martes, 27 de octubre de 2009

FLORENTINA

Un rostro duro, una amarga expresión, que ofrecía una agradable sonrisa, en la que mostraba sus desnudas y rosadas encías. A propósito, Florentina nació y vivió durante veinte y dos años, en una apartada campiña, ajena a la luz eléctrica, el bidet o la coca-cola; es decir, en total desconocimiento de la civilización, pero no por ello perdió los dientes. No fue un accidente a caballo, ni en el brocal de un pozo. No, fue una muy atinada trompada de Juan, su paternal esposo.
Esta joven mujer celebró sus últimos cuatro cumpleaños en una celda, por un incidente que, sin lugar a dudas, marcaría el resto de su vida. Conocer a esta mujer me hizo comprender que, por grande que sean nuestros esfuerzos en la vida, siempre nuestros pasos nos llevan adonde nos aguarda el destino.
El infierno había terminado para ella de una forma casi mágica, y ahora se encontraba rehaciendo su vida en tierra extraña, de la que, quizás, ni siquiera había oído hablar antes. Florentina apenas hablaba; su esposo, no, no Juan, digo, su actual esposo, era un simpático joven, hablador y muy servicial. Nos unían cosas lejanas, calles por donde caminamos, calles que posiblemente no volveríamos a ver; recuerdos, costumbres que, sin ser comunes, provenían del mismo suelo.Pero ella llamaba mi atención muy particularmente: era rara. Se limitaba a responder con monosílabos, o a traer algo que le indicara su esposo, para con quien su solicitud era desmedida. Humilde era su condición, eso no era siquiera necesario preguntarlo. Era atenta con sus visitantes, sonriente, pero algo me decía que tras su complacida expresión de hoy se ocultaba un sufrimiento: era evidente que temía, tenía un enorme temor, que salió a flote cuando Florentina quedó embarazada.
Llegué esa tarde a su casa, porque sabía que era ese el día en el que el médico confirmaría o no su estado de gestación. La puerta de la cocina estaba abierta, entré llamándola y me dirigí al dormitorio, porque oí sollozos.
—¿Qué te sucede? –dije, pensando que el resultado de su visita al médico no había sido el deseado.
—Yo, yo –dijo, y rompió a llorar; no podía articular palabra.
La dejé por un momento, busqué agua en la cocina, y en mi cabeza, qué era lo más idóneo en estos casos.
—Mira, Florentina –le dije, al regresar–, a veces los niños se hacen esperar.
—No, yo tengo miedo –dijo, serenándose poco a poco, después de tomar agua. Y empezó a narrar–. Tengo miedo, porque la niña se me murió, no quiero que sea igual.
—Espera, no te entiendo –dije, asombrada, yo en realidad no sabía nada de su vida
–. ¿Estás embarazada?
—Claro que estoy preñá, tengo dos meses; pero ella nació con algo en el corazón.
—¿Quién es ella?
—Mi’jita, se me murió cuando tenía seis meses. No –dijo, gritando, pronunciaba palabras sin sentido, al menos para mí–. Me la mató, la candela...

