez me faltó el aire, por aquella manota que forzaba mi cara; no lo sé, el hecho es que no supe nada más.
Después de aquella terrible pesadilla, al abrir los ojos, estaba en mi cama y me cuidaba una vecina.
Mi tía Julia tardó muchos meses en volver del hospital, y cuando lo hizo, fue en una silla de ruedas y ciega. Nunca más se volvió a hablar en casa de aquel incidente, al menos no en mi presencia. Yo no entendía absolutamente nada, pero preferí no preguntar. Cualquiera que hubiera sido el móvil del sangriento acto, no se justificaba, ni aún siendo toda mi familia un clan de delincuentes.
Mi tía tenía dieciocho años, había sido alegre y muy bonita, después de aquel día ya sólo fue una sombra para siempre, encerrada en su oscura habitación, hasta su muerte, dos años más tarde.
“Qué Dios conserve en ti la dulzura e inocencia, pero te dé el valor para enfrentarte a este mundo de fieras”. Ésta es la dedicatoria que reza en la postal que me regalara ella al cumplir yo cinco años. A pesar de mi corta edad, creo que siempre supe el significado de aquella frase.
En todo esto precisamente estaba pensando el día en que decidí asesinar a Valerio Elizario, quien, en su largo historial, contaba con muchas Julias.
Sus diabólicas experiencias pasadas eran justificadas por Él, por sus años jóvenes, sus ambiciones y su indolencia; pero ahora era distinto, a su edad, según Él, los hombres aman con más pureza y sacan a flote todo lo bueno que llevan en sí. En parte era real que quien viera a este encanecido señor, elegante y perfumado, suave y gentil, no podía jamás pensar en la bestia que encerraba en su pecho.
Me decidí a aceptarlo, lo llevaría muy lejos, a una pequeña cabaña, en la que me despojaría de todo convencionalismo, y le daría lo mejor de mí, léase, de mi odio. Sólo necesitaría instalar una pala barredora de nieve en el frente de mi jeep y agenciármelas para que Él se quitara las raquetas de nieve de sus pies. Después, yo volvería a mi apartamento, y asunto concluido. Él iría en avión, y yo saldría unos días antes por carretera, para esperarlo con todo dispuesto.
Una vez muerta mi tía, abuela sacó fuerzas de donde la sacan los ángeles, para sobrevivirla once años. Yo crecí siendo tímida, huidiza, muy temerosa de todo y de todos. Mis juegos eran juegos solitarios, las cuquitas, el favorito. Vistiendo y desvistiendo a aquellos seres de cartón, planeaba sus vidas, y ellos eran felices; yo vivía dentro de sus diminutos mundos, y también era feliz.
Cuando abuela murió, yo ya había cumplido diecisiete años, y aferrándome a la idea de que si cambiaba el panorama exterior, también cambiaría mi vida, emigré, buscando paz, olvido, reconciliación. Escapando de todo lo que no me dejaba ser como los demás.
Trabajaba en una agencia de pasajes, donde no me pagaban mal, y, además, tenía tiempo para estudiar. Era muy joven, y esperaba que la vida me diera muchas oportunidades, y sí que me las dio.
Abrí mi propia oficina, y sonreía. ¿Por qué no?, eso siempre pensaba al mirar las dos fotos y la postal que me acompañaban: mis sagradas pertenencias. Sabía que ellas, mi abuela y mi tía Julia, donde quiera que se encontraran, sonreían conmigo.
Todos los viajes de turismo para el mes de octubre estaban vendidos, no se podía hacer ni una sola reservación más, pero, según mi secretaria, el hombre que había llamado el día anterior insistía en hablar conmigo. “Que pase”, fue mi respuesta.
Y allí estaba Él, su mirada de acero, más que suplicante era exigente, a pesar de que lo que quería era pedirme de favor que le solucionara el viaje. Él necesitaba tres pasajes para una gira por Europa.
Después de mucho tratar de convencerle de que no tenía nada disponible, Él se tranzó porque fuera en noviembre. Así quedó arreglado, y me suplicó que le acompañara a cenar, pues me estaba muy agradecido.
Valerio Elizario ya no era un hombre joven, pero sí conservaba el vigor y la energía suficiente para enamorar a la mujer que deseara. Había llegado a este país para cambiar su vida; era casado, pero no castrado, según sus propias palabras.
Yo no pensaba en hombres, o, mejor, debo confesar que la atracción que ejercían sobre mí quedaba totalmente anulada en el mismo momento en que aquel músculo que definía su sexo rozaba mi cuerpo. Esto era completamente anormal, y siempre lo supe, así como también siempre supe el porqué. No obstante, salía con Valerio. Él se sentía mortalmente atraído, excitado, con mi voluptuoso juego, y esperaba con la paciencia que dan las canas. Se entregaba a mí, entregando su pasado, relatándome su vida de militar: cómo porrazo a porrazo, crimen a crimen, violación tras violación, llegó a ostentar los preciados grados de coronel.
Me confió todas sus atrocidades, por esa simpleza que padece el ser humano de menospreciar a sus semejantes, mucho más, si del sexo débil se trata.
La magnífica interpretación de mi papel fue laureada con la total confianza de Él, y a un pequeño ruego mío, dejó su hogar, para encontrarme en las montañas de Monticello, donde un sensual juego en la nieve culminó con su muerte; congelado, quedó enterrado en un montículo, en medio de aquellas frías montañas.
La policía tardó meses en llegar a mí, y ya hoy calculo que he relatado cientos de veces esta misma historia, por la que, como empecé diciendo, todos se empecinan en darme por loca; no sé qué creerán ustedes.
¡Ah!, sólo me falta añadir que Valerio Elizario no fue el hombre que destrozó a mi tía e hizo añicos mi niñez, pero sí fue una bestia de la misma especie.
Por otra parte, el licenciado Velásquez me asegura que la única vía de solución es declararme mentalmente incompetente, mientras tanto, yo insisto en que todo es tan simple como lo he narrado cientos de veces: conscientemente sé que he matado a un hombre. Francamente, reconozco haberlo planeado hasta la exquisitez del detalle, regocijándome en ello, y estoy firmemente convencida de que, si bien ante la llamada justicia seré castigada, en el plano personal, mi conciencia está liberada. La sociedad condena los crímenes y los persigue, pues, yo sólo he enmendado un error que cometió la sociedad, haciendo un acto de justicia al ejecutar a un criminal.
Es absolutamente cierto que empleé mezquinas maniobras, pero en la jungla, como en la guerra, todo está permitido.
La paz de mi familia se terminó aquel día imborrable en que le vi por primera vez, día que quedó grabado con toda la fuerza de los golpes que Él imprimió. Desde la altura de mis cuatro años lo vi, y lo viví todo como espectadora y participante.
