Manuel
era un hombre que vivía atado a una hoja, a una hoja de Yagruma enmarcada en un
cuadro de terciopelo, dice él que para suavizar el recuerdo. El pasado tenía a
Manuel atado como lazo firme en su cuello; su respiración se agitaba o se hacía
lenta según se movía
o el lazo. Al contemplar la hoja Manuel podía ver los bellos
momentos que vivió con su María, la niña hecha mujer que él desposara cuarenta
años atrás; leía en aquella hoja por su lado verde los votos que hicieran
debajo de aquel árbol, “solo necesitamos de esta hoja para escribir nuestras
vidas”; y si él viraba la hoja por su lado plateado leía las frases que
pronunciara su suegro en ocasión del entierro de María. Y por tan fácil que se
hacía la lectura; ahora de los tiempos alegres, por su lado verde; después de
toda la tristeza, por el lado plateado, fue que Manuel enmarcó la hoja en el
fino cuadro para sólo ver la cara verde y con esto recordar la felicidad.
Felicidad que leía, veía y contemplaba. Felicidad
que sentía como suya, única y verdadera en un presente que, sólo existía en
aquella hoja.
Bajo
estas condiciones conoció Antonia a Manuel, una tarde que pasando debajo de su balcón
el hombre pidió su ayuda para encontrar “El Regreso”, nombre por el que se conocía
la única casa de huéspedes del pueblo,
un pueblo pequeño en dimensiones pero inmenso en la profundidad de los
corazones de sus habitantes, o así decían los forasteros que siempre querían
regresar a El Rincón, el pueblito querendón.
Antonia nació y ha vivido sus sesenta y cuatro años en la misma
calle adornada de sauces que son emblema de la fortaleza de este pueblo según dicen
sus habitantes. Antonia crío a sus dos hijos en un ©apartamento de segundo piso
con balcones exteriores luciendo siempre azucenas y claveles. Antonia no es ni fue
una mujer bella, pero posee unos divinos
ojos verdes, envidia aún de las más hermosas del pueblo. Y estaba Antonia una
tarde parada en el balcón, deleitándose
con el vuelo de las aves que volvían a sus nidos como cada tarde a la puesta
del sol, cuando una voz dio un vuelco a su corazón.
-
Señora por favor.
-
Diga usted-contestó al
caballero canoso que desde la acera se dirigía a ella.
-
Estoy buscando la casa de
huéspedes.
-
Pues la única que hay es dos
calles más abajo a la izquierda, allí vera usted el cartel.
-
Gracias-dijo el hombre
continuando su camino.
Antonia había
quedado viuda diez años atrás, y sus dos hijos hermosos y fuertes varones ya vivían
sus propias vidas. Juan se hizo marinero y Miguel se casó con una chica de un
pueblo vecino y allí se fueron a vivir. Ella, Antonia, para ayudarse con los
gastos y por entretenimiento también era la que se ocupaba de las comidas en “El
Regreso”.
Cada día al
amanecer Antonia llegaba a preparar el desayuno para los huéspedes y se
encontraba a Manuel, sentado en un banco del patio central contemplando su
Yagruma. Parecía no haber dormido, sus ojos rojos y entristecidos, su mirada perdida y
atribulada. Ella daba los buenos días y él nunca contestaba, ella le llamaba
para el comedor; estaba listo el desayuno y él ni siquiera se volteaba a mirar. Aquel hombre no comía, a
media mañana se retiraba a sus aposentos y no se le veía más hasta la mañana siguiente
en que ella le encontraba en la misma posición.
Una tarde a la
hora vespertina cuando ella se marchaba, saliendo por la puerta principal, giro
en redondo, subió las escaleras y tocó en la puerta del cuarto de Manuel. Él no
respondió, ella bajo de nuevo las escaleras y en la cocina cogió el mazo de
llaves y volvió a subir las escaleras, tocó su puerta de nuevo y como él no respondía,
abrió sin pensar más. Allí sentado en el suelo junto a su cama estaba el señor
con la hoja de Yagruma entre sus manos. Lloraba.
Ella se sentó a su lado, él no se inmuto. Ella
le dijo muy quedamente:
-
Habla buen hombre, te
escucho, tienes que confiarme lo que tanto te abruma.
-
Todo lo perdí, mi esposa, mis
hijas, dos bella sirenitas que eran mi alegría – y así, ensimismado en su hoja,
como si realmente leyera en ella, su vida contó. Manuel había perdido a su
familia en un trágico accidente mientras paseaban en un bimotor bordeando la
costa.
