miércoles, 17 de junio de 2009

LA VENDEDORA DE PERIÓDICOS

Ella llega muy de mañana, y desaparece al despedirse el sol. El área del parque cubre toda una manzana, y ella recorre a pasitos silentes cada milímetro de asfalto, cada pulgada de cemento, entre estas cuatro calles.

Lo mismo los vecinos de la zona que los encorbatados ejecutivos, tanto las amas de casa, como las empolvadas señoras reciben día a día una sonrisa de ella.

—Dame uno –es la frase por la que ella aprendió a reconocer a cada cliente.

No tiene amigos, y aunque tampoco enemigos, sí es objeto de burlas y maldades. Esos pequeños demonios que todos llamamos niños, con su indiferencia al dolor, con su ignorancia de la vida, quizás la despedazan un poquito cada día.

Usa una amplia falda, que sólo deja ver sus pies en aquellos zapatos de lona, que ella debe lavar cada noche, pues los lleva tan blancos, como nieve recién caída. La blusa nunca combina con la falda, pero su sobria y muy remendada ropa siempre está limpia. No sólo tiene tiznadas sus manos por la tinta de los periódicos, también su rostro se ve grisáceo por el maquinal e inconsciente gesto de apartar su pelo hacia atrás, tomándolo entre sus dedos cordial e índice, en forma de tijeras, y usando ambas manos: la derecha, para el mechón que cae sobre su hombro derecho, y la izquierda, para el mechón que cae sobre su hombro izquierdo. Su pelo rubio, amarillo como rayo de sol, derecho y liso, tapa toda su encorvada espalda. Los años ya han marcado su piel, una piel muy tostada; el sol ha hecho su faena y sus brazos resemblan surcos agrietados. Pocas veces sus ojos dirigen una verdadera mirada; es como las actrices al mirar alpúblico. Pero su mirada es profunda, si la logras alcanzar, y su sonrisa es perenne, como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa que sonreír y, desde luego, vender esos periódicos.



Ella tiene un pasado del que todos somos parte, pero ninguno sabe algo de ella; es, quizás, nuestra más vieja conocida, aunque no podemos siquiera decir su nombre.

Y una mañana no volverá; sentiremos su falta, sobre todo, porque no tendremos las noticias del día. Después, nos iremos a comprar el periódico a otra esquina, y nunca la volveremos a pensar.

Ella es quien por años nos ha dado los buenos días con su mejor sonrisa, y nosotros, los ajenos, los absortos, los ocupados y preocupados de siempre.

Ella llega muy de mañana, no sabemos de dónde, y se va cada día con el sol, hacia algún lugar.

viernes, 5 de junio de 2009

LA CARTA

Luis había viajado muchas millas, en una carrera desenfrenada hacia la verdad; su vida, en menos de veinticuatro horas, se había convertido en desconcierto y ansiedad. Ahora estaba en América, no podía perder ni un minuto. Dejó sus maletas en el hotel y, de inmediato, tomó un taxi.Al llegar frente a la puerta de aquella casa, su mano se extendió y pulsó el timbre con firmeza, pero con un violento salto en la boca de su estómago y una terrible ansiedad, que hacía a su respiración agitada y oprimía su pecho.

—Buenos días –saludó, cuando le abrieron; su voz era temblorosa pero audible.

—Buenos días, señor. ¿Qué deseaba?

—Quiero ver al señor Mederos –pidió él.

—¿A quién debo anunciar? –preguntó la muchacha.

—Dígale que el señor Luis Pons tiene urgencia de hablar con él.

—Sí, pase, por favor.

La muchacha de servicio le indicó que aguardara en el despacho. El corazón de Luis se agitaba cada vez más, cada segundo que transcurría. Con su vista fija en el reloj de pared, pensaba que eran años los que había vivido en aquella farsa, envuelto en toda esa trama de mentiras. Por eso, una vez descorrido el velo, sintió la profunda e ineludible necesidad de ver a este abogado. Lo sentía como un deber moral, aunque no fuera esa razón la que realmente lo impulsaba.