Hablaba como en un letargo, decía frases sueltas: alcohol, borracho. Yo seguía sin entender.
—Era un borracho; yo no lo quería, mi mamá me obligó. Me pegaba, y yo no podía defenderme –entonces reía–. Viejo y quemao –su risa histérica invadía toda la casa, era como un irónico lamento.
Se había incorporado, y de pie frente a la pared golpeaba con los puños muy apretados, seguía gritando.
—Nadie me hizo caso, ni cuando me cogieron. No fueron a verme. Él, él sí, para acostarse conmigo –golpeó de nuevo, esta vez fue un golpe seco, como asestando el mortal–. Sucio, puerco, con esa cara pegá al cuello –dijo, y volvió a reír–. Así lo dejé. Déjenme, suéltame –gritaba, a la vez que lloraba y reía.
Yo tuve miedo, aquello que al principio me parecía absurdo, ahora me horrorizaba. La zarandeé con fuerza, la tiré sobre la cama, y quedó como desmayada. Le di un calmante, no sabía qué hacer; ella se quedó dormida, y yo me senté en la sala a esperar que llegara él. Aquello fue como una pesadilla que no podía entender, pero estaba segura de que la mujer había perdido una hija, había un hombre que debió ser su marido, y ahí sí había quedado confusa, ella estuvo presa y él no; luego, él no había matado a la niña como ella decía, o tal vez ella había estado en un sanatorio. ¿Sería una enferma mental? Estas y otras cosas pensé, hasta que llegó Tony, quién se alarmó al verme.
—¿Pasa algo? –preguntó–. ¿Florentina está enferma?
—No, bueno, no sé –dije, todavía aturdida–. Ella está dormida, pero tuvo un... no sé si llamarle ataque.
Sin dejarme terminar, él se dejó caer en el butacón
—Esperamos, entonces, el bebé –afirmó.
-Sí –dije, aun más confundida por su actitud.
El hombre se levantó de un brinco y dio un grito de alegría:
—Hay que celebrar –exclamó.
Sacó del bar dos copas y una botella, yo, con toda la diplomacia que me quedaba, brindé por el futuro primogénito y pensé: “O los dos están locos, o yo caí aquí en paracaídas”.

Pasaron algunos días sin que yo volviera a ver a aquel singular matrimonio, hasta que, una tarde, al llegar del trabajo, recibí la llamada de Tony; quería pasar por mi casa, necesitaba hablar conmigo. Me debía una explicación, según dijo. “Al fin un acto de cordura”, pensé, y, desde luego, le dije que lo esperaba.
He de confesar que me sentía intranquila, curiosa, y no me juzgue mal, a usted en mi lugar le hubiese ocurrido otro tanto. Eran las dos únicas personas que conocía que procedían de mi país, nuestras edades eran compatibles, y aunque realmente no nos unía nada más, por nuestra condición de inmigrantes recién llegados esto era suficiente para sentir un afecto, un lazo invisible que nos acercaba, y el misterio que envolvía a Florentina, de cierta forma, nos separaba, porque, amigos o no de saber vidas ajenas, las situaciones oscuras excitan la imaginación; pero desde afuera, por si acaso. Ya usted sabe.

