martes, 1 de agosto de 2017

LA HOJA


Manuel era un hombre que vivía atado a una hoja, a una hoja de Yagruma enmarcada en un cuadro de terciopelo, dice él que para suavizar el recuerdo. El pasado tenía a Manuel atado como lazo firme en su cuello; su respiración se agitaba o se hacía lenta según se movía
o el lazo. Al contemplar la hoja Manuel podía ver los bellos
momentos que vivió con su María, la niña hecha mujer que él desposara cuarenta años atrás; leía en aquella hoja por su lado verde los votos que hicieran debajo de aquel árbol, “solo necesitamos de esta hoja para escribir nuestras vidas”; y si él viraba la hoja por su lado plateado leía las frases que pronunciara su suegro en ocasión del entierro de María. Y por tan fácil que se hacía la lectura; ahora de los tiempos alegres, por su lado verde; después de toda la tristeza, por el lado plateado, fue que Manuel enmarcó la hoja en el fino cuadro para sólo ver la cara verde y con esto recordar la felicidad. Felicidad  que leía, veía y contemplaba. Felicidad que sentía como suya, única y verdadera en un presente que, sólo existía en aquella hoja.
Bajo estas condiciones conoció Antonia a Manuel, una tarde que pasando debajo de su balcón el hombre pidió su ayuda para encontrar “El Regreso”, nombre por el que se conocía la única casa de huéspedes del  pueblo, un pueblo pequeño en dimensiones pero inmenso en la profundidad de los corazones de sus habitantes, o así decían los forasteros que siempre querían regresar a El Rincón, el pueblito querendón.
Antonia nació y ha vivido sus sesenta y cuatro años en la misma calle adornada de sauces que son emblema de la fortaleza de este pueblo según dicen sus habitantes. Antonia crío a sus dos hijos en un ©apartamento de segundo piso con balcones exteriores luciendo siempre azucenas y claveles. Antonia no es ni fue una mujer bella, pero posee unos   divinos ojos verdes, envidia aún de las más hermosas del pueblo. Y estaba Antonia una tarde parada en el balcón,  deleitándose con el vuelo de las aves que volvían a sus nidos como cada tarde a la puesta del sol, cuando una voz dio un vuelco a su corazón.
-        Señora por favor.
-        Diga usted-contestó al caballero canoso que desde la acera se dirigía a ella.
-        Estoy buscando la casa de huéspedes.
-        Pues la única que hay es dos calles más abajo a la izquierda, allí vera usted el cartel.
-        Gracias-dijo el hombre continuando su camino.