Es una historia sumamente sencilla, porque son hechos de a diario en países pobres y sin democracia, donde la juventud, el pueblo quieren un cambio y las dictaduras totalitarias esgrimen garrote para imponerse.
Era muy de mañana, cuando mi abuela abrió la puerta a cuatro guardias que casi la derribaban. Yo, muy asustada, dejé mi cama y corrí hacia la sala, cuando uno de esos hombres me levantó en peso, dejándome sin movimiento. Quise gritar, pero me lo impidió, presionando mi boca con una de sus terribles manos. Busqué con la vista a mi abuela, y vi que también a ella la sujetaba otro hombre. Los ojos de mi abuela casi se salen de sus órbitas al ver que sacaban a mi tía Julia de su cuarto.
El ruido de la puerta de la calle nos hizo mirar a todos en esa dirección, y allí estaba Él, con su gran figura de león corpulento, no muy alto, pero sí muy fuerte, con pequeños ojos ratoniles y mirada de hierro. Con un ademán sin palabras, dio orden de que se llevaran a mi abuela. El militar que la sujetaba la arrastró hasta el fondo de la casa, y oí una puerta cerrarse. Yo traté nuevamente de forcejear, y Él, altivo, me dijo, acercándoseme al oído: “Esta función es para ti, estate muy tranquilita y no llores; sé una niña buena”.
Veintisiete años atrás, yo era sólo una niña, vivía en la armonía de un hogar humilde y cálido. Abuela me atendía, a mis padres no les conocí. Tía Julia, que era una jovencita, me enseñaba a armar rompecabezas, y los domingos me ponía mi vaporosa bata azul, para llevarme a la matiné del cine de nuestro barrio. Yo adoraba las películas, especialmente La Bella Durmiente. Siempre imaginé a tía Julia saliendo del palacio junto al príncipe, escoltados por un regimiento uniformado, de esos que llevan galones dorados en las hombreras.
Los hombres que aguantaban a mi tía la soltaron, creo que ella trató de correr hacia mí, pero uno de ellos la golpeó en la cara. Ella cayó al piso, y al tratar de levantarse, Él le asestó una patada. Ya todo lo que vi fue eso, golpes, hasta que, finalmente, cuando mi tía yacía en una esquina de la habitación, quizás sin conocimiento, dos de aquellos militares la desnudaron. Su cuerpo estaba violáceo, la sangre emanaba por distintos lugares. Uno de ellos le echó un cubo de agua y aquel león, aquella sabandija, sacó su horrible miembro, y tomándolo entre sus manos, me dijo: “Hoy es para tu tía, quizás mañana sea para ti”. Los salvajes que le acompañaban rieron; yo ya no tenía lágrimas, el espanto me había paralizado. Le vi caer sobre mi tía, a quien violó brutalmente; el cuerpo de mi tía parecía sin vida, mientras Él se convulsionaba de placer. Cerré fuertemente mis ojos, tal vez me faltó el aire, por aquella manota que forzaba mi cara; no lo sé, el hecho es que no supe nada más.
Después de aquella terrible pesadilla, al abrir los ojos, estaba en mi cama y me cuidaba una vecina.
Mi tía Julia tardó muchos meses en volver del hospital, y cuando lo hizo, fue en una silla de ruedas y ciega. Nunca más se volvió a hablar en casa de aquel incidente, al menos no en mi presencia. Yo no entendía absolutamente nada, pero preferí no preguntar. Cualquiera que hubiera sido el móvil del sangriento acto, no se justificaba, ni aún siendo toda mi familia un clan de delincuentes.
Mi tía tenía dieciocho años, había sido alegre y muy bonita, después de aquel día ya sólo fue una sombra para siempre, encerrada en su oscura habitación, hasta su muerte, dos años más tarde.
“Qué Dios conserve en ti la dulzura e inocencia, pero te dé el valor para enfrentarte a este mundo de fieras”. Ésta es la dedicatoria que reza en la postal que me regalara ella al cumplir yo cinco años. A pesar de mi corta edad, creo que siempre supe el significado de aquella frase.
En todo esto precisamente estaba pensando el día en que decidí asesinar a Valerio Elizario, quien, en su largo historial, contaba con muchas Julias.
Sus diabólicas experiencias pasadas eran justificadas por Él, por sus años jóvenes, sus ambiciones y su indolencia; pero ahora era distinto, a su edad, según Él, los hombres aman con más pureza y sacan a flote todo lo bueno que llevan en sí. En parte era real que quien viera a este encanecido señor, elegante y perfumado, suave y gentil, no podía jamás pensar en la bestia que encerraba en su pecho.
Me decidí a aceptarlo, lo llevaría muy lejos, a una pequeña cabaña, en la que me despojaría de todo convencionalismo, y le daría lo mejor de mí, léase, de mi odio. Sólo necesitaría instalar una pala barredora de nieve en el frente de mi jeep y agenciármelas para que Él se quitara las raquetas de nieve de sus pies. Después, yo volvería a mi apartamento, y asunto concluido. Él iría en avión, y yo saldría unos días antes por carretera, para esperarlo con todo dispuesto.
Una vez muerta mi tía, abuela sacó fuerzas de donde la sacan los ángeles, para sobrevivirla once años. Yo crecí siendo tímida, huidiza, muy temerosa de todo y de todos. Mis juegos eran juegos solitarios, las cuquitas, el favorito. Vistiendo y desvistiendo a aquellos seres de cartón, planeaba sus vidas, y ellos eran felices; yo vivía dentro de sus diminutos mundos, y también era feliz.
Cuando abuela murió, yo ya había cumplido diecisiete años, y aferrándome a la idea de que si cambiaba el panorama exterior, también cambiaría mi vida, emigré, buscando paz, olvido, reconciliación. Escapando de todo lo que no me dejaba ser como los demás.
Trabajaba en una agencia de pasajes, donde no me pagaban mal, y, además, tenía tiempo para estudiar. Era muy joven, y esperaba que la vida me diera muchas oportunidades, y sí que me las dio.
Abrí mi propia oficina, y sonreía. ¿Por qué no?, eso siempre pensaba al mirar las dos fotos y la postal que me acompañaban: mis sagradas pertenencias. Sabía que ellas, mi abuela y mi tía Julia, donde quiera que se encontraran, sonreían conmigo.
Todos los viajes de turismo para el mes de octubre estaban vendidos, no se podía hacer ni una sola reservación más, pero, según mi secretaria, el hombre que había llamado el día anterior insistía en hablar conmigo. “Que pase”, fue mi respuesta.