Después de las reglamentadas cortesías y saludos, Tony, nervioso, comenzó el relato.
—Florentina es una mujer de campo. Nos conocimos aquí, y no estamos casados –titubeaba–. No es la mujer que yo hubiera, tú sabes, pero las cosas vinieron así. Es una buena mujer, y yo la quiero. Quizás la otra tarde no entendiste nada o quizás te diste cuenta de que ella estuvo en la cárcel, presa por intento de asesinato –lo dijo con cierta naturalidad, falsa, por supuesto, y yo adopté la misma postura.
—Si quieres la verdad, algo me llevé, pero no le di gran importancia. Lo que me preocupó fue su estado nervioso.
—¡Ah! –dijo, sin dejarme continuar–, claro; pero no, no está enferma, son sólo los recuerdos, son demasiado desagradables, y como ahora espera otro bebé, se angustia, pensando que pueda tener problemas.
—No sé –empecé diciendo–, me parece que ni tú ni yo podemos determinar la magnitud que tiene ese problema en ella. Creo que su médico debe conocer la situación, porque, si le afecta ese recuerdo, quizás tenga implicaciones en el embarazo. ¿No crees tú?
—Mira, yo no lo sé, pero no creo que nos convenga que la gente sepa que ella estuvo en prisión –repuso.
—Perdona, pero no es la gente, es su médico, y es por el bien de ella y de la criatura –dije, no me podía aguantar, y finalmente, si acudió a mí, tenía que oír mi opinión.
—Ya se lo he dicho, que tiene que olvidar, que ésta es una nueva vida, y yo tengo planes, yo quiero un futuro sin problemas, sin complicaciones, y si ella está a mi lado, tiene que seguir lo que yo digo –puntualizó.
—¿Así se lo has hecho saber? –pregunté, conociéndolo ahora mejor.
—Seguro –dijo, en forma tajante.
—Tony, ésta es una pregunta atrevida, pero...
—Dime, dime. Yo vengo a ti, porque te considero mi amiga, sé que eres una mujer sensata –respondió, con su cortesía habitual.
—Gracias, pero es que en realidad no nos conocemos lo suficiente... en fin... –dije, respirando profundo–. ¿Cuánto te interesa a ti ese niño que está por nacer?
—Bueno, es mi primer hijo, te imaginas que lo deseo y quiero hacer de él un niño feliz.
—Eso, independientemente de que la madre no sea la mujer que tú hubieras querido –dije, terminando su frase.
—Exactamente –afirmó–, eso no tiene algo que ver.
—Aunque mañana encuentres a la mujer de tus sueños –repuse.
—Mira, yo no sé si tú me entiendes; tú no tienes hijos, y quizás no sepas el valor de tenerlos. Éste es mi hijo, aunque mañana ella no sea mi mujer.
—Está bien, entiendo. Ahora dime: ¿qué quieres de mí?
—Nada, o sí, necesito que tú trates de convencerla para que olvide su pasado.“¡Qué simpleza!”, pensé yo.
—No soy médico, y te repito que me parece que su caso no es de tratar de olvidar; ella necesita ayuda, pero ayuda especializada.
—No, yo quiero hacerlo a mi manera, es la única forma –dijo, levantándose, un poco fuera de sí–. ¿Qué pensaría la gente de mí al saber que mi mujer es una ex presidiaria?
—Está bien, creo que es un asunto realmente muy personal –dije, convencida de su terquedad o, más bien, de su egoísmo–. ¿Cómo crees tú que yo pueda ayudarla?
—Quiero que la vayas a ver, que le hables de su nueva vida, que le quites... –decía, y caminaba, inquieto, por la habitación– No sé –concluyó, y era lo más lógico que había dicho.

En un arranque de piedad por aquella mujer, a quien, ahora me estaba dando cuenta, no sólo su pasado la había maltratado, sino que su presente era injusto, y su futuro una tiniebla, me erguí en su paño de lágrimas, acordé ayudarla, convine en acompañarla, hablarle de cosas agradables sobre su maternidad, y darle apoyo cuando se deprimiera. Pero, como sucede a aquellos que aún razonamos, tan siquiera a ratos, me pregunté, al irse Tony, si yo debía inmiscuirme en ese problema. ¿Acaso sería aquella mujer una asesina? Ya estaba yo dentro del remolino, me sentía parte del asunto, porque, fueran las cosas como fueran, una cosa sí era cierta, Florentina necesitaba ayuda, y algo dentro de mí me decía que no era una asesina, sino una infeliz.

El embarazo de Florentina marchaba perfectamente, según el médico, su salud era muy buena. Y no sé si por mi ayuda o por las amenazas de Tony, quien de constante repetía que si ella matraquillaba con aquel asunto, que ni mencionar era bueno, él la dejaba, el hecho fue que nunca más se volvió a hablar del pasado, y ella no tuvo más crisis, al menos, en mi presencia.Pasó el tiempo, como siempre, según quien lo espera; Florentina y Tony recibieron el preciado regalo: varón de ocho libras al nacer y fuerte como un roble. Todo parecía capítulo cerrado, y realmente eso fue, capítulo cerrado, porque la novela aún no había terminado.

