martes, 27 de octubre de 2009

FLORENTINA

Un rostro duro, una amarga expresión, que ofrecía una agradable sonrisa, en la que mostraba sus desnudas y rosadas encías. A propósito, Florentina nació y vivió durante veinte y dos años, en una apartada campiña, ajena a la luz eléctrica, el bidet o la coca-cola; es decir, en total desconocimiento de la civilización, pero no por ello perdió los dientes. No fue un accidente a caballo, ni en el brocal de un pozo. No, fue una muy atinada trompada de Juan, su paternal esposo.
Esta joven mujer celebró sus últimos cuatro cumpleaños en una celda, por un incidente que, sin lugar a dudas, marcaría el resto de su vida. Conocer a esta mujer me hizo comprender que, por grande que sean nuestros esfuerzos en la vida, siempre nuestros pasos nos llevan adonde nos aguarda el destino.
El infierno había terminado para ella de una forma casi mágica, y ahora se encontraba rehaciendo su vida en tierra extraña, de la que, quizás, ni siquiera había oído hablar antes. Florentina apenas hablaba; su esposo, no, no Juan, digo, su actual esposo, era un simpático joven, hablador y muy servicial. Nos unían cosas lejanas, calles por donde caminamos, calles que posiblemente no volveríamos a ver; recuerdos, costumbres que, sin ser comunes, provenían del mismo suelo.Pero ella llamaba mi atención muy particularmente: era rara. Se limitaba a responder con monosílabos, o a traer algo que le indicara su esposo, para con quien su solicitud era desmedida. Humilde era su condición, eso no era siquiera necesario preguntarlo. Era atenta con sus visitantes, sonriente, pero algo me decía que tras su complacida expresión de hoy se ocultaba un sufrimiento: era evidente que temía, tenía un enorme temor, que salió a flote cuando Florentina quedó embarazada.
Llegué esa tarde a su casa, porque sabía que era ese el día en el que el médico confirmaría o no su estado de gestación. La puerta de la cocina estaba abierta, entré llamándola y me dirigí al dormitorio, porque oí sollozos.
—¿Qué te sucede? –dije, pensando que el resultado de su visita al médico no había sido el deseado.
—Yo, yo –dijo, y rompió a llorar; no podía articular palabra.
La dejé por un momento, busqué agua en la cocina, y en mi cabeza, qué era lo más idóneo en estos casos.
—Mira, Florentina –le dije, al regresar–, a veces los niños se hacen esperar.
—No, yo tengo miedo –dijo, serenándose poco a poco, después de tomar agua. Y empezó a narrar–. Tengo miedo, porque la niña se me murió, no quiero que sea igual.
—Espera, no te entiendo –dije, asombrada, yo en realidad no sabía nada de su vida
–. ¿Estás embarazada?
—Claro que estoy preñá, tengo dos meses; pero ella nació con algo en el corazón.
—¿Quién es ella?
—Mi’jita, se me murió cuando tenía seis meses. No –dijo, gritando, pronunciaba palabras sin sentido, al menos para mí–. Me la mató, la candela...

Hablaba como en un letargo, decía frases sueltas: alcohol, borracho. Yo seguía sin entender.
—Era un borracho; yo no lo quería, mi mamá me obligó. Me pegaba, y yo no podía defenderme –entonces reía–. Viejo y quemao –su risa histérica invadía toda la casa, era como un irónico lamento.
Se había incorporado, y de pie frente a la pared golpeaba con los puños muy apretados, seguía gritando.
—Nadie me hizo caso, ni cuando me cogieron. No fueron a verme. Él, él sí, para acostarse conmigo –golpeó de nuevo, esta vez fue un golpe seco, como asestando el mortal–. Sucio, puerco, con esa cara pegá al cuello –dijo, y volvió a reír–. Así lo dejé. Déjenme, suéltame –gritaba, a la vez que lloraba y reía.
Yo tuve miedo, aquello que al principio me parecía absurdo, ahora me horrorizaba. La zarandeé con fuerza, la tiré sobre la cama, y quedó como desmayada. Le di un calmante, no sabía qué hacer; ella se quedó dormida, y yo me senté en la sala a esperar que llegara él. Aquello fue como una pesadilla que no podía entender, pero estaba segura de que la mujer había perdido una hija, había un hombre que debió ser su marido, y ahí sí había quedado confusa, ella estuvo presa y él no; luego, él no había matado a la niña como ella decía, o tal vez ella había estado en un sanatorio. ¿Sería una enferma mental? Estas y otras cosas pensé, hasta que llegó Tony, quién se alarmó al verme.
—¿Pasa algo? –preguntó–. ¿Florentina está enferma?
—No, bueno, no sé –dije, todavía aturdida–. Ella está dormida, pero tuvo un... no sé si llamarle ataque.
Sin dejarme terminar, él se dejó caer en el butacón
—Esperamos, entonces, el bebé –afirmó.
-Sí –dije, aun más confundida por su actitud.
El hombre se levantó de un brinco y dio un grito de alegría:
—Hay que celebrar –exclamó.
Sacó del bar dos copas y una botella, yo, con toda la diplomacia que me quedaba, brindé por el futuro primogénito y pensé: “O los dos están locos, o yo caí aquí en paracaídas”.