—Buenos días, joven.

Ahí estaba él. Sí, sin dudas era lo suficientemente viejo como para no mentir.

—Buenos días, licenciado –dijo, estrechando su mano–. Sé que le extrañará mi visita.

—No, para nada –se apuró en contestar el abogado. Luego hizo una pausa y agregó–: Siéntese y explíqueme a qué ha venido.

—Licenciado –comenzó diciendo Luis, débilmente, y tragó en seco–, tengo entendido que usted fue el abogado de la señora Randall. Es más, que tenía usted una muy estrecha amistad con ella.

—Sí, pero... –dijo Mederos, sin comprender.

—Un momento –le interrumpió Luis; era evidente que debía hablar de un tirón o, de lo contrario, no tendría fuerzas–, por favor, yo le voy a explicar, o al menos creo que me entenderá si le digo que yo soy el hijo de la señora Randall y que he venido porque quiero, necesito, que usted me diga todo cuanto sabe de ella.

—¡Caramba! –exclamó el viejo abogado, levantándose y estrechando nuevamente, pero ahora muy calurosamente, la mano del joven­–. Tú eres Luisito. Hijo, no sabes el gusto que me da conocerte. Si, tu madre y yo fuimos muy buenos amigos,

—Licenciado, yo necesito saber cómo vivió, cómo conoció al hombre que fue su esposo. Todo, todo lo relacionado con su vida y con su muerte.

—Comprendo, muchacho, que estés ávido por saber de tu madre; han pasado tantos años, y seguramente no has tenido a quién acudir.

Luis se acomodó en la butaca, atento al relato que se iniciaba, su tensión comenzó a relajarse.

—Pues bien –empezó diciendo Mederos, en lo que encendía su pipa–, conocí a Dorys, a los pocos días de haber llegado ella a este país, estaba hospedada en un hotel, al que yo había ido para ver a un cliente. Al pasar por la recepción, ella escuchó que me nombraron y esperó en el lobby del hotel a que yo saliera. “Licenciado Mederos”, me dijo, “soy la señora Sáenz. Llegué al país hace muy poco y necesito un abogado. ¿Puede usted prestarme sus servicios?”.

Desde el primer momento, la vi tal cual era: firme, serena, emprendedora, y con una gran capacidad. De esa forma empecé a atender todos sus asuntos, y no teniendo amigos ni parientes aquí, se estableció entre nosotros una indisoluble amistad, que sólo se vio un tanto mermada cuando ella se casó con el señor Randall.Como sabrás, ya para ese entonces era él un millonario, bien afianzado en la industria química. Este hombre me profesó desde el principio una real antipatía, y dado que compartíamos el mismo sentimiento, hubo cierto distanciamiento entre tu madre y yo.

—¿Cómo conoció mi madre a Randall? –preguntó Luis.