Producto de que mi vida, que para nada viene al caso, había cambiado, ya yo no vivía por aquel lugar, y habían pasado años, en los que, a excepción de una que otra llamada, sólo postales de Navidad intercambiábamos. De manera que la noticia me llegó por los titulares del periódico. Después de leerlo una y mil veces, no había duda, el hombre muerto a balazos era Tony, y su ejecutora, Florentina. Mi desconcierto me hacía ir de la sala a la cocina, pero en uno de esos recorridos, entré al cuarto, sin siquiera pensarlo; me cambié de ropas, tomé las llaves, me subí al auto, y en unas horas estaba yo en la cárcel de mujeres, visitando a Florentina.
Al llegar allí, supe que desde su detención, la cual ocurrió en su propia casa, ella permanecía en silencio; no había pronunciado palabra. Al sonido de los disparos, los vecinos llamaron a la policía, la que al llegar se había encontrado a Florentina sentada en el piso, con el niño entre los brazos, a unos metros del cadáver de Tony. Ella no ofreció resistencia, y el niño fue llevado a un centro de atención de menores sin familias.El médico que la atendía estuvo de acuerdo en que quizás una visita amiga fuera favorable a su paciente, y me permitieron verla. Estaba en un pabellón de enfermos mentales dentro de la prisión, aislada en una celda, al menos, hasta que los médicos determinaran su condición, para así decidir si era mentalmente competente o no, para ser llevada a juicio.
Una débil, delgada y pálida figura, un mármol, fue lo que encontré en aquella habitación. La cama estaba vacía, ella estaba sentada en una esquina, con la cabeza sobre sus rodillas, inmóvil. Yo me senté en el suelo, lo más cerca posible de ella, y para qué negarlo, me daba miedo tocarla, y sé que empecé a hablarle con voz insegura.
—Florentina, he venido porque soy tu amiga. No sé si podré hacer algo por ti –ella no parecía inmutarse–. Quizás por tu hijo, no lo sé, pero sentí la necesidad de venir a decirte que no estás sola, como debes estar pensando.

Había tanta paz en aquel lugar, en su silencio, que costaba trabajo entender que el motivo de aquel encuentro era un asesinato y que ella era una criminal. Me animé a pasar mi mano por su cabeza, con la suavidad necesaria para provocar una reacción favorable.
—Tú... –balbuceó– tú me puedes comprender.
Yo no pronuncié palabra alguna, hace tiempo aprendí que existe un silencio que nos da afirmación, seguridad y confianza.
—Tú –dijo, levantando la cabeza, y mirándome con la misma expresión que tiempo atrás me hizo comprender que no era una asesina–. Tú sabes lo que era mi’jo pa’mí. Tú no sabes que Juan mató mi niña, pero Tony no, yo no podía dejarlo que matara a mi’jo.
Creí que era el momento preciso y le dije:
—Ven, ¿quieres estar más cómoda en la cama?, ¿quieres hablarme a mí?
—No, yo aquí me quedo, pero tú oye lo que digo, porque no voy a tener má’ a mi’jo y tú lo vas a criar. ¿Me oyes? Yo quiero que un día él sepa que lo hice pa’ salvarlo.

La conversación que transcurrió por las próximas dos horas, me llevó a conocer y comprender a esta mujer, que había nacido y vivido siempre a merced de la potestad ajena. Habló con tanta serenidad, que casi me olvidé de dónde estábamos y por qué.