Y allí estaba Él, su mirada de acero, más que suplicante era exigente, a pesar de que lo que quería era pedirme de favor que le solucionara el viaje. Él necesitaba tres pasajes para una gira por Europa.
Después de mucho tratar de convencerle de que no tenía nada disponible, Él se tranzó porque fuera en noviembre. Así quedó arreglado, y me suplicó que le acompañara a cenar, pues me estaba muy agradecido.
Valerio Elizario ya no era un hombre joven, pero sí conservaba el vigor y la energía suficiente para enamorar a la mujer que deseara. Había llegado a este país para cambiar su vida; era casado, pero no castrado, según sus propias palabras.
Yo no pensaba en hombres, o, mejor, debo confesar que la atracción que ejercían sobre mí quedaba totalmente anulada en el mismo momento en que aquel músculo que definía su sexo rozaba mi cuerpo. Esto era completamente anormal, y siempre lo supe, así como también siempre supe el porqué. No obstante, salía con Valerio. Él se sentía mortalmente atraído, excitado, con mi voluptuoso juego, y esperaba con la paciencia que dan las canas. Se entregaba a mí, entregando su pasado, relatándome su vida de militar: cómo porrazo a porrazo, crimen a crimen, violación tras violación, llegó a ostentar los preciados grados de coronel.
Me confió todas sus atrocidades, por esa simpleza que padece el ser humano de menospreciar a sus semejantes, mucho más, si del sexo débil se trata.
La magnífica interpretación de mi papel fue laureada con la total confianza de Él, y a un pequeño ruego mío, dejó su hogar, para encontrarme en las montañas de Monticello, donde un sensual juego en la nieve culminó con su muerte; congelado, quedó enterrado en un montículo, en medio de aquellas frías montañas.
La policía tardó meses en llegar a mí, y ya hoy calculo que he relatado cientos de veces esta misma historia, por la que, como empecé diciendo, todos se empecinan en darme por loca; no sé qué creerán ustedes.
¡Ah!, sólo me falta añadir que Valerio Elizario no fue el hombre que destrozó a mi tía e hizo añicos mi niñez, pero sí fue una bestia de la misma especie.
martes, 28 de julio de 2009
Riviera Maya
Majestuosa, indescriptible, es por eso que prefiero mostrar esta foto, que vale mas que mil palabras: La Pirámide de Kukulcan en Chichen-itza, hoy en día una de las siete maravillas del mundo moderno. La energía que proviene quizás de la emoción de su encuentro vitaliza el alma y nos conduce a un viaje en el tiempo, ayudados por el guia maya que al explicar los datos del lugar es tan descriptivo que puedes ver al Chaman en la cima.
El conocimiento de esta civilización fue tan extenso que aun hoy no hay una explicación lógica para que sus construcciones fueran tan perfectas, solamente en esta, baste decir que las escaleras tienen 91 escalones por cada lado que sumados a la plataforma en el tope de la pirámide nos da 365 ¿mera casualidad?
Por otra parte cuando los antiguos mayas se reunían allí, hacían sus peticiones y según la leyenda el Quetzal, su ave , les respondía y hoy en día si te paras frente a cualquiera de sus lados y palmeas oye el grito del ave como respuesta, ¿magia?, no lo creo, mas bien un tremendo conocimiento sobre acústica. A ambos lados de la escalera principal, justo en la base se encuentran dos cabezas de serpiente, es hasta aquí que baja la sombra recorriendo la pirámide en forma descendente en los solsticios, ¿otra casualidad? u otro punto para pensar.
viernes, 3 de julio de 2009
LOS REYES MAGOS
Maite había tenido un día arduo en discusiones. No sólo riñó con tres de sus compañeras, sino que, además, tuvo que enfrentarse a un varón que no era de su clase. Éste era quién más le preocupaba; él era de doce grado y le había afirmado muy serio:
—Claro que ellas tienen razón, no hay Reyes Magos, ni los camellos se comen la hierba, niña tonta...
Ella jamás hubiera creído semejante cosa, ella confiaba ciegamente, con sus seis años de vida, en sus padres; ellos eran la verdad, y con mayúscula.
Aquella noche, la tan esperada, Maite, ansiosa, iba confirmando en cada acción de sus padres el error de sus amigas. Ellos no la presionaban para que se acostase temprano, ni le prohibían que se durmiera en la cama con ellos.
Ella sacó su perro a pasear, como cada noche, mientras su madre la vigilaba desde la ventana. Allí estaba ella, intentando convencer a Coqui de regresar a la casa, cuando se encontró con los esposos Jiménez; traían un paquete grande, una caja de Sears. También traían una bicicleta, pero no reparó en ello, porque su mamá le desvió la atención, señalándole que Coqui estaba pisando unas flores; ella regañó a su perrito y le hizo entrar.
A la mañana siguiente, después de extasiarse con todos sus regalos, tomó sus patines para visitar a Tamara e invitarla a jugar.
Todos sus castillos se desmoronaron, toda su fe se acabó, cuando vio a Tamara con aquella bicicleta roja que ya ella había visto. Con un movimiento inconsciente, buscó la caja de Sears, también estaba allí, era un equipo de música.
—¿Viste mis regalos, viste todo lo que me trajeron los Reyes? –preguntó Tamara, con entusiasmo.
—Sí, ya los vi –contestó Maite.
—Claro que ellas tienen razón, no hay Reyes Magos, ni los camellos se comen la hierba, niña tonta...
Ella jamás hubiera creído semejante cosa, ella confiaba ciegamente, con sus seis años de vida, en sus padres; ellos eran la verdad, y con mayúscula.
Aquella noche, la tan esperada, Maite, ansiosa, iba confirmando en cada acción de sus padres el error de sus amigas. Ellos no la presionaban para que se acostase temprano, ni le prohibían que se durmiera en la cama con ellos.
Ella sacó su perro a pasear, como cada noche, mientras su madre la vigilaba desde la ventana. Allí estaba ella, intentando convencer a Coqui de regresar a la casa, cuando se encontró con los esposos Jiménez; traían un paquete grande, una caja de Sears. También traían una bicicleta, pero no reparó en ello, porque su mamá le desvió la atención, señalándole que Coqui estaba pisando unas flores; ella regañó a su perrito y le hizo entrar.
A la mañana siguiente, después de extasiarse con todos sus regalos, tomó sus patines para visitar a Tamara e invitarla a jugar.
Todos sus castillos se desmoronaron, toda su fe se acabó, cuando vio a Tamara con aquella bicicleta roja que ya ella había visto. Con un movimiento inconsciente, buscó la caja de Sears, también estaba allí, era un equipo de música.
—¿Viste mis regalos, viste todo lo que me trajeron los Reyes? –preguntó Tamara, con entusiasmo.