—Lo conoció el verano de ese mismo año, cuando estuvimos de vacaciones en la playa. Según me dijo más tarde, el señor Randall la atrajo desde el primer momento, y al parecer, a él le ocurrió otro tanto, pues en menos de seis meses se habían casado. En todo el tiempo que duró su matrimonio pude comprobar que Randall la amó, aunque siempre pensé que ella no era feliz, y pese a esto, nunca acepté la idea del suicidio, porque, además, era una mujer muy fuerte, y te quería mucho. Eras el centro de su vida. Por ello, en cuanto supe que había muerto, llamé al señor Alan, que, además de un buen amigo, es un excelente criminalista.La noticia me había llegado como suicidio y, en efecto, al llegar a la casa, supimos que el inspector encargado del caso en sumario previo había declarado suicidio. El forense determinó el deceso entre las 11:30 p. m. y la 1:00 a. m., y aunque la autopsia aún no se había efectuado, se había comprobado que la taza de café que fue encontrada en la mesa de noche contenía residuos de un veneno de efecto intermedio, que producía la muerte como un aparente paro cardíaco, en un proceso que podía durar de cinco a treinta minutos, y existía la carta, es decir, la nota que acostumbran dejar los suicidas. “¿Qué viste, Alan?”, le pregunté yo, al salir, y él sólo respondió que a simple vista era un suicidio. La carta hablaba de que Randall tenía una amante, que en los últimos tiempos se sentía muy sola y deprimida, y que, después de cuestionarse sobre toda su vida, ésta le parecía inútil, y por tanto... “Es lo de casi siempre”, me había dicho Alan.Fuimos, no obstante, a ver a la servidumbre, yo quería investigar, estaba realmente convencido de que ella no era una mujer capaz de hacer semejante cosa, y menos con el amor y la preocupación que prodigaba a su hijo. Me preciaba de conocerla.

Interrogamos a Mary, la mucama. “Anoche los señores cenaron temprano, después el señor se fue a la biblioteca, donde tomó el café, mientras revisaba unos papeles, y la señora se retiró a su habitación”, nos dijo. “¿Tomó el café en su cuarto, entonces?”, le preguntó Alan. “No, ella no tomó café, últimamente decía que la desvelaba”, respondió. “¿Cómo explica usted que haya aparecido una taza de café en el cuarto de la señora?”, insistí. “No lo sé, señor”, fue su respuesta, “pero a las diez de la noche yo recogí el servicio de la biblioteca y el señor se fue a acostar”.

Después, interrogamos a Susan, la cocinera. “En la tarde, la señora pasó por la cocina y me indicó que la cena debía estar lista a las 8:00 p. m., pues el señor viajaría hoy temprano en la mañana y debía descansar. Así fue, después de cenar, la señora se fue a su dormitorio y el señor a la biblioteca”, dijo. “¿Dónde tomaron el café?”, preguntamos. “El señor, en la biblioteca. Yo misma se lo preparé, y Mary se lo llevó. La señora no tomó, hacía ya varios días que no lo tomaba, porque decía que la mantenía muchas horas sin sueño”. “¿Vio usted al señor esta mañana?”, indagó Alan. “Sí, se levantó a las seis de la mañana, desayunó en la cocina y luego se fue”.

Salimos de la casa sin ver a Randall; había salido en avión para New York, y, aunque estaba enterado, no llegaría hasta la tarde.“Bueno, John”, me dijo Alan, “aquí sólo falta el café”.

Los recuerdos fueron interrumpidos por Karen, que traía una merienda, y Luis aprovechó para preguntar.

—Licenciado, quisiera que usted me contara cómo fue la vida de mi madre antes de venir a este país. ¿Qué era lo que sabía usted de ella, que lo hacía estar tan convencido de que no podía haberse suicidado?

—Tu madre era una mujer adorablemente fuerte y con gran sentido común. Desde los diecinueve años, cuando salió del internado, administró una cuantiosa fortuna. Había sabido enfrentarse victoriosa a la vida en todos sus matices. Sola había salido de muchas situaciones duras. Su vida no había sido nada fácil, hasta los veintisiete años, cuando yo la conocí, y ese temperamento no podía haberse debilitado de tal forma, sólo porque su esposo tuviera una amante; máxime, cuando su ilusión eras tú. Así mismo se lo expliqué a Alan, tratando de inocular en él esa certeza, pero también había algo más, y creo que eso fue en verdad lo que decidió a Alan.“¿Crees tú que una mujer al borde del suicidio, tan hastiada de la vida, saca boletos de viaje, para darle una sorpresa al marido en el aniversario de bodas?”, le comenté. “Espera, John, sé más explícito”, se sorprendió él.