La desgracia, el sino fatuo de Florentina, comenzó con su nacimiento, siendo la menor de diez hermanos y la única hembra de un matrimonio miserable, y no sólo en lo que a economía se refiere. A los quince años, ya acostumbrada al trabajo duro y sin alguna educación, se le adjudicó el honor de venderla, porque yo no encuentro otro calificativo para denominar el acto de dar en matrimonio a una hija, a cambio de unos acres de tierra cultivable y una casita. Aquí es donde aparece Juan, quien, siendo veinte años mayor que ella, asumió una actitud entre tirana y falsamente paternal. Este sujeto avaro y alcohólico, además de marginarla totalmente con un trato brutal y despiadado, descargaba en ella todo tipo de ira o frustración.
Según mi deducción, pues esto no lo dijo Florentina, la niña que tuvieron nació con una deficiencia coronaria, quizás, producto de todas esas cosas que sufría la madre.El clímax de esta situación llegó finalmente una noche, cuando, después que el médico había dicho que el estado de la niña era muy delicado, el belicoso Juan había llegado a altas horas de la noche, borracho, como de costumbre, y Florentina, tras soportar una ruda violación en silencio, para evitar escándalos que pudieran alterar a la niña, se había tirado de la cama para atenderla, pues la pequeña se había despertado llorando. Juan, después de gritarle que callara a esa mocosa, se la arrebató de los brazos, la tiró en la cuna, y luego de virarse hacia ella, cinto en mano, la golpeó hasta verla sangrar; después de lo cual procedió a acostarse, roncando como un puerco. Florentina se incorporó, y caminó hacia la cuna, para comprobar si la niña dormía, pues había parado de llorar. La niña no dormía, la niña estaba muerta; su corazón no latía, y Florentina, lejos de gritar o llorar, tomó una lata de gasolina, con la que trató fallidamente de acabar con Juan.
Éste fue el delito por el cual fue condenada a treinta años de prisión. Ni siquiera pudo enterrar a su hijita, y sí tuvo que soportar que sus padres la insultaran y la acusaran de no haber sabido ser la esposa que merecía un buen hombre como Juan. Y este cínico sujeto, que había quedado completamente desfigurado, periódicamente le hacia visitas matrimoniales, porque, según él, ella, ahora más que nunca, tenía que cumplir con sus obligaciones.El relato de Florentina era no sólo deprimente, era asqueante, era demoledor, es, hasta el presente, lo más humillante que he oído en toda mi vida. La verdad, yo, con los antecedentes que tenía, esperaba algo trágico, pero no tanta miseria humana golpeando a una pobre muchacha.

—Dime que tú me vas a cuidar a mi muchacho, dime que lo vas a criar. Júramelo –me pidió.
—Yo no lo sé –le contesté, pues no tenía el valor de mentirle–, los asuntos legales no son tan fáciles, pero te prometo que nunca lo abandonaré.
—Yo firmo cualquier papel –insistía esta pobre mujer, sin entender que en su condición, su firma muy poco podía valer.
—Florentina, tú aún puedes vivir una vida mejor. No todo está perdido. Tienes que hablar con el médico, tienes que permitirle que te atienda y contarle por qué mataste a Tony –trababa yo de convencerla.Mis palabras surtieron un efecto atroz.

Se levantó, tirando todo a su paso, mientras gritaba:
—Ya te lo dije, pa’ salvar a mi’jo. A tanta algarabía, ingresaron dos enfermeros, y me sacaron de la habitación. El médico entró, y yo aguardé a que él saliera; cuando esto ocurrió, ya reinaba la calma, no se oía ni una voz.
—Doctor –lo abordé.
—Es inútil –dijo–, yo pensé que su visita...
—Pero ella me estaba hablando –le interrumpí–, me contó muchas cosas, me pidió ayuda.
—Sí, pero ya ve lo que pasó. Ahora le administré un sedante, y dormirá hasta mañana.
—Yo quiero verla nuevamente –le insistí.
—Venga mañana, y le diré si puedo autorizar su visita –respondió.

Al llegar yo allí a la mañana siguiente, me informaron que ya la habían trasladado para otro lugar, y que sólo la podría ver dentro de quince días, es decir, después del juicio. Yo aún desconocía los pormenores del crimen, pero ellos ya estaban enterados; el médico tenía preparado el diagnóstico, por lo que sería enviada a un sanatorio, mientras, el niño quedaría en manos de las autoridades.
Por una gentileza del doctor, supe que Tony tenía una amante, a casa de la cual llevaba al niño, y que al contarle el pequeño a Florentina que había conocido a una amiga de su papá, que era muy bonita, éste, con la violencia que le caracterizaba, le había roto la boca al niño de un manotazo, motivo suficiente para desencadenar viejas lesiones en Florentina, que, como un resorte, corrió hacia la gaveta del armario en donde Tony guardaba una pistola, y lo baleó.

70 Años

  Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete.   Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...