lunes, 9 de noviembre de 2009

CLARÍN

¿Dónde estará la sensatez? Sé que se preguntaron muchos, aún yo mismo. Era absurdo el juego, y ninguno vislumbraba el final, el happy end. Pero claro que era maravilloso bajar muy temprano, cuando todavía no era totalmente de mañana, cuando el sol sólo se veía del otro lado de la bahía. Siempre fui un reverendo dormilón, pero desde que descubrí que si despertaba al amanecer encontraba mi lucero del alba, no necesité más el despertador.
Ella, nunca supe qué hacía en aquel lugar, a aquella hora, sola, pero era tan agradable oírla decir: “La marea está hoy más alta”, “el primer tono de mi astro fue hoy naranja”. Quizás era un poco ególatra, “mi astro”, aunque muchas veces creí que eso era cierto, y es que cada cosa suya era siempre tan intangible, tan poco cosa. De todos modos, era maravilloso vestir mi mañana con su sonrisa, porque, eso sí, jamás dejó de sonreír.
Confieso que también su sonrisa me molestaba, sobre todo, cuando era la respuesta que recibía, y mis preguntas eran para responderse con palabras, aunque fueran monosílabos, pero palabras. Pero, ¿qué son la palabras?, creo que en eso también tenía razón: “Las palabras sólo complican las cosas más sencillas”, decía. Y lo cierto es que mientras estábamos comunicados a través del silencio reinaba la paz entre nosotros; parecíamos estar en dulce comunión, en éxtasis. Pero, ¡ay de la hora en que chocaban las palabras!, se atropellaban, se estrujaban, comprimían nuestra respiración, la erupción era el resultado.Luego, su nombre, bueno, su apodo, su manía, su estupidez, le dije una vez, y es que, ¿por qué tenía yo que llamarla Clarín? Al principio, me pareció simpático, original, y también en eso tenía razón:
“Todo principio es inversamente proporcional a su final”, porque primero me era simpático, y después me fue estúpido. Sin embargo, hubo algo que me pareció absurdo, y después comprendí que era muy razonable: “Me verás cada mañana, cada noche, dormirás conmigo, si así lo queremos, pero no me digas que soy tu amor.”

Parecía estar siempre ajena, puso un disco de Ronnie Aldrich, y se acostó sobre la alfombra. Yo no podía evitar contemplarla, tenía los ojos cerrados, nada en ella denotaba vida, era como un desierto, claro, despejado, pero con un enorme calor.
–Por favor –empecé a decirle.
—Es fabulosa esta música. Ven, olvídate de todo, quédate quieto y deja que las notas te lleven.
Qué sumamente molesto me sentía cuando me daba cuenta de que no podía hacer otra cosa que lo que ella me pedía. Me tendí a su lado, ella siguió hablando.
—Ahora, el mar, sientes como si estuvieras en medio de un gran océano. No sabes si flotas o estás caminando sobre él, y al mismo tiempo, hay olor a cielo. Tú eres el mar, tú eres el cielo. Si sientes todo esto, hallaste la paz.
Su incoherencia me exasperaba, me envolvía y me transportaba. El saldo era amor; no, ella decía que era vida, y ahí nos enfrascábamos en otra discusión, que si el amor es vida o si la vida es amor.
Al final, sólo sabía que yo estaba en el torbellino, que era ella en mi vida.
Su incongruencia a veces rayaba en el absurdo, pero sólo había que entenderla. He ahí el problema: ¿cómo entenderla?
Únicamente hablando su mismo idioma, como bien decía ella, y ese sólo se aprende en la vida, pero, ¿en cuál vida?.

Los amigos ya hacía tiempo que habían concluido que estaba loca, parece que cuando no somos capaces de comprender una actitud, un lenguaje, un prisma binocular, resulta mucho más fácil decir: es loco, es tarado, o... Ya estoy hablando como ella, ¿será contagioso? Me hubiera gustado tanto que fuera más real, más de este mundo; sin embargo, ella afirmaba que esos que nosotros llamábamos de este mundo no son más que enfermos de contaminación.