Sí, la tarde de ayer”, le conté, “la señora Randall y yo nos encontramos en una cafetería. Yo tenía que entregarle unos documentos, y estuvimos conversando. Me dijo que había preferido que nos encontráramos en esa cafetería, porque debía llegar temprano a su casa, ya que el marido saldría de viaje al día siguiente, y mi oficina le quedaba un poco lejos; sin embargo, aquella cafetería le quedaba muy conveniente, ya que en esa misma calle quedaba la agencia de pasajes en la que ella recogería sus dos boletos para Atenas. Era una sorpresa para su esposo, ya que dentro de una semana cumplirían cinco años de casados, y volverían al lugar en donde habían pasado su luna de miel”. “¿Dónde están esos pasajes?”, preguntó Alan. “No lo sé, supongo que entre sus cosas”. “Hay que encontrarlos. Creo que me convenciste, mañana iremos a ver al señor Randall”.Quedé conforme, sabía que en manos de un fiscal como Alan encontraríamos al asesino. Estaba seguro de que tu madre no se había suicidado. La conocía muy bien. Desde luego que lo de la amante de Randall era verdad; hacía poco más de un año que éste estaba discretamente enredado con Helen Lampor, de quien no se tenía más antecedentes, sino que era rica y viajaba constantemente; pero Dorys lo sabía y no le preocupaba, según me había dicho. Era una mujer muy curtida por la vida, y de los hombres ya tenía su experiencia, bastante desagradable, por cierto, cuando se casó con Randall.Por ella misma supe que, teniendo diecinueve años, recién salida del colegio, había conocido a un joven. A ella, huérfana, sin consejos ni protección, a una edad como aquella, la ilusión, el amor, todo como un velo azul, la había envuelto, y te tuvo a ti. Desde luego, el niño rico, tu padre, ya para ese entonces no la veía más. Toda temperamento, enfrentó esto sola: trabajó, se labró un nombre en el mundo publicitario, y, pasados unos años, decidió venir a América, para extender sus negocios. A ti te dejó estudiando, y todos los veranos pasaba contigo los tres meses de vacaciones que tú tenías. En esto consistía su vida, y decía que los hombres eran más sensibles a las reacciones que cualquier otro animal, y que Robert Randall sólo tenía una reacción instintiva hacia esa mujer, que no la afectaba a ella en lo absoluto.

Al día siguiente, como habíamos convenido, fuimos a ver a Randall.“Buenos días, señor”, entré diciéndole, “créame que lamento profundamente su pérdida”. “Lo sé”, me contestó, “usted era un buen amigo de mi esposa”.“Permítame presentarle al señor Alan”, agregué, “quien también conoció a su esposa, y quien, además, es un especialista en criminología”.En ese momento, notamos a Randall muy nervioso.“Discúlpeme que vengamos a tratar un tema tan delicado”, le abordé, “pero creo que, como abogado de la señora Randall, tengo el deber de transmitirle a usted mis inquietudes y pedirle su autorización para que el señor Alan investigue lo sucedido, a fin de encontrar la verdad. Porque yo, señor Randall, no creo que Dorys se haya suicidado”. No fue ni fácil, ni difícil, sencillamente Randall parecía un hombre sin voluntad, todo su genio se había evaporado.Las investigaciones comenzaron, y con ellas las contradicciones, los cabos sueltos, y los interrogantes. Yo, de todo eso, sólo era un espectador, un espectador muy interesado e impaciente. Por esto, al cabo de los tres días, me aparecí en las oficinas de Alan. Lo encontré realmente desconcertado, y con un expediente lleno de hallazgos, cada uno de los cuales confirmaba mi teoría. “El resumen es el siguiente”, dijo el abogado, sacando de un archivo una gruesa carpeta, en la que al parecer había guardado meticulosamente todo documento o recorte de periódico relacionado con el caso. A continuación, me leyó las siguientes conclusiones:

1. Los pasajes nunca aparecieron, y Randall desconocía este hecho. No obstante, en la agencia de pasajes constaban como vendidos a nombre del señor y la señora Randall.

