jueves, 8 de octubre de 2009

ROMANCE EN MI VENTANA

Fue un romance en extremo apasionado, fue un idilio pleno de ternura. No existe criatura más delicada y sutil. ¿Cómo la conocí? Pues bien, llegó un atardecer a mi ventana, me saludó, y entró, sin esperar invitación.Debo reconocer que en el primer momento me sorprendió. Yo estaba apoyado en la ventana, miraba hacia la avenida que queda en ángulo con mi cuarto. Estaba realmente abstraído, mis pensamientos volaban lejos, todo lo lejos que sólo la mente puede volar. Ella entró en mi habitación, que estaba en penumbras, y se acomodó en el butacón que tengo justo frente a mi cama. Hizo alguna alusión a lo bien que se estaba a media luz y se quedó en silencio. Yo, después de reponerme, le pregunté lo más civilizadamente posible si deseaba tomar algo. “¿Por qué no?”, fue su respuesta. Me disculpé, por tenerla que dejar a solas por unos minutos, y fui a la cocina a preparar unos tragos.
Lo primero que vino a mi mente al quedarme solo fue su cara, era meticulosamente bella; tenía una expresión entre infantil y sensual, que me cautivó en un segundo: sus labios eran carnosos y oscuros, su mirada profunda, hablaba por sí sola; su piel, tersa y bronceada, y aquella nariz era perfecta. Reparé mucho en su nariz, pues considero que lo más difícil de encontrar en un rostro es una nariz perfecta, y si lo sabré yo, que en ocasiones tengo que hacer mil bocetos para pintar un rostro, pues el modelo de nariz es muy difícil. La nariz es algo que casi todo el mundo, sin proponérselo, desde luego, se deforma. Unas veces, por padecer de coriza, otras, por usar espejuelos, entre otros motivos; la cuestión es que se deforma. Además, es una verdadera obra de arte tener una nariz que concuerde en dimensiones y forma con el ángulo de la cara, el espacio de la frente, la separación entre las cejas y el tamaño y grosor de los labios. Pero ella la tenía.

Volví al cuarto, ella aún estaba en el butacón; miraba hacia fuera, y yo, desde la puerta, me quedé contemplando su perfil semi iluminado en primer plano, con el fondo oscuro de un cielo salpicado de estrellas, todo esto, enmarcado por mi ventana. Me acerqué, ofreciéndole el vaso, y ella, casi como si leyera mi mente, como viendo mi alma, para emplear sus propias palabras, me habló de lo que tanto me entristecía. En pocas pero precisas palabras, me ayudó a darme cuenta de que lo que me sucedía era que había perdido las riendas de mi vida y que de nadie dependía el retomarlas.
Me dijo: “Todo está en tu mente: eres lo que piensas. Los sueños del hombre son su ilusión o su decepción, eso depende de la fuerza de voluntad y el deseo”.
Así fue como la conocí.
A partir de aquella noche, la esperé cada noche, como el amante galante, la aguardaba con rosas, una por cada encuentro; siempre amarillas, su color predilecto.