Cuando nos conocimos, me pareció maravillosa: estaba vestida como un arlequín. Pero no resultaba extravagante, porque estábamos en el maravilloso mundo de Walt Disney, y allí nada puede resultar raro o ajeno; uno mismo es lo único que parece traído de otro planeta. A mí me hizo vibrar ese arlequín, cuando se me acercó. Viajamos juntos al cuento de Peter Pan, y ya no nos volvimos a separar hasta las diez de la noche.Clarín... me pareció tan atractivo que me ocultara su nombre, era un tanto místico y un tanto intrigante, emociones que ayudan al romance.
Emociones, esa palabra fue la que promovió nuestra primera contradicción amistosa, así de diplomática era. Enervantes discusiones, por mi parte, claro, pero en fin, según ella, según su prisma “Las emociones son producto de las situaciones que nosotros mismos creamos, y todo lo que somos capaces de sentir son emociones. Los sentimientos son emociones, y una emoción puede durar lo que dura una mariposa o lo que dura una tortuga, todo depende de las situaciones”. Por esto no me permitió nunca hablarle de sentimientos, y yo sentía amor, de eso estoy seguro.

Tan poco convencional, y cómo la sacaba de sus casillas que le robaran papitas mientras las freía. Yo me le acercaba silencioso por la espalda, la entretenía, y trataba de alcanzar algunas, para salir corriendo a comerlas en la sala. La primera vez, tomé dos o tres, y se las ofrecí, a lo que me contestó: “Gracias, pero no me gusta comer cuando estoy cocinando, y me molesta que hagan lo que tú estás haciendo”. “Como abuelita”, pensé. Poco tiempo transcurrió para darme cuenta de que era mucho más difícil de entender que una abuelita.Toda la fantasía que desplegó el día en que nos conocimos, y que pensé que era producto del lugar, que indudablemente incita a poner a volar la imaginación, resultó ser su verdadero modo de vivir.
Como una concatenación de ilusiones y emociones, como causa y efecto, quedé sometido al mundo azul, como le llamaba, que me envolvió.

En casa de Tony, todos nos divertíamos a nuestra manera; es que cada cual podía hacer lo que se le ocurriera. Así, mientras el anfitrión tocaba el piano, y algunos se elevaban como en levitación, otros relajaban sus músculos, o los tensionaban, al compás de un rock, pero no yo, que nunca he sabido muy bien qué es lo que se siente al ritmo de notas tan estridentes.Por extraño que pareciera, esta vez la fiesta era para despedir a Mary, quien por espacio de dos años fuera la mujer de Tony. Él no estaba contento, pero, como gente civilizada, le daba un homenaje póstumo a su relación con Mary.Clarín no comprendía esto, y si soy sincero, yo tampoco.
—Te das cuenta –me dijo–, ella no se siente halagada con esta reunión. Sabe que en el fondo, y no muy hondo, todos están pensando que es una traidora.
—¿Tú también? –le pregunté.
—No, yo pienso que es lo que es –respondió.
—¿Y qué es? –insistí.
—Víctima del falso mundo en que la necesidad hacer tener apariencia de cordero.
—Explícate.
—Tú crees que ha sido magnífica, porque nunca amó a Tony, pero le ayudó, le acompañó y no le dejó solo hasta hoy. Pero, porque siempre hay un pero, ¿por qué hoy?
—Bueno –traté de explicar–, Tony era un hombre falto de cariño, y ella se lo dio, si no estaba enamorada, no se le podía pedir que lo hiciera eternamente.
—Casualidad de la vida, le llamaras tú, a que cuando ella encuentra a alguien que le cuadra se le acaba el altruismo. No seas ingenuo, por favor, ella necesitaba a Tony dos veces más que él a ella.
El resto de la noche no la volví a ver, pasó todo el tiempo con Tony; tampoco supe de qué hablaban. Aquella noche tuve un arranque de celos, creo que todos alguna vez los tenemos, a veces hasta por orgullo. A las doce o pasadas las doce, me fui solo, y aunque estuve llamándola durante la madrugada, no la pude encontrar. A la mañana siguiente, no fui al mar; ella se me apareció con unos caracoles.
—Pasa –le dije–, llegas a tiempo para desayunar.
—Tengo hambre –me dijo, con total sencillez–, debiste haber visto el final de la fiesta, vino el novio de Mary a recogerla, y cuando se fue, se desmoronó la torre. Tony cayó, tardé más de cuatro horas en dormirlo.
—Me parece que actúas como Mary –le dije, con ironía.
—No por los mismos motivos –fue toda su respuesta.
Después del desayuno, me arrastró a la playa, mi irritabilidad parecía no importarle, pero yo soy de este mundo, necesitaba una explicación. La que tuvimos en la playa es una conversación que no podría relatar; sólo recuerdo con nitidez que me dijo que el ser humano necesitaba tanto ser ayudado como ayudar, y que para muchos, incluyéndose ella, la necesidad fundamental estaba en saber que era útil a los demás, que, con su ayuda, Tony se levantaba, y eso sumaba un día más de vida para ella.
Pero, ¿qué era la vida para ella?, eso me lo estuve preguntando tanto tiempo, y pensar que no encontré jamás a nadie que me lo pudiera explicar. Susan, una amiga de ella, a la que sólo tuve ocasión de ver dos veces, se veía tan distinta, se reía de todo cuanto esta chiflada hacía, pero, por contraste, decía que jamás conocería yo a una loca más cuerda. Por Dios que buscaba yo esa cordura. En todo momento, mientras la besaba, mientras fregaba los platos en el restaurante, mientras la veía bailar, mientras escribía. Escribir, quería escribir acerca de ella, y no podía, era frustrante. Y los problemas económicos, de los cuales no quería oír ni el nombre, “El dinero es tema de monumentales chimpanceses de barrigas coloradas”, era todo lo que decía.