2. El veneno utilizado era un producto en experimentación. Por lo tanto, no se producía más que en un laboratorio de investigaciones, de una de las fábricas del señor Randall, al cual no tenían acceso más que cinco personas, sin conexión alguna con la víctima y el propio Randall.

3. Nadie en la casa vio a Dorys servirse el café y no aparecieron huellas en la taza, ni siquiera las huellas de ella.

4. El señor Randall alega haberse acostado a las diez p. m. (hecho corroborado por las declaraciones de toda la servidumbre), haberle dado las buenas noches a su esposa, que aún estaba despierta. Dice que al levantarse la mañana siguiente no la despertó, pues no era su costumbre.

5. La amante, reconocida por el señor Randall como una relación informal y fortuita, declaró que, aunque no existía algo formal entre ellos, sabía que últimamente no marchaban bien las cosas en el matrimonio.

6. Yo, como abogado, había declarado tener en mi poder documentos firmados por Dorys, en los que traspasaba un número no pequeño de acciones a Randall, que dichos documentos me fueron enviados por correo (cosa no usual) por el abogado de Randall, y que Dorys me dijo que no se acordaba de los citados documentos.

7. El testamento deja dos herederos a partes iguales: su marido y su hijo.

Finalizada la lectura, Alan continuó su relato. “Hasta aquí, no hay algo en claro”, me dijo, “el único con motivos económicos es el marido, ya que el hijo queda descartado. A mí no me parece suficiente motivo, porque, aunque el dinero nunca está de más, Randall no lo necesita. Por otra parte, su amante no es una relación lo suficientemente sólida, ni pasional, como para llevarlo a deshacerse de su esposa. Alan hizo una pausa, y luego continuó: “Pero, pese a todo, resulta el único sospechoso, ya que el suicidio no tiene móvil aparente. ¿A quién se le ocurre comprar boletos de avión para celebrar el aniversario y matarse en el mismo día?”

“Claro”, le dije, muy seguro, “eso fue lo primero que pensé. Pero si fue él, ¿cómo vamos a encontrar el porqué?” Alan me respondió: “Empecé diciéndote, John, que mientras más datos colectaba, más interrogantes aparecían”. “Dices que no hay huellas”, dije, como pensando en voz alta. “No, y eso hace descartar el suicidio. No tiene sentido que ella borrara sus propias huellas, hacer desaparecer los pasajes, en fin... Esta tarde voy a ver al inspector, es necesario reabrir el caso”.

Salí del despacho de Alan lleno de inquietud, pero con la total certeza de que Randall había matado a Dorys. A partir de ese día, comencé a perseguirlo, a visitarlo, hablándole de ella y de todo lo sucedido, llegué casi hasta la tortura. Quería meterme dentro de él, quería penetrar su cerebrito. “¿Por qué la mataste, infeliz?”, pensaba. No conseguí mucho, hasta un día en que le dije: “Sabe, Randall, nadie más que usted parece sospechoso a la policía, porque nadie más se beneficia con su muerte y nadie cree ya en el suicidio. Yo sé que ella era una mujer superior, que poseía una inteligencia por encima del promedio, y esa estupidez de los celos era absurda para ella. ¿Qué cree, señor?”Le vi claramente desconcertado, su rostro se demudó, todos los músculos de su cara se contrajeron, y, lleno de ira, me preguntó: “¿Cómo me lo pregunta?”

“Solamente como amigo de ella. Usted debió conocerla bien”, le respondí.“Eso creí, hasta un día, y por eso la amé, la admiré”. Hablaba, sin tenerme en cuenta. “Era una muy inteligente mujer, era superior, sí, pero no tenía corazón, o sí, tenía un corazón frío y calculador. Fue siempre cruel, hasta para morir. Era de los enemigos escudados, a los que cuesta conocer, a los que es preciso matar”.De pronto, dio un golpe en su escritorio y sacudió la cabeza, como saliendo de un letargo. Entonces me dijo con voz descompuesta: “Mire, licenciado Mederos, mi mujer está muerta, y, opinen lo que opinen la policía y usted, yo no deseo hablar del tema. Ahora, por favor, déjeme solo. Estoy cansado, otro día nos veremos”.