Antonia había quedado viuda diez años atrás, y sus dos hijos hermosos y fuertes varones ya vivían sus propias vidas. Juan se hizo marinero y Miguel se casó con una chica de un pueblo vecino y allí se fueron a vivir. Ella, Antonia, para ayudarse con los gastos y por entretenimiento también era la que se ocupaba de las comidas en “El Regreso”.
Cada día al amanecer Antonia llegaba a preparar el desayuno para los huéspedes y se encontraba a Manuel, sentado en un banco del patio central contemplando su Yagruma. Parecía no haber dormido, sus ojos rojos  y entristecidos, su mirada perdida y atribulada. Ella daba los buenos días y él nunca contestaba, ella le llamaba para el comedor; estaba listo el desayuno y él ni siquiera se  volteaba a mirar. Aquel hombre no comía, a media mañana se retiraba a sus aposentos y no se le veía más hasta la mañana siguiente en que ella le encontraba en la misma posición.
Una tarde a la hora vespertina cuando ella se marchaba, saliendo por la puerta principal, giro en redondo, subió las escaleras y tocó en la puerta del cuarto de Manuel. Él no respondió, ella bajo de nuevo las escaleras y en la cocina cogió el mazo de llaves y volvió a subir las escaleras, tocó su puerta de nuevo y como él no respondía, abrió sin pensar más. Allí sentado en el suelo junto a su cama estaba el señor con la hoja de Yagruma entre sus manos. Lloraba.
 Ella se sentó a su lado, él no se inmuto. Ella le dijo muy quedamente:
-        Habla buen hombre, te escucho, tienes que confiarme lo que tanto te abruma.
-        Todo lo perdí, mi esposa, mis hijas, dos bella sirenitas que eran mi alegría – y así, ensimismado en su hoja, como si realmente leyera en ella, su vida contó. Manuel había perdido a su familia en un trágico accidente mientras paseaban en un bimotor bordeando la costa.
-        Dime tú ¿Por qué Dios me dejó vivir después de seis meses? La compañía de mi familia todo ese tiempo me hacía muy feliz. No estábamos vivos, ya lo sé, pero compartíamos la maravilla del amor, yo las sentía, ellas me daban su ternura y de pronto abrí los ojos y todo terminó.
     -   Hombre, tu tiempo no ha terminado, ellas están en un estado de éxtasis y
         Felicidad que ya tú experimentaste, ya lo has dicho. Dejalas ir, no las ates con 
         Tu sufrimiento, no las angusties con tu dolor. Aun puedes ser feliz, esa es tu
          misión, para eso estas de regreso.
Antonia se levantó lentamente, pasó su mano por la canosa cabellera de Manuel, besó sus mejillas y le dejó solo con sus recuerdos.
Durante los siguientes días, Manuel bajó a desayunar cada mañana. La miraba, le daba los buenos días y se sentaba. Ella le servía su comida y no se cruzaban más palabras. La tarde repetía la escena mañanera, y así día tras día. Él no tocó nunca más el tema y ella dió por olvidada la conversación.
Como todo pueblo pequeño, los rumores corrían  y  él era la comidilla del lugar. Después de desayunar salía, nadie sabía a donde y regresaba a la hora de comer, parecía tener buen apetito y una vez saciado este, Manuel se retiraba a su habitación hasta la mañana siguiente.
Antonia se sentía a gusto porque  aunque nadie lo sabía,  era ella, al menos eso creía la responsable de que aquel hombre no hubiese muerto de inanición, sólo le intrigaba la idea de la hoja de Yagruma y tanto buscó que al fin encontró  una explicación. La chica de la limpieza le contó que cuando ella hacía el aseo de la habitación, él tomaba el cuadro y le decía que sólo él lo tocaba porque su esposa le había encomendado ver la vida de ellos en esa hoja. Hoja que ya Antonia sabía que era aterciopelada. Hoja que al tener un color por un lado y otro por el otro, a Antonia se le antojaba que representaba dos caminos, o dos partes de una vida, o dos aspectos: la tristeza por el reverso que era plateado y la felicidad y la dicha por el anverso que era verde. Conclusión, ella había desentrañado el misterio. Así funcionaba el cerebro de esta mujer.
La tarde era plomiza y el cielo anunciaba borrasca. Antonia hubiera querido marcharse más temprano pero ya que no pudo, sabía que pasaría el mal tiempo en El Regreso. Estaba en la cocina preparando un asado para la hora de la cena y el ruido del viento le impidió oír los pasos que se acercaban tras de ella.
-        Antonia ¿me quiere acompañar?- dijo Manuel en tono muy bajo.
-        ¡Jesús!- exclamó ella- me asustó usted.
-        Perdóneme, no era mi intención- respondió apartándose un poco del contacto del cuerpo de Antonia que al virarse tropezó con él- ¿me acompaña?- dijo él tendiéndole la mano.
-        Pero, ¿adónde quiere ir usted?
-        Sólo venga, yo merezco su confianza  pues yo he confiado en usted- respondió halándola sutilmente.

En un santiamén estaban en la azotea, el viento batía fuerte por lo que él la tomo del talle para sujetarla. Antonia quería protestar, pero no lo hizo. Él, la guío hacia detrás de la salida de la escalera, allí el aire no molestaba tanto, se sentó en el suelo y le indico hacer lo mismo. Ella obedeció.
Por unos minutos el silencio se apoderó del lugar, ella lo miraba curiosa y quizás un poco asustada. Él sacó la hoja del cuadro y la miraba unas veces por lo verde, otras por lo plateado. Miraba fijo a la hoja.
-        ¿Qué ves?- preguntó Antonia.
-        Veo que pasa toda mi vida en sus venas, en cada minúsculo detalle de esta hoja, en la fuerza de su color- contestó el.

Manuel miró a Antonia a los ojos, la miró con una penetrante y tierna mirada.
¡Puff!, tiró la hoja al viento. Observo como aquella hoja cobraba vida moviéndose hacia delante, hacia arriba, elevándose sin pausa hasta quedar posada en una nube. Entonces él sonrió
Ella le tomó de la mano y entraron de nuevo. © T.N




70 Años

  Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete.   Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...