Una noche, al llegar yo a casa, me sorprendió su presencia; estaba recostada en el borde de mi ventana. Le entregué sus flores, y suavemente aspiró el perfume de sus tres rosas. Estaba muy elocuente esa noche, y me habló de la Presencia Divina en cada ser humano; me explicó que el ser hechos a imagen y semejanza del Creador no es otra cosa que tener la chispa divina dentro de nosotros, y que nuestra alma, que es en realidad nuestro verdadero yo, es una molécula del Todo; que el poder y la gloria son intrínsecos para nosotros, sólo que, presos en estos cuerpos, nos atamos a los sentidos y nos doblegamos a los instintos, los cuáles nublan y hasta ciegan la verdadera razón de nuestra presencia en esta dimensión.
Yo hube de preguntar no sólo qué quería decir todo aquello, sino, también, qué significaba eso de la dimensión.
La respuesta era muy sencilla: “El plan divino es la perfección”, me contestó ella, con amabilidad, “a ésta sólo se llega con el conocimiento, el que se obtiene cuando tratamos de acercarnos al Creador, mediante la superación personal, que no consiste en otra cosa que en ser mejores de corazón cada día”. “Las experiencias que vivimos son como asignaturas”, dijo, “un gesto bondadoso es un sobresaliente y cada vida es un grado”.
Pero yo no entendía completamente, y, además, insistí en lo de las dimensiones. “¡Ah!”, exclamó, “las dimensiones son los planos de existencia, es decir, la existencia física en que vivimos es un plano dimensional y, al desprenderse el alma de este cuerpo físico, ella vive en otra dimensión, menos densa, más libre”.
Yo quise besarla y ella lo entendió. No sé si me entregué con el cuerpo físico, pero sé que mi alma cantó su canción. ¡Qué extraña pasión me envolvía!, ¡qué grata paz nos unía!A partir de aquel tercer encuentro, dejaba las rosas en la ventana, pues ya había aprendido que ella podía llegar antes que yo, y era muy importante para mí saludarla con rosas. Su rostro resplandecía entre aquellos dorados pétalos.Mi vida era la hora de nuestro encuentro, mis días eran la espera de su llegada, mis noches, el regalo de sus besos. ¡Cuánto la amaba!, tanto, que su presencia aún continúa entre mis almohadas.
“La felicidad es un estado mental que consiste en tener paz espiritual, alegría de vivir y amor”, eso dijo, y me pareció una frase bellísima, pero le pedí que me la explicara. Ella me contestó que le encantaba mi alma de niño, siempre lleno de inquietudes e interrogantes, y yo besé sus manos, que en ese instante jugaban con mi pelo.
Ella se acomodaba siempre en el butacón, y yo, sentado a sus pies, en el suelo. Recostar mi cabeza en su regazo era como volver al seno materno. Cuando sus dedos entraban en mi pelo, toda mi piel se erizaba, y yo sentía que mi corazón se cargaba de ternura y bondad. Ella venía siendo como mi planta de energía. Sí, digo energía, porque en nuestro segundo encuentro ella me explicó que los pensamientos, aquellos que van unidos a sentimientos, son una poderosa fuerza de energía, y por esta razón hay que aprender a utilizarlos.“¿Cómo?”, pregunté yo. “Sencillamente”, dijo ella (para ella todo era siempre muy sencillo), “cuándo piensas algo bueno, y al pensarlo sientes una linda sensación dentro de tu pecho, estás irradiando una corriente positiva, que, como imán, atraerá cosas buenas para ti. Por el contrario, cuando tus pensamientos son nefastos, acompañados de una sensación dolorosa, temerosa o ladina, que sólo corroe tus entrañas, es otra fuerza como la electricidad, fluyendo de ti hacia otros, pero retornado con la carga multiplicada por el efecto de atracción”. Sonó realmente simple, o a mí ella me convencía muy fácilmente.
Pero en este cuarto encuentro, en que me hablaba de la felicidad, comprobé algo que ya sospechaba. Sí, comprobé que ser feliz no es necesariamente no disgustarse o entristecerse alguna que otra vez. Ella me dio la razón en esto, y yo me sentí orgulloso.“La paz espiritual”, me dijo, “sólo se logra cuando hacemos el bien y damos lo mejor de nosotros en cada situación; cuando sabemos perdonar y perdonarnos. La alegría de vivir es tener la conciencia de que no estamos aquí por mera casualidad, y que cada experiencia es un paso de avance en nuestra evolución hacia seres perfectos. La alegría de vivir consiste en saber que la creación toda corresponde a un orden divino, y que nosotros, como parte de ella, tenemos el honor de ser co creadores... y amar”, continuó diciendo, y yo no me atreví a interrumpirla. “Amar es ver en cada cosa viviente, animada o no, la mano del Creador, y por ende, sentirnos parte y conjunto de la creación. Amar es dar afecto, prodigar buenas acciones y saber recibir lo mismo, sin balancear cantidades o calidades. Dar por el placer de dar y recibir con gratitud, pensando que entre todos debe prevalecer la mejor voluntad de convivencia en el mundo”. “Cuando se tienen estas tres condiciones”, dijo, concluyendo, “se es feliz, no importa qué circunstancias nos rodeen, ni a qué tengamos que hacerle frente, porque somos felices por nosotros mismos. Porque la felicidad no te la da nadie, ni nada; está dentro de ti, como Dios. A cada uno le pertenece lo mismo, sólo hay que saber buscarla dentro de nuestros corazones”.