—Sí, ya los vi –contestó Maite.
miércoles, 17 de junio de 2009
LA VENDEDORA DE PERIÓDICOS
Ella llega muy de mañana, y desaparece al despedirse el sol. El área del parque cubre toda una manzana, y ella recorre a pasitos silentes cada milímetro de asfalto, cada pulgada de cemento, entre estas cuatro calles.
Lo mismo los vecinos de la zona que los encorbatados ejecutivos, tanto las amas de casa, como las empolvadas señoras reciben día a día una sonrisa de ella.
—Dame uno –es la frase por la que ella aprendió a reconocer a cada cliente.
No tiene amigos, y aunque tampoco enemigos, sí es objeto de burlas y maldades. Esos pequeños demonios que todos llamamos niños, con su indiferencia al dolor, con su ignorancia de la vida, quizás la despedazan un poquito cada día.
Usa una amplia falda, que sólo deja ver sus pies en aquellos zapatos de lona, que ella debe lavar cada noche, pues los lleva tan blancos, como nieve recién caída. La blusa nunca combina con la falda, pero su sobria y muy remendada ropa siempre está limpia. No sólo tiene tiznadas sus manos por la tinta de los periódicos, también su rostro se ve grisáceo por el maquinal e inconsciente gesto de apartar su pelo hacia atrás, tomándolo entre sus dedos cordial e índice, en forma de tijeras, y usando ambas manos: la derecha, para el mechón que cae sobre su hombro derecho, y la izquierda, para el mechón que cae sobre su hombro izquierdo. Su pelo rubio, amarillo como rayo de sol, derecho y liso, tapa toda su encorvada espalda. Los años ya han marcado su piel, una piel muy tostada; el sol ha hecho su faena y sus brazos resemblan surcos agrietados. Pocas veces sus ojos dirigen una verdadera mirada; es como las actrices al mirar alpúblico. Pero su mirada es profunda, si la logras alcanzar, y su sonrisa es perenne, como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa que sonreír y, desde luego, vender esos periódicos.
Ella tiene un pasado del que todos somos parte, pero ninguno sabe algo de ella; es, quizás, nuestra más vieja conocida, aunque no podemos siquiera decir su nombre.
Y una mañana no volverá; sentiremos su falta, sobre todo, porque no tendremos las noticias del día. Después, nos iremos a comprar el periódico a otra esquina, y nunca la volveremos a pensar.
Ella es quien por años nos ha dado los buenos días con su mejor sonrisa, y nosotros, los ajenos, los absortos, los ocupados y preocupados de siempre.
Ella llega muy de mañana, no sabemos de dónde, y se va cada día con el sol, hacia algún lugar.
Lo mismo los vecinos de la zona que los encorbatados ejecutivos, tanto las amas de casa, como las empolvadas señoras reciben día a día una sonrisa de ella.
—Dame uno –es la frase por la que ella aprendió a reconocer a cada cliente.
No tiene amigos, y aunque tampoco enemigos, sí es objeto de burlas y maldades. Esos pequeños demonios que todos llamamos niños, con su indiferencia al dolor, con su ignorancia de la vida, quizás la despedazan un poquito cada día.
Usa una amplia falda, que sólo deja ver sus pies en aquellos zapatos de lona, que ella debe lavar cada noche, pues los lleva tan blancos, como nieve recién caída. La blusa nunca combina con la falda, pero su sobria y muy remendada ropa siempre está limpia. No sólo tiene tiznadas sus manos por la tinta de los periódicos, también su rostro se ve grisáceo por el maquinal e inconsciente gesto de apartar su pelo hacia atrás, tomándolo entre sus dedos cordial e índice, en forma de tijeras, y usando ambas manos: la derecha, para el mechón que cae sobre su hombro derecho, y la izquierda, para el mechón que cae sobre su hombro izquierdo. Su pelo rubio, amarillo como rayo de sol, derecho y liso, tapa toda su encorvada espalda. Los años ya han marcado su piel, una piel muy tostada; el sol ha hecho su faena y sus brazos resemblan surcos agrietados. Pocas veces sus ojos dirigen una verdadera mirada; es como las actrices al mirar alpúblico. Pero su mirada es profunda, si la logras alcanzar, y su sonrisa es perenne, como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa que sonreír y, desde luego, vender esos periódicos.
Ella tiene un pasado del que todos somos parte, pero ninguno sabe algo de ella; es, quizás, nuestra más vieja conocida, aunque no podemos siquiera decir su nombre.
Y una mañana no volverá; sentiremos su falta, sobre todo, porque no tendremos las noticias del día. Después, nos iremos a comprar el periódico a otra esquina, y nunca la volveremos a pensar.
Ella es quien por años nos ha dado los buenos días con su mejor sonrisa, y nosotros, los ajenos, los absortos, los ocupados y preocupados de siempre.
Ella llega muy de mañana, no sabemos de dónde, y se va cada día con el sol, hacia algún lugar.
viernes, 5 de junio de 2009
LA CARTA
Luis había viajado muchas millas, en una carrera desenfrenada hacia la verdad; su vida, en menos de veinticuatro horas, se había convertido en desconcierto y ansiedad. Ahora estaba en América, no podía perder ni un minuto. Dejó sus maletas en el hotel y, de inmediato, tomó un taxi.Al llegar frente a la puerta de aquella casa, su mano se extendió y pulsó el timbre con firmeza, pero con un violento salto en la boca de su estómago y una terrible ansiedad, que hacía a su respiración agitada y oprimía su pecho.
—Buenos días –saludó, cuando le abrieron; su voz era temblorosa pero audible.
—Buenos días, señor. ¿Qué deseaba?
—Quiero ver al señor Mederos –pidió él.
—¿A quién debo anunciar? –preguntó la muchacha.
—Dígale que el señor Luis Pons tiene urgencia de hablar con él.
—Sí, pase, por favor.
La muchacha de servicio le indicó que aguardara en el despacho. El corazón de Luis se agitaba cada vez más, cada segundo que transcurría. Con su vista fija en el reloj de pared, pensaba que eran años los que había vivido en aquella farsa, envuelto en toda esa trama de mentiras. Por eso, una vez descorrido el velo, sintió la profunda e ineludible necesidad de ver a este abogado. Lo sentía como un deber moral, aunque no fuera esa razón la que realmente lo impulsaba.
—Buenos días, joven.
Ahí estaba él. Sí, sin dudas era lo suficientemente viejo como para no mentir.
—Buenos días, licenciado –dijo, estrechando su mano–. Sé que le extrañará mi visita.
—No, para nada –se apuró en contestar el abogado. Luego hizo una pausa y agregó–: Siéntese y explíqueme a qué ha venido.