-
Dime tú ¿Por qué Dios me dejó
vivir después de seis meses? La compañía de mi familia todo ese tiempo me hacía
muy feliz. No estábamos vivos, ya lo sé, pero compartíamos la maravilla del
amor, yo las sentía, ellas me daban su ternura y de pronto abrí los ojos y todo
terminó.
- Hombre,
tu tiempo no ha terminado, ellas están en un estado de éxtasis y
Felicidad que ya tú experimentaste, ya
lo has dicho. Dejalas ir, no las ates con
Tu sufrimiento, no las angusties con tu dolor.
Aun puedes ser feliz, esa es tu
misión, para eso estas de regreso.
Antonia se
levantó lentamente, pasó su mano por la canosa cabellera de Manuel, besó sus
mejillas y le dejó solo con sus recuerdos.
Durante los siguientes
días, Manuel bajó a desayunar cada mañana. La miraba, le daba los buenos días y
se sentaba. Ella le servía su comida y no se cruzaban más palabras. La tarde repetía
la escena mañanera, y así día tras día. Él no tocó nunca más el tema y ella dió
por olvidada la conversación.
Como todo pueblo
pequeño, los rumores corrían y él era la comidilla del lugar. Después de
desayunar salía, nadie sabía a donde y regresaba a la hora de comer, parecía
tener buen apetito y una vez saciado este, Manuel se retiraba a su habitación
hasta la mañana siguiente.
Antonia se sentía
a gusto porque aunque nadie lo sabía, era ella, al menos eso creía la responsable de
que aquel hombre no hubiese muerto de inanición, sólo le intrigaba la idea de
la hoja de Yagruma y tanto buscó que al fin encontró una explicación. La chica de la limpieza le
contó que cuando ella hacía el aseo de la habitación, él tomaba el cuadro y le
decía que sólo él lo tocaba porque su esposa le había encomendado ver la vida
de ellos en esa hoja. Hoja que ya Antonia sabía que era aterciopelada. Hoja que
al tener un color por un lado y otro por el otro, a Antonia se le antojaba que
representaba dos caminos, o dos partes de una vida, o dos aspectos: la tristeza
por el reverso que era plateado y la felicidad y la dicha por el anverso que
era verde. Conclusión, ella había desentrañado el misterio. Así funcionaba el
cerebro de esta mujer.
La tarde era
plomiza y el cielo anunciaba borrasca. Antonia hubiera querido marcharse más
temprano pero ya que no pudo, sabía que pasaría el mal tiempo en El Regreso.
Estaba en la cocina preparando un asado para la hora de la cena y el ruido del
viento le impidió oír los pasos que se acercaban tras de ella.
-
Antonia ¿me quiere
acompañar?- dijo Manuel en tono muy bajo.
-
¡Jesús!- exclamó ella- me
asustó usted.
-
Perdóneme, no era mi
intención- respondió apartándose un poco del contacto del cuerpo de Antonia que
al virarse tropezó con él- ¿me acompaña?- dijo él tendiéndole la mano.
-
Pero, ¿adónde quiere ir usted?
-
Sólo venga, yo merezco su
confianza pues yo he confiado en usted- respondió
halándola sutilmente.
En un santiamén
estaban en la azotea, el viento batía fuerte por lo que él la tomo del talle
para sujetarla. Antonia quería protestar, pero no lo hizo. Él, la guío hacia
detrás de la salida de la escalera, allí el aire no molestaba tanto, se sentó
en el suelo y le indico hacer lo mismo. Ella obedeció.
Por unos
minutos el silencio se apoderó del lugar, ella lo miraba curiosa y quizás un
poco asustada. Él sacó la hoja del cuadro y la miraba unas veces por lo verde,
otras por lo plateado. Miraba fijo a la hoja.
-
¿Qué ves?- preguntó Antonia.
-
Veo que pasa toda mi vida en
sus venas, en cada minúsculo detalle de esta hoja, en la fuerza de su color-
contestó el.
Manuel miró a Antonia
a los ojos, la miró con una penetrante y tierna mirada.
¡Puff!, tiró la
hoja al viento. Observo como aquella hoja cobraba vida moviéndose hacia
delante, hacia arriba, elevándose sin pausa hasta quedar posada en una nube.
Entonces él sonrió
Ella le tomó de la
mano y entraron de nuevo. © T.N