Los sentimientos puros, desinteresados, no existen; eso lo habrá oído decir usted miles de veces, pero jamás, de eso estoy convencido, habrá usted oído decir que el amor de madre o de padre entran en esta clasificación. Bien, eso también, no sólo me lo dijo, sino que, además, me lo explicó, de una manera que no sólo a mí, sino a cualquiera en mi lugar le hubieran faltado palabras para contradecirla, o, al menos, para rebatirla.
—Dicen que el sentimiento de una madre es desinteresado, porque no incluye el sexo o el dinero; tonterías –afirmó–. Claro que no son esos sus intereses, pero, acaso no son sus pretensiones que mires la vida igual que ella, que seas mañana lo que ella hubiera querido ser o lo que ella cree que es mejor para ti.
—Pero ese es un interés sano –le contesté.
—Que no por ello está excluido y, además, no es tan sano. El mundo está dominado por pasiones, no por amor, todas las frustraciones y anhelos irrealizables de los padres se vuelcan en sus hijos. Ninguno te pregunta cómo quieres llamarte, sencillamente te ponen el nombre que uno de ellos tiene o el que les hubiera gustado tener, y ahí empieza todo. A partir de ahí, planifican tu vida, como si fueras una carretera en construcción, y cuidado con salirte de los parámetros escogidos. Esa es la pasión, la pasión de lo no logrado, la pasión de sus ambiciones. Hay muchas pasiones, los llamados ideales, son pasiones; el querer cambiar el mundo que Dios hizo es otra pasión, el egoísmo es una de las más fuertes. En fin, que a la larga, ellos, que son un error, quieren enmendarse en nosotros.
Cuántas veces había pensado yo en estas cosas, no en eso exactamente, pero en por qué mis padres, por una razón política que yo encuentro tan fría, tan poco razón, tan poco humana, habían sido capaces de anularme de sus vidas, de apartarme hasta de sus pensamientos, sólo porque yo no quería ser comunista.
—¿Qué me dices del viejo Frank? –me argumentó–, nada en el oro verde, trajo a su nieto a tierras de libertad, porque había que sacarlo del mal rojo. Sus padres iban a acabar con la vida de ese muchacho, y el régimen lo convertiría en un monigote, pero, porque siempre hay un pero para no concluir una buena acción, al muchacho se le ocurrió la peregrina idea de ser homosexual: pena capital. De nada le valió tener las mismas ideas políticas de su abuelo, de nada le sirvió ser un buen estudiante y un mejor trabajador. Había que castigarlo, y lo lanzó a la calle, ya da lo mismo que muera de hambre como un perro o que un perro le pise la cabeza. ¿Dónde está el amor? –me preguntó–. ¿No es acaso pasión? .