—Licenciado –comenzó diciendo Luis, débilmente, y tragó en seco–, tengo entendido que usted fue el abogado de la señora Randall. Es más, que tenía usted una muy estrecha amistad con ella.
—Sí, pero... –dijo Mederos, sin comprender.
—Un momento –le interrumpió Luis; era evidente que debía hablar de un tirón o, de lo contrario, no tendría fuerzas–, por favor, yo le voy a explicar, o al menos creo que me entenderá si le digo que yo soy el hijo de la señora Randall y que he venido porque quiero, necesito, que usted me diga todo cuanto sabe de ella.
—¡Caramba! –exclamó el viejo abogado, levantándose y estrechando nuevamente, pero ahora muy calurosamente, la mano del joven–. Tú eres Luisito. Hijo, no sabes el gusto que me da conocerte. Si, tu madre y yo fuimos muy buenos amigos,
—Licenciado, yo necesito saber cómo vivió, cómo conoció al hombre que fue su esposo. Todo, todo lo relacionado con su vida y con su muerte.
—Comprendo, muchacho, que estés ávido por saber de tu madre; han pasado tantos años, y seguramente no has tenido a quién acudir.
Luis se acomodó en la butaca, atento al relato que se iniciaba, su tensión comenzó a relajarse.
—Pues bien –empezó diciendo Mederos, en lo que encendía su pipa–, conocí a Dorys, a los pocos días de haber llegado ella a este país, estaba hospedada en un hotel, al que yo había ido para ver a un cliente. Al pasar por la recepción, ella escuchó que me nombraron y esperó en el lobby del hotel a que yo saliera. “Licenciado Mederos”, me dijo, “soy la señora Sáenz. Llegué al país hace muy poco y necesito un abogado. ¿Puede usted prestarme sus servicios?”.
Desde el primer momento, la vi tal cual era: firme, serena, emprendedora, y con una gran capacidad. De esa forma empecé a atender todos sus asuntos, y no teniendo amigos ni parientes aquí, se estableció entre nosotros una indisoluble amistad, que sólo se vio un tanto mermada cuando ella se casó con el señor Randall.Como sabrás, ya para ese entonces era él un millonario, bien afianzado en la industria química. Este hombre me profesó desde el principio una real antipatía, y dado que compartíamos el mismo sentimiento, hubo cierto distanciamiento entre tu madre y yo.
—¿Cómo conoció mi madre a Randall? –preguntó Luis.
—Lo conoció el verano de ese mismo año, cuando estuvimos de vacaciones en la playa. Según me dijo más tarde, el señor Randall la atrajo desde el primer momento, y al parecer, a él le ocurrió otro tanto, pues en menos de seis meses se habían casado. En todo el tiempo que duró su matrimonio pude comprobar que Randall la amó, aunque siempre pensé que ella no era feliz, y pese a esto, nunca acepté la idea del suicidio, porque, además, era una mujer muy fuerte, y te quería mucho. Eras el centro de su vida. Por ello, en cuanto supe que había muerto, llamé al señor Alan, que, además de un buen amigo, es un excelente criminalista.La noticia me había llegado como suicidio y, en efecto, al llegar a la casa, supimos que el inspector encargado del caso en sumario previo había declarado suicidio. El forense determinó el deceso entre las 11:30 p. m. y la 1:00 a. m., y aunque la autopsia aún no se había efectuado, se había comprobado que la taza de café que fue encontrada en la mesa de noche contenía residuos de un veneno de efecto intermedio, que producía la muerte como un aparente paro cardíaco, en un proceso que podía durar de cinco a treinta minutos, y existía la carta, es decir, la nota que acostumbran dejar los suicidas. “¿Qué viste, Alan?”, le pregunté yo, al salir, y él sólo respondió que a simple vista era un suicidio. La carta hablaba de que Randall tenía una amante, que en los últimos tiempos se sentía muy sola y deprimida, y que, después de cuestionarse sobre toda su vida, ésta le parecía inútil, y por tanto... “Es lo de casi siempre”, me había dicho Alan.Fuimos, no obstante, a ver a la servidumbre, yo quería investigar, estaba realmente convencido de que ella no era una mujer capaz de hacer semejante cosa, y menos con el amor y la preocupación que prodigaba a su hijo. Me preciaba de conocerla.
Interrogamos a Mary, la mucama. “Anoche los señores cenaron temprano, después el señor se fue a la biblioteca, donde tomó el café, mientras revisaba unos papeles, y la señora se retiró a su habitación”, nos dijo. “¿Tomó el café en su cuarto, entonces?”, le preguntó Alan. “No, ella no tomó café, últimamente decía que la desvelaba”, respondió. “¿Cómo explica usted que haya aparecido una taza de café en el cuarto de la señora?”, insistí. “No lo sé, señor”, fue su respuesta, “pero a las diez de la noche yo recogí el servicio de la biblioteca y el señor se fue a acostar”.
Después, interrogamos a Susan, la cocinera. “En la tarde, la señora pasó por la cocina y me indicó que la cena debía estar lista a las 8:00 p. m., pues el señor viajaría hoy temprano en la mañana y debía descansar. Así fue, después de cenar, la señora se fue a su dormitorio y el señor a la biblioteca”, dijo. “¿Dónde tomaron el café?”, preguntamos. “El señor, en la biblioteca. Yo misma se lo preparé, y Mary se lo llevó. La señora no tomó, hacía ya varios días que no lo tomaba, porque decía que la mantenía muchas horas sin sueño”. “¿Vio usted al señor esta mañana?”, indagó Alan. “Sí, se levantó a las seis de la mañana, desayunó en la cocina y luego se fue”.
Salimos de la casa sin ver a Randall; había salido en avión para New York, y, aunque estaba enterado, no llegaría hasta la tarde.“Bueno, John”, me dijo Alan, “aquí sólo falta el café”.
Los recuerdos fueron interrumpidos por Karen, que traía una merienda, y Luis aprovechó para preguntar.
—Licenciado, quisiera que usted me contara cómo fue la vida de mi madre antes de venir a este país. ¿Qué era lo que sabía usted de ella, que lo hacía estar tan convencido de que no podía haberse suicidado?
—Tu madre era una mujer adorablemente fuerte y con gran sentido común. Desde los diecinueve años, cuando salió del internado, administró una cuantiosa fortuna. Había sabido enfrentarse victoriosa a la vida en todos sus matices. Sola había salido de muchas situaciones duras. Su vida no había sido nada fácil, hasta los veintisiete años, cuando yo la conocí, y ese temperamento no podía haberse debilitado de tal forma, sólo porque su esposo tuviera una amante; máxime, cuando su ilusión eras tú. Así mismo se lo expliqué a Alan, tratando de inocular en él esa certeza, pero también había algo más, y creo que eso fue en verdad lo que decidió a Alan.“¿Crees tú que una mujer al borde del suicidio, tan hastiada de la vida, saca boletos de viaje, para darle una sorpresa al marido en el aniversario de bodas?”, le comenté. “Espera, John, sé más explícito”, se sorprendió él.