Como comprenderás, ese día fue decisivo para mí, de inmediato, llamé a Alan y le dije: “Tienes que encontrar una pista”.Después vino el desenlace de una forma casual y hasta infantil. Alan me visitó y me dijo: “Te traigo buenas noticias”, a modo de saludo. Luego, sin darme tiempo a pronunciar ni una sílaba, continuó: “Encontré la prueba que tanto hemos buscado, la carta, John. ¡Qué astuto!, pero ya hice el sumario, se iniciará el proceso contra Robert Randall”.

“No te entiendo, Alan, explícate”, le dije.

“Verás, tengo un sobrino maravilloso. Lo mandaré a estudiar al extranjero”, comentó. Enseguida, siguió diciendo: “Anoche, yo me devanaba los sesos, y el eslabón que faltaba no aparecía. Me quedé rendido sobre el escritorio, y esta mañana, Tony me llevó allí el desayuno. El chico me preguntó: ‘¿Qué pasa, tío?, el caso es muy complicado’. ‘Sí’, le contesté, ‘me falta una prueba para mandar a la silla eléctrica a un asesino’. ‘¿Y cómo sabes que es el asesino?’, me preguntó él. Le contesté, tratando de reflexionar sobre los pasos dados, repitiendo en voz alta todos los detalles. En tanto, él se había acercado y leía los papeles. ‘¿Esta carta la dejó la muerta?’, volvió a preguntar. ‘Sí, ese es uno de los factores que complica las cosas’, le contesté. Él me dijo: ‘Tío, ¿no será falsa?’ Le dije que tú, como abogado de la señora, habías identificado la firma, y que ya se fuera, que yo tenía mucho trabajo. Pero puedes creerme que aquella frase de Tony prendió en mi cerebro, y me fui a ver a un perito. No es de ella, es de él. ¿Te das cuenta?”De esta forma, quedó todo resuelto, o casi todo, porque, en realidad, nunca llegué a saber por qué Randall lo había hecho. Pero, ironías de la vida, yo tan convencido, tan aferrado a la verdad, y teniendo la oportunidad de hallar la prueba, no me di cuenta de lo de la firma. Claro que era una imitación perfecta.

Lo demás fue todo rutina: un juicio breve. Randall se negó a declararse culpable, pero no tenía la fuerza suficiente como para declararse inocente, sencillamente calló.

—Entiendo, licenciado, usted me ha aclarado muchas cosas que yo desconocía, pero ahora quisiera que usted me escuchara. Yo quiero añadir algo que falta en su relato –dijo, por fin, Luis.

—Si, muchacho, habla. No sabes cuánto he deseado poder hacer algo por ti, algo en recuerdo a la memoria de tu madre –le contestó Mederos.

—Hace sólo unos días, cumplí la mayoría de edad, y vino a verme el señor Lord, el abogado y tutor que me dejó mi madre al morir. Traía un sobre, y el contenido de éste eran hojas escritas de puño y letra por mi propia madre, en las que me contaba toda su vida, aún antes de mi nacimiento. Permítame leerle algunos fragmentos, para que usted comprenda porqué he venido y cómo me siento.A continuación, Luis leyó:

Quedé huérfana a los dos años; mis padres murieron en un accidente. Desde entonces, fui una niña solitaria, encerrada en el mejor colegio de Inglaterra, teniendo por único afecto y única visita al señor Lord. A los dieciocho años, ya había cobrado conciencia de que disponía de una gran fortuna y que debía invertir. Vivía entre la frialdad de los números y la soledad de mí misma, ya para entonces, sabía el interés que movía al mundo: el dinero.Conocí a un joven abogado, que visitaba Inglaterra varias veces en el año, por cuestiones de trabajo, pero nunca hablamos de dinero, creo que jamás supo de mí otra cosa que no fuera que le amé desde el primer día. Tuve de él todo el calor y la ternura que había faltado a mi vida desde que murieron mis padres. Nos amamos intensamente, y de ese amor sin leyes, pero puro y verdadero, naciste tú. Cuando le dije a Luis, así se llamaba tu padre, que estaba embarazada, me dijo que volvería inmediatamente a los Estados Unidos, para cerrar todos sus asuntos, y en un mes estaría de vuelta para casarnos. No pudo volver, lo asesinaron.

Hacía meses había hecho unos trabajos para cierto individuo, según me había comentado, las operaciones eran de poca monta. Sin embargo, el hombre en cuestión parecía tener mucho dinero, y él creía que estaba metido en algo sucio. Al irse por última vez, tu padre me dijo que hablaría con ese sujeto, pues no quería seguir trabajando para él, y en una llamada que me hizo dos días antes de morir, para avisarme que había sacado pasaje, me confesó tener cierto temor, pues el hombre le había amenazado.

Luis hizo una pausa y luego continuó:

—Después, mi madre me cuenta todo lo que sufrió y trabajó para hacerse de un nombre y garantizarme el porvenir, y me explica por qué me dejó internado y viajó a América. Siempre me dijo que lo había hecho a fin de expandir el negocio, pero lo cierto era que había venido a saldar una deuda. “Me debes disculpar, hijo”, me dice mi madre en su relato, “te amo, pero ese hombre frustró mi vida y la tuya, y debía pagar por su crimen”.Claro, esto se refiere a que cuando mi padre murió, todo quedó como un accidente. Según las noticias, lo encontraron ahogado en la playa y la mujer que lo acompañaba declaró que se habían hospedado en una cabaña. Dijo que estaban celebrando, y que él, después de tomar más de lo acostumbrado, había querido salir a pescar durante la noche. Pero mi madre sabía que él le tenía pánico al mar, que jamás pescaba, ni salía en bote. Además, esa misma tarde la había llamado para confirmarle que saldría en avión esa noche. Mi madre sabía que no era un accidente, y se sentía obligada a cobrarle su crimen al asesino.“Robert es un hombre poderoso, nunca habría podido probar su crimen, pero logré la venganza a través de mi propia muerte”, leyó el muchacho.

—Entonces Robert Randall fue el hombre que según Dorys mató a tu padre –interrumpió Mederos, realmente desconcertado.

—Sí, aquí están los recortes de periódico sobre el suceso y algunas cartas de mi padre para mi madre. Cuando leí todo esto, decidí saber más. Iba a escribirle a usted, ya que ella me habló siempre expresándose de usted como su único amigo, pero preferí venir personalmente.

—Pero, ¿cómo vengó aquel crimen con su muerte, cómo se dejó matar, o, mejor, cómo sabía que Randall la mataría? No, no, esto no está claro.

—Sí, sí está muy claro, porque ella se suicidó.

—No entiendo, muchacho, me tienes de un asombro a otro.

—Es sencillo, lo hizo de manera que todo lo culpara. Según me cuenta, él mismo le facilitó el veneno, con el pretexto de que ella necesitaba conocer la nueva fórmula, ya que había invertido capital en ese experimento; sabía que él no iba a declarar esto, porque trabajaría en su contra.

—¿Y la firma?

—Es más sencillo aún. Estando recién casados, ella le demostró su habilidad para imitar firmas, diciéndole que desde pequeña constituía un juego para ella, y lo retó a que intentara imitar la de ella; él aceptó el reto e insistió, hasta que un día le mostró una que le había quedado perfecta, y ella la guardó celosamente. Recuerde que al venir a este país ya la idea estaba concebida. Fue una labor de años.