Fui hiperbólicamente feliz, el día que ella decidió quedarse conmigo hasta el amanecer, y vi la más hermosa alborada a su lado. Los atardeceres eran mágicos en su compañía, pero qué forma tan especial tenía el sol cuando en el saliente se reflejaba en sus ojos. La intensidad de su mirada se hizo más aguda cuándo me dijo: “Háblame de las cosas que hay en mí que no te gustan”. “No, mi amada”, le contesté, “en ti no existe algo que me desagrade, eres perfecta”. “¿Me amas?”, preguntó entre coqueta y curiosa. “Con toda mi alma”, le dije, mientras tomaba sus manos, para besarlas con vehemencia. “¿Me amarías si no fuera perfecta?”, insistió. “Claro”, le dije yo, muy romántico. “Te hablo completamente en serio”, dijo, ahora explicando su pregunta inicial, “quiero que imagines por un instante que tengo una nariz horrible, que mi tono de voz es irritante y que, además, considero esas rosas que me regalas una tontería”. “Esa no eres tú, mi amor”, le protesté. “Pero, piénsalo así”, me insistió, “imagínalo de esa manera, haz un esfuerzo y responde sinceramente”. Me quedé dudando unos segundos, aquel juego me parecía que se complicaba. En fin... “No, creo que no te amaría”, contesté. “Es más, creo que me hubiera molestado tu presencia invadiendo mi privacidad, la primera noche en que te vi”.“Entonces, tú no me amas”, dijo ella. “Vamos”, le dije, “no exageres tus reacciones femeninas; esto que hablamos es tan hipotético, que viene siendo irreal”. “No, no tanto”, protestó ella, “en realidad tú no me amas a mí, sino a lo que ves en mí, que no es otra cosa que lo que yo te he querido mostrar. Pero lo más importante es que me amas porque te parezco perfecta, y qué cosa tan fácil resulta amar a la belleza y a la perfección. El verdadero amor no repara en formas y colores” (ella, tan poética). “No me imagino amando a alguien feo o de mal carácter”, dije, muy convencido. “Ese no soy yo”.“Sin embargo, el verdadero amor lo damos más allá de las cosas que nos parezcan agradables o bellas.
El verdadero amor lo damos no a esta vestidura exterior, no a lo que vemos, a la apariencia, sino al verdadero ser interior que todos llevamos dentro, que es lo que en verdad somos”, expresó ella. “No en balde”, dije yo, “se dice que el amor tiene razones que la razón desconoce”. “Así es”, me respondió ella, “no todos podemos leer almas, pero muchas parejas, de esas que nada tienen en común, son almas gemelas, o son almas que se aman de verdad”.“Pero tú dijiste”, le reclamé, “que cada cual refleja lo que es”. “No”, me rectificó ella, “yo te dije que cada cual manifiesta lo que piensa. Quien piensa equivocado, actúa errado, pero su alma es perfecta. Hay quienes se aman, a pesar de las aparentes imperfecciones, porque, aún sin saberlo ellos a conciencia, sus almas se atraen, y en ocasiones sucede que se la pasan todo el tiempo en guerra, en contradicción, pero no se separan; sienten que algo más fuerte que ellos los une, o simplemente no saben el porqué. Y la razón es que tienen que vencer las contradicciones con amor. Eso es todo. Hasta podrían separarse, si no pueden conciliar las diferencias, pero sin rencor, con afecto, con comprensión y sensatez”.
“Entonces, tú no crees en mi amor”, le dije, un tanto disgustado. Realmente pensé que ya no me gustaba su actitud, no era necesario mezclar su filosofía con la realidad que vivíamos.“Yo sé”, me respondió, “que tú sientes por mí una linda sensación, que tus sentimientos hacia mí son sinceros; yo sólo te aclaro que no es el amor del que yo te hablo”. “Yo no sólo te creo”, me dijo, evidentemente, trataba de suavizar, “sino que, además, me siento muy feliz de ese amor que tú me prodigas. ¿Qué harás cuando esto termine?”, me preguntó, tomando mi cara entre sus manos. “Yo no quiero ni pensarlo”, le dije yo, “¿es necesario que eso ocurra?”Mi adorable criatura comenzó a decir, mientras me abrazaba muy tiernamente: “Todo en la vida tiene un ciclo evolutivo, que comprende el nacimiento, el desarrollo y el final, que no es muerte o destrucción, es cambio, es proyección a otra etapa. Tú y yo, como todo, respondemos a una finalidad. Nuestro encuentro ha sido necesario para ambos, los dos hemos vivido intensamente esta unión, los dos hemos aprendido algo de ella, y cuando la experiencia termine, nos separaremos, por el bien de nuestro desarrollo”.“Tú debes explicarme, ¿por qué debo yo perderte?”, le dije, con cierta tristeza, a lo que ella respondió: “Perderme no, no uses esa palabra; tú jamás me perderás. La explicación de cada experiencia está implícita en su logro”.

Esa noche nos amamos tan intensamente, que sé que nunca había dado tanto sentimiento, ni me había sentido tan profundamente integrado a alguien; fuimos literalmente un solo cuerpo, un solo corazón latía, y fue la última noche en que se conjugó placer, pasión y ternura en aquella habitación.

Me quedé dormido en la butaca, esperándola. Desperté, abrí los ojos y miré hacia la ventana; allí estaba... Bueno, ahí estaba una ardilla cobriza, que me miró lánguidamente y acarició las seis rosas. No fueron necesarias las palabras. Mentalmente, le dije: “Has sido mi mayor pasión; inoculaste en mí el germen del amor, de amar a la vida”.Ella me transmitió algo que yo leí en la profundidad y ternura de su mirada. Era la despedida.
“Te amaras más que antes y vivirás con la alegría de los latidos de tu corazón. Cuándo te aquietes y los sientas, disfruta de ellos, y piensa que el mío, dónde quiera que yo esté, late al mismo ritmo que el tuyo, y eso nos mantendrá en eterna comunión. No dejes nunca de mirar al mar, en su profundidad está el conocimiento de la vida. No dejes de admirar al sol, en su luz está la fuerza y el poder de Dios. Únete al fulgor de esa luz, fúndete con ella. Y no dejes de soñar cada atardecer, que en los sueños el hombre vislumbra su destino”.

70 Años

  Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete.   Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...