Pasaron algunos días sin que yo volviera a ver a aquel singular matrimonio, hasta que, una tarde, al llegar del trabajo, recibí la llamada de Tony; quería pasar por mi casa, necesitaba hablar conmigo. Me debía una explicación, según dijo. “Al fin un acto de cordura”, pensé, y, desde luego, le dije que lo esperaba.
He de confesar que me sentía intranquila, curiosa, y no me juzgue mal, a usted en mi lugar le hubiese ocurrido otro tanto. Eran las dos únicas personas que conocía que procedían de mi país, nuestras edades eran compatibles, y aunque realmente no nos unía nada más, por nuestra condición de inmigrantes recién llegados esto era suficiente para sentir un afecto, un lazo invisible que nos acercaba, y el misterio que envolvía a Florentina, de cierta forma, nos separaba, porque, amigos o no de saber vidas ajenas, las situaciones oscuras excitan la imaginación; pero desde afuera, por si acaso. Ya usted sabe.

Después de las reglamentadas cortesías y saludos, Tony, nervioso, comenzó el relato.
—Florentina es una mujer de campo. Nos conocimos aquí, y no estamos casados –titubeaba–. No es la mujer que yo hubiera, tú sabes, pero las cosas vinieron así. Es una buena mujer, y yo la quiero. Quizás la otra tarde no entendiste nada o quizás te diste cuenta de que ella estuvo en la cárcel, presa por intento de asesinato –lo dijo con cierta naturalidad, falsa, por supuesto, y yo adopté la misma postura.
—Si quieres la verdad, algo me llevé, pero no le di gran importancia. Lo que me preocupó fue su estado nervioso.
—¡Ah! –dijo, sin dejarme continuar–, claro; pero no, no está enferma, son sólo los recuerdos, son demasiado desagradables, y como ahora espera otro bebé, se angustia, pensando que pueda tener problemas.
—No sé –empecé diciendo–, me parece que ni tú ni yo podemos determinar la magnitud que tiene ese problema en ella. Creo que su médico debe conocer la situación, porque, si le afecta ese recuerdo, quizás tenga implicaciones en el embarazo. ¿No crees tú?
—Mira, yo no lo sé, pero no creo que nos convenga que la gente sepa que ella estuvo en prisión –repuso.
—Perdona, pero no es la gente, es su médico, y es por el bien de ella y de la criatura –dije, no me podía aguantar, y finalmente, si acudió a mí, tenía que oír mi opinión.
—Ya se lo he dicho, que tiene que olvidar, que ésta es una nueva vida, y yo tengo planes, yo quiero un futuro sin problemas, sin complicaciones, y si ella está a mi lado, tiene que seguir lo que yo digo –puntualizó.
—¿Así se lo has hecho saber? –pregunté, conociéndolo ahora mejor.
—Seguro –dijo, en forma tajante.
—Tony, ésta es una pregunta atrevida, pero...
—Dime, dime. Yo vengo a ti, porque te considero mi amiga, sé que eres una mujer sensata –respondió, con su cortesía habitual.
—Gracias, pero es que en realidad no nos conocemos lo suficiente... en fin... –dije, respirando profundo–. ¿Cuánto te interesa a ti ese niño que está por nacer?
—Bueno, es mi primer hijo, te imaginas que lo deseo y quiero hacer de él un niño feliz.
—Eso, independientemente de que la madre no sea la mujer que tú hubieras querido –dije, terminando su frase.
—Exactamente –afirmó–, eso no tiene algo que ver.
—Aunque mañana encuentres a la mujer de tus sueños –repuse.
—Mira, yo no sé si tú me entiendes; tú no tienes hijos, y quizás no sepas el valor de tenerlos. Éste es mi hijo, aunque mañana ella no sea mi mujer.
—Está bien, entiendo. Ahora dime: ¿qué quieres de mí?
—Nada, o sí, necesito que tú trates de convencerla para que olvide su pasado.“¡Qué simpleza!”, pensé yo.
—No soy médico, y te repito que me parece que su caso no es de tratar de olvidar; ella necesita ayuda, pero ayuda especializada.
—No, yo quiero hacerlo a mi manera, es la única forma –dijo, levantándose, un poco fuera de sí–. ¿Qué pensaría la gente de mí al saber que mi mujer es una ex presidiaria?
—Está bien, creo que es un asunto realmente muy personal –dije, convencida de su terquedad o, más bien, de su egoísmo–. ¿Cómo crees tú que yo pueda ayudarla?
—Quiero que la vayas a ver, que le hables de su nueva vida, que le quites... –decía, y caminaba, inquieto, por la habitación– No sé –concluyó, y era lo más lógico que había dicho.

En un arranque de piedad por aquella mujer, a quien, ahora me estaba dando cuenta, no sólo su pasado la había maltratado, sino que su presente era injusto, y su futuro una tiniebla, me erguí en su paño de lágrimas, acordé ayudarla, convine