—¡Qué paciencia!, es casi increíble –exclamó Mederos–. Randall nunca llegó a saber, para él fue condenado injustamente.

—Se equivoca, eso también lo previó.

—¿Qué quieres decir, hijo?

—El señor Lord me entregó también un sobre, que envió Robert Randall desde la prisión; creo que usted sabrá que nosotros nos conocíamos, a pesar de que nunca intimamos, por motivos aparentemente triviales, cuya única razón fue que mi madre lo impidió a toda costa. No obstante, él no quiso morir sin pedirme perdón por la muerte de mi padre y sin hacerme saber que no había matado a mi madre.

Escuche su relato, esto dirá la última palabra en todo este asunto –dijo Luis.

Enseguida, comenzó a leer:

(...)

—Buenas noches.Cuando levanté la vista, tenía ante mí a una esplendorosa mujer.

—Buenas noches, señorita –le contesté.

—¿Le molestaría si me sentara a su mesa?Así llegó a mi vida y se adueñó de ella. La amé con toda intensidad y me entregué a ella absolutamente. Creo que le di lo único bueno que había en mí. ¡Qué estúpido fui! Fue una enemiga superior; sí, inteligente, fría, calculadora, fuerte y cruel. Hace tres años, una tarde, la encontré sentada sobre la alfombra de su habitación, revolviendo unas cajas con recortes de periódicos. Le pregunté si buscaba algo, y me dijo:

—Robert, ¿te acuerdas de esta noticia? –dijo, mostrándome un anuncio en el que se leía: “Fue encontrado ahogado el abogado Luis Pons”.

—No, no recuerdo –le respondí.

—Robert, este hombre trabajo para ti, según tú me contaste.

—¡Ah!, sí, ya sé, ese idiota. Muy recto, tanto, que desperdició la oportunidad de ganar mucho dinero. Esperaba un hijo y no podía defraudar a no sé qué romántica noviecita.

—¿Y cómo la desperdició?

—Nada, le dije que aceptaba su renuncia, que pasara por mi casa a recoger su cheque. Cuando llegó, le invité a una copa, era la mejor forma de despedirse. La bebida contenía un narcótico, fue cayendo en un sopor, hasta quedar rendido. Después, mis empleados lo llevaron con Patty a la cabaña, y a la media noche lo montaron en un bote y lo tiraron al mar.

—¿Y el hijo?

—¡Qué sé yo!, pero, ¿a qué viene todo esto?, ¿escrúpulos?, no los concibo en ti.

—No, desde luego, más bien curiosidad. Y dime, ¿qué fue de la joven que lo esperaba?

—No lo sé, supongo que creyó la noticia y rehizo su vida.

—Robert, ¿sabes qué haría yo si fuera esa mujer?

—Algo horrible, seguramente, porque eres una mujer terrible; tienes la astucia y el valor de cualquier hombre.

—Sí, me vengaría de ti. Fuiste un canalla.

—Tú hubieras hecho otro tanto, tus negocios siempre los has defendido por encima de todo. Por eso nos entendimos tan bien desde el principio. Pero, ¿qué harías?

—Bueno –empezó a decir, con mucha serenidad–, primero hubiera utilizado mis armas femeninas para conquistarte y hacerte mío, pero mío con todo tu amor y toda tu confianza, y después me mataría.

—Vamos, te creí más inteligente. ¿Qué sacarías?

—Espera, aún no he terminado, me mataría, dejándote a ti como culpable. Lo haría con un veneno de los que tú produces, y a los que sólo tú tienes acceso, y, además, dejaría una carta suicida.

—Pero, así sabrían que te suicidaste.

—No, mi amor –dijo, marcando cada letra de la palabra amor–, la carta les daría la pista; y créeme, te culparían a ti. Eso te lo aseguro.

70 Años

  Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete.   Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...