Tendidos en la arena, los dos contemplábamos el mar y el cielo, pero seguramente pensábamos en algo distinto. Yo pensaba en la felicidad, en la amistad, en la paz, en el amor, todos, sentimientos que ella provocaba en mí. Le pregunté al respecto, convencido de que el enfoque sería distinto.
—La felicidad es azul –me dijo.
—¿Por qué?, bueno, es un color muy bonito...No me permitió continuar.
—No, no es por la belleza del color. Los colores son muy importantes en nuestras vidas, en eso estaremos de acuerdo; según los psicólogos, dan rasgos de nuestra personalidad, carácter, temores, etcétera.
—Sí, pero no creo que tú lo digas por eso –dije, tratando de conocerla, y parece que acerté.
—Claro que no –dijo, dándome la razón–, pero partimos de que son importantes y entenderás el resto. Los colores a veces los asociamos a una comida, a un placer, pero para mí son la vida misma, en su espectro de emociones. El azul no se come, se penetra, como el mar o el cielo, y como ellos, es ilusión de reflejo, como ellos engaña, es sutil, como la espiritualidad; así es la felicidad.
—Luego todos los colores significan algo –afirmé, no podía evitar sentirme atraído por sus conceptos, aunque no los entendiera; siempre al final les veía su toque de lógica. Ella misma acababa por parecerme lógica, era como los cangrejos, parece que caminan al revés, pero son muy inteligentes; era como la ciguaraya, siempre estaba en cualquier lugar, viviendo como se le venía en ganas, sin que alguien pudiera evitarlo.
—¿Sabes qué es el rojo? –me preguntó, y nunca me han gustado los acertijos, así que no contesté.
—El rojo es el amor sexual, te invade como el fuego, como lava volcánica, te quema y te quiere atrapar.
No tuve menos que reír, al menos era gracioso, pero ella siguió, sin tomarme en cuenta.
—El negro es la muerte; vacío de color. El verde es la amistad, la verdadera, siempre viva, siempre presente, denotando vida, sanando.
—Espera –le interrumpí–. ¿Y el blanco?
—El blanco es el dolor espiritual; es profundo y se produce por la mezcla de sensaciones.
—Pero los dolores espirituales dejan huellas más profundas que ningún otro dolor, y el blanco se tapa con cualquier otro color.
—No lo creas, siempre está ahí; sale cuando menos te lo imaginas, y además, los contiene a todos. Haz la prueba –me dijo, lanzándose al mar.

La depresión me atacaba, no sé si más o menos que a los demás; tenía una rebelión interna por la vida que llevaba, no era eso lo que yo quería. Trabajaba demasiado para mi sustento, y casi no tenía tiempo para escribir, para estudiar. Ambicionaba hacer grandes estudios sobre antiguas civilizaciones, acerca de la sociedad, a través de sus obras de arte. “Pues, escribe”, me decía ella; es que para ella era todo tan sencillo: “Cada cual debe hacer lo que desea”. Lo mismo afirman los psiquiatras, pero no he conocido a alguien que tenga la formula mágica.
No, alguien la tiene, ella la tiene. Quería pintar, y era capaz de vender su ropa interior para comprar un pincel. Soñaba con atender niños, y lo hacía, poco importaba si los padres tenían con qué pagarle o no. En una temporada de dos semanas, la estuve buscando por todas partes y a todas horas, sin hallarla, y con toda tranquilidad me dijo que si no la había encontrado era porque estaba visitando antiguas amistades. Mi cólera estalló. ¿Acaso no podía yo acompañarla?, ¿cómo podía desaparecer y aparecer, como si fuera un hada? Fue tan sencilla como asombrosa su respuesta: no tenía dinero para comer, y de esa manera no había dormido con hambre, pero lo más ingenioso era en qué había gastado el dinero: “Le compré un barco a Jorgito”, me dijo. “Pero eso es una locura”, le expelí. No, no era una locura, era algo que ojalá todos fuéramos capaces de hacer, algo que por nuestro egoísmo consideramos extravagante: “Él lo necesitaba”, fue su única explicación. Jorgito era uno de los niños que ella cuidaba, tenía leucemia.

La luna en la bahía era más luna, el olor a mar, el sabor que tiene la libertad. La pesca no era mi fuerte, y no creo que fuese su afición, pero de todos modos fuimos. Atravesamos uno de los puentes que une el noroeste de la ciudad con la playa, esta vista, desde lo alto del puente, siempre le fascinó. Entramos en un camino trillado por los autos y dejamos el nuestro estacionado sobre la arena. Muchas personas acostumbran a ir allí, y por eso nos costó trabajo encontrar un sitio más solitario. La experiencia me agradó, tiramos una red y a esperar. Esa noche supe que mi loca no lo era tanto. Yo hablaba solo, ella estaba rendida.

70 Años

  Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete.   Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...