Sí, la tarde de ayer”, le conté, “la señora Randall y yo nos encontramos en una cafetería. Yo tenía que entregarle unos documentos, y estuvimos conversando. Me dijo que había preferido que nos encontráramos en esa cafetería, porque debía llegar temprano a su casa, ya que el marido saldría de viaje al día siguiente, y mi oficina le quedaba un poco lejos; sin embargo, aquella cafetería le quedaba muy conveniente, ya que en esa misma calle quedaba la agencia de pasajes en la que ella recogería sus dos boletos para Atenas. Era una sorpresa para su esposo, ya que dentro de una semana cumplirían cinco años de casados, y volverían al lugar en donde habían pasado su luna de miel”. “¿Dónde están esos pasajes?”, preguntó Alan. “No lo sé, supongo que entre sus cosas”. “Hay que encontrarlos. Creo que me convenciste, mañana iremos a ver al señor Randall”.Quedé conforme, sabía que en manos de un fiscal como Alan encontraríamos al asesino. Estaba seguro de que tu madre no se había suicidado. La conocía muy bien. Desde luego que lo de la amante de Randall era verdad; hacía poco más de un año que éste estaba discretamente enredado con Helen Lampor, de quien no se tenía más antecedentes, sino que era rica y viajaba constantemente; pero Dorys lo sabía y no le preocupaba, según me había dicho. Era una mujer muy curtida por la vida, y de los hombres ya tenía su experiencia, bastante desagradable, por cierto, cuando se casó con Randall.Por ella misma supe que, teniendo diecinueve años, recién salida del colegio, había conocido a un joven. A ella, huérfana, sin consejos ni protección, a una edad como aquella, la ilusión, el amor, todo como un velo azul, la había envuelto, y te tuvo a ti. Desde luego, el niño rico, tu padre, ya para ese entonces no la veía más. Toda temperamento, enfrentó esto sola: trabajó, se labró un nombre en el mundo publicitario, y, pasados unos años, decidió venir a América, para extender sus negocios. A ti te dejó estudiando, y todos los veranos pasaba contigo los tres meses de vacaciones que tú tenías. En esto consistía su vida, y decía que los hombres eran más sensibles a las reacciones que cualquier otro animal, y que Robert Randall sólo tenía una reacción instintiva hacia esa mujer, que no la afectaba a ella en lo absoluto.
Al día siguiente, como habíamos convenido, fuimos a ver a Randall.“Buenos días, señor”, entré diciéndole, “créame que lamento profundamente su pérdida”. “Lo sé”, me contestó, “usted era un buen amigo de mi esposa”.“Permítame presentarle al señor Alan”, agregué, “quien también conoció a su esposa, y quien, además, es un especialista en criminología”.En ese momento, notamos a Randall muy nervioso.“Discúlpeme que vengamos a tratar un tema tan delicado”, le abordé, “pero creo que, como abogado de la señora Randall, tengo el deber de transmitirle a usted mis inquietudes y pedirle su autorización para que el señor Alan investigue lo sucedido, a fin de encontrar la verdad. Porque yo, señor Randall, no creo que Dorys se haya suicidado”. No fue ni fácil, ni difícil, sencillamente Randall parecía un hombre sin voluntad, todo su genio se había evaporado.Las investigaciones comenzaron, y con ellas las contradicciones, los cabos sueltos, y los interrogantes. Yo, de todo eso, sólo era un espectador, un espectador muy interesado e impaciente. Por esto, al cabo de los tres días, me aparecí en las oficinas de Alan. Lo encontré realmente desconcertado, y con un expediente lleno de hallazgos, cada uno de los cuales confirmaba mi teoría. “El resumen es el siguiente”, dijo el abogado, sacando de un archivo una gruesa carpeta, en la que al parecer había guardado meticulosamente todo documento o recorte de periódico relacionado con el caso. A continuación, me leyó las siguientes conclusiones:
1. Los pasajes nunca aparecieron, y Randall desconocía este hecho. No obstante, en la agencia de pasajes constaban como vendidos a nombre del señor y la señora Randall.
2. El veneno utilizado era un producto en experimentación. Por lo tanto, no se producía más que en un laboratorio de investigaciones, de una de las fábricas del señor Randall, al cual no tenían acceso más que cinco personas, sin conexión alguna con la víctima y el propio Randall.
3. Nadie en la casa vio a Dorys servirse el café y no aparecieron huellas en la taza, ni siquiera las huellas de ella.
4. El señor Randall alega haberse acostado a las diez p. m. (hecho corroborado por las declaraciones de toda la servidumbre), haberle dado las buenas noches a su esposa, que aún estaba despierta. Dice que al levantarse la mañana siguiente no la despertó, pues no era su costumbre.
5. La amante, reconocida por el señor Randall como una relación informal y fortuita, declaró que, aunque no existía algo formal entre ellos, sabía que últimamente no marchaban bien las cosas en el matrimonio.
6. Yo, como abogado, había declarado tener en mi poder documentos firmados por Dorys, en los que traspasaba un número no pequeño de acciones a Randall, que dichos documentos me fueron enviados por correo (cosa no usual) por el abogado de Randall, y que Dorys me dijo que no se acordaba de los citados documentos.
7. El testamento deja dos herederos a partes iguales: su marido y su hijo.
Finalizada la lectura, Alan continuó su relato. “Hasta aquí, no hay algo en claro”, me dijo, “el único con motivos económicos es el marido, ya que el hijo queda descartado. A mí no me parece suficiente motivo, porque, aunque el dinero nunca está de más, Randall no lo necesita. Por otra parte, su amante no es una relación lo suficientemente sólida, ni pasional, como para llevarlo a deshacerse de su esposa. Alan hizo una pausa, y luego continuó: “Pero, pese a todo, resulta el único sospechoso, ya que el suicidio no tiene móvil aparente. ¿A quién se le ocurre comprar boletos de avión para celebrar el aniversario y matarse en el mismo día?”
“Claro”, le dije, muy seguro, “eso fue lo primero que pensé. Pero si fue él, ¿cómo vamos a encontrar el porqué?” Alan me respondió: “Empecé diciéndote, John, que mientras más datos colectaba, más interrogantes aparecían”. “Dices que no hay huellas”, dije, como pensando en voz alta. “No, y eso hace descartar el suicidio. No tiene sentido que ella borrara sus propias huellas, hacer desaparecer los pasajes, en fin... Esta tarde voy a ver al inspector, es necesario reabrir el caso”.
Salí del despacho de Alan lleno de inquietud, pero con la total certeza de que Randall había matado a Dorys. A partir de ese día, comencé a perseguirlo, a visitarlo, hablándole de ella y de todo lo sucedido, llegué casi hasta la tortura. Quería meterme dentro de él, quería penetrar su cerebrito. “¿Por qué la mataste, infeliz?”, pensaba. No conseguí mucho, hasta un día en que le dije: “Sabe, Randall, nadie más que usted parece sospechoso a la policía, porque nadie más se beneficia con su muerte y nadie cree ya en el suicidio. Yo sé que ella era una mujer superior, que poseía una inteligencia por encima del promedio, y esa estupidez de los celos era absurda para ella. ¿Qué cree, señor?”Le vi claramente desconcertado, su rostro se demudó, todos los músculos de su cara se contrajeron, y, lleno de ira, me preguntó: “¿Cómo me lo pregunta?”
“Solamente como amigo de ella. Usted debió conocerla bien”, le respondí.“Eso creí, hasta un día, y por eso la amé, la admiré”. Hablaba, sin tenerme en cuenta. “Era una muy inteligente mujer, era superior, sí, pero no tenía corazón, o sí, tenía un corazón frío y calculador. Fue siempre cruel, hasta para morir. Era de los enemigos escudados, a los que cuesta conocer, a los que es preciso matar”.De pronto, dio un golpe en su escritorio y sacudió la cabeza, como saliendo de un letargo. Entonces me dijo con voz descompuesta: “Mire, licenciado Mederos, mi mujer está muerta, y, opinen lo que opinen la policía y usted, yo no deseo hablar del tema. Ahora, por favor, déjeme solo. Estoy cansado, otro día nos veremos”.
Como comprenderás, ese día fue decisivo para mí, de inmediato, llamé a Alan y le dije: “Tienes que encontrar una pista”.Después vino el desenlace de una forma casual y hasta infantil. Alan me visitó y me dijo: “Te traigo buenas noticias”, a modo de saludo. Luego, sin darme tiempo a pronunciar ni una sílaba, continuó: “Encontré la prueba que tanto hemos buscado, la carta, John. ¡Qué astuto!, pero ya hice el sumario, se iniciará el proceso contra Robert Randall”.
“No te entiendo, Alan, explícate”, le dije.
“Verás, tengo un sobrino maravilloso. Lo mandaré a estudiar al extranjero”, comentó. Enseguida, siguió diciendo: “Anoche, yo me devanaba los sesos, y el eslabón que faltaba no aparecía. Me quedé rendido sobre el escritorio, y esta mañana, Tony me llevó allí el desayuno. El chico me preguntó: ‘¿Qué pasa, tío?, el caso es muy complicado’. ‘Sí’, le contesté, ‘me falta una prueba para mandar a la silla eléctrica a un asesino’. ‘¿Y cómo sabes que es el asesino?’, me preguntó él. Le contesté, tratando de reflexionar sobre los pasos dados, repitiendo en voz alta todos los detalles. En tanto, él se había acercado y leía los papeles. ‘¿Esta carta la dejó la muerta?’, volvió a preguntar. ‘Sí, ese es uno de los factores que complica las cosas’, le contesté. Él me dijo: ‘Tío, ¿no será falsa?’ Le dije que tú, como abogado de la señora, habías identificado la firma, y que ya se fuera, que yo tenía mucho trabajo. Pero puedes creerme que aquella frase de Tony prendió en mi cerebro, y me fui a ver a un perito. No es de ella, es de él. ¿Te das cuenta?”De esta forma, quedó todo resuelto, o casi todo, porque, en realidad, nunca llegué a saber por qué Randall lo había hecho. Pero, ironías de la vida, yo tan convencido, tan aferrado a la verdad, y teniendo la oportunidad de hallar la prueba, no me di cuenta de lo de la firma. Claro que era una imitación perfecta.
Lo demás fue todo rutina: un juicio breve. Randall se negó a declararse culpable, pero no tenía la fuerza suficiente como para declararse inocente, sencillamente calló.
—Entiendo, licenciado, usted me ha aclarado muchas cosas que yo desconocía, pero ahora quisiera que usted me escuchara. Yo quiero añadir algo que falta en su relato –dijo, por fin, Luis.
—Si, muchacho, habla. No sabes cuánto he deseado poder hacer algo por ti, algo en recuerdo a la memoria de tu madre –le contestó Mederos.
—Hace sólo unos días, cumplí la mayoría de edad, y vino a verme el señor Lord, el abogado y tutor que me dejó mi madre al morir. Traía un sobre, y el contenido de éste eran hojas escritas de puño y letra por mi propia madre, en las que me contaba toda su vida, aún antes de mi nacimiento. Permítame leerle algunos fragmentos, para que usted comprenda porqué he venido y cómo me siento.A continuación, Luis leyó:
Quedé huérfana a los dos años; mis padres murieron en un accidente. Desde entonces, fui una niña solitaria, encerrada en el mejor colegio de Inglaterra, teniendo por único afecto y única visita al señor Lord. A los dieciocho años, ya había cobrado conciencia de que disponía de una gran fortuna y que debía invertir. Vivía entre la frialdad de los números y la soledad de mí misma, ya para entonces, sabía el interés que movía al mundo: el dinero.Conocí a un joven abogado, que visitaba Inglaterra varias veces en el año, por cuestiones de trabajo, pero nunca hablamos de dinero, creo que jamás supo de mí otra cosa que no fuera que le amé desde el primer día. Tuve de él todo el calor y la ternura que había faltado a mi vida desde que murieron mis padres. Nos amamos intensamente, y de ese amor sin leyes, pero puro y verdadero, naciste tú. Cuando le dije a Luis, así se llamaba tu padre, que estaba embarazada, me dijo que volvería inmediatamente a los Estados Unidos, para cerrar todos sus asuntos, y en un mes estaría de vuelta para casarnos. No pudo volver, lo asesinaron.
Hacía meses había hecho unos trabajos para cierto individuo, según me había comentado, las operaciones eran de poca monta. Sin embargo, el hombre en cuestión parecía tener mucho dinero, y él creía que estaba metido en algo sucio. Al irse por última vez, tu padre me dijo que hablaría con ese sujeto, pues no quería seguir trabajando para él, y en una llamada que me hizo dos días antes de morir, para avisarme que había sacado pasaje, me confesó tener cierto temor, pues el hombre le había amenazado.
Luis hizo una pausa y luego continuó:
—Después, mi madre me cuenta todo lo que sufrió y trabajó para hacerse de un nombre y garantizarme el porvenir, y me explica por qué me dejó internado y viajó a América. Siempre me dijo que lo había hecho a fin de expandir el negocio, pero lo cierto era que había venido a saldar una deuda. “Me debes disculpar, hijo”, me dice mi madre en su relato, “te amo, pero ese hombre frustró mi vida y la tuya, y debía pagar por su crimen”.Claro, esto se refiere a que cuando mi padre murió, todo quedó como un accidente. Según las noticias, lo encontraron ahogado en la playa y la mujer que lo acompañaba declaró que se habían hospedado en una cabaña. Dijo que estaban celebrando, y que él, después de tomar más de lo acostumbrado, había querido salir a pescar durante la noche. Pero mi madre sabía que él le tenía pánico al mar, que jamás pescaba, ni salía en bote. Además, esa misma tarde la había llamado para confirmarle que saldría en avión esa noche. Mi madre sabía que no era un accidente, y se sentía obligada a cobrarle su crimen al asesino.“Robert es un hombre poderoso, nunca habría podido probar su crimen, pero logré la venganza a través de mi propia muerte”, leyó el muchacho.
—Entonces Robert Randall fue el hombre que según Dorys mató a tu padre –interrumpió Mederos, realmente desconcertado.
—Sí, aquí están los recortes de periódico sobre el suceso y algunas cartas de mi padre para mi madre. Cuando leí todo esto, decidí saber más. Iba a escribirle a usted, ya que ella me habló siempre expresándose de usted como su único amigo, pero preferí venir personalmente.
—Pero, ¿cómo vengó aquel crimen con su muerte, cómo se dejó matar, o, mejor, cómo sabía que Randall la mataría? No, no, esto no está claro.
—Sí, sí está muy claro, porque ella se suicidó.
—No entiendo, muchacho, me tienes de un asombro a otro.
—Es sencillo, lo hizo de manera que todo lo culpara. Según me cuenta, él mismo le facilitó el veneno, con el pretexto de que ella necesitaba conocer la nueva fórmula, ya que había invertido capital en ese experimento; sabía que él no iba a declarar esto, porque trabajaría en su contra.
—¿Y la firma?
—Es más sencillo aún. Estando recién casados, ella le demostró su habilidad para imitar firmas, diciéndole que desde pequeña constituía un juego para ella, y lo retó a que intentara imitar la de ella; él aceptó el reto e insistió, hasta que un día le mostró una que le había quedado perfecta, y ella la guardó celosamente. Recuerde que al venir a este país ya la idea estaba concebida. Fue una labor de años.
—¡Qué paciencia!, es casi increíble –exclamó Mederos–. Randall nunca llegó a saber, para él fue condenado injustamente.
—Se equivoca, eso también lo previó.
—¿Qué quieres decir, hijo?
—El señor Lord me entregó también un sobre, que envió Robert Randall desde la prisión; creo que usted sabrá que nosotros nos conocíamos, a pesar de que nunca intimamos, por motivos aparentemente triviales, cuya única razón fue que mi madre lo impidió a toda costa. No obstante, él no quiso morir sin pedirme perdón por la muerte de mi padre y sin hacerme saber que no había matado a mi madre.
Escuche su relato, esto dirá la última palabra en todo este asunto –dijo Luis.
Enseguida, comenzó a leer:
(...)
—Buenas noches.Cuando levanté la vista, tenía ante mí a una esplendorosa mujer.
—Buenas noches, señorita –le contesté.
—¿Le molestaría si me sentara a su mesa?Así llegó a mi vida y se adueñó de ella. La amé con toda intensidad y me entregué a ella absolutamente. Creo que le di lo único bueno que había en mí. ¡Qué estúpido fui! Fue una enemiga superior; sí, inteligente, fría, calculadora, fuerte y cruel. Hace tres años, una tarde, la encontré sentada sobre la alfombra de su habitación, revolviendo unas cajas con recortes de periódicos. Le pregunté si buscaba algo, y me dijo:
—Robert, ¿te acuerdas de esta noticia? –dijo, mostrándome un anuncio en el que se leía: “Fue encontrado ahogado el abogado Luis Pons”.
—No, no recuerdo –le respondí.
—Robert, este hombre trabajo para ti, según tú me contaste.
—¡Ah!, sí, ya sé, ese idiota. Muy recto, tanto, que desperdició la oportunidad de ganar mucho dinero. Esperaba un hijo y no podía defraudar a no sé qué romántica noviecita.
—¿Y cómo la desperdició?
—Nada, le dije que aceptaba su renuncia, que pasara por mi casa a recoger su cheque. Cuando llegó, le invité a una copa, era la mejor forma de despedirse. La bebida contenía un narcótico, fue cayendo en un sopor, hasta quedar rendido. Después, mis empleados lo llevaron con Patty a la cabaña, y a la media noche lo montaron en un bote y lo tiraron al mar.
—¿Y el hijo?
—¡Qué sé yo!, pero, ¿a qué viene todo esto?, ¿escrúpulos?, no los concibo en ti.
—No, desde luego, más bien curiosidad. Y dime, ¿qué fue de la joven que lo esperaba?
—No lo sé, supongo que creyó la noticia y rehizo su vida.
—Robert, ¿sabes qué haría yo si fuera esa mujer?
—Algo horrible, seguramente, porque eres una mujer terrible; tienes la astucia y el valor de cualquier hombre.
—Sí, me vengaría de ti. Fuiste un canalla.
—Tú hubieras hecho otro tanto, tus negocios siempre los has defendido por encima de todo. Por eso nos entendimos tan bien desde el principio. Pero, ¿qué harías?
—Bueno –empezó a decir, con mucha serenidad–, primero hubiera utilizado mis armas femeninas para conquistarte y hacerte mío, pero mío con todo tu amor y toda tu confianza, y después me mataría.
—Vamos, te creí más inteligente. ¿Qué sacarías?
—Espera, aún no he terminado, me mataría, dejándote a ti como culpable. Lo haría con un veneno de los que tú produces, y a los que sólo tú tienes acceso, y, además, dejaría una carta suicida.
—Pero, así sabrían que te suicidaste.
—No, mi amor –dijo, marcando cada letra de la palabra amor–, la carta les daría la pista; y créeme, te culparían a ti. Eso te lo aseguro.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
70 Años
Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete. Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...
-
El arte tiene colores tiene música tiene pasiones, Tiene el brillo de la mariposa en celo tiene el desenfreno del sonido de la noc...
-
La mal llamada caravana, que no es más que una recua, una tropa conformada por una simbiosis de incautos, forajidos y elementos desest...
-
Hace unos meses llegó a mis manos un libro que, se puso muy de moda, creo que el Hombre sigue buscando vías para satisfacer sus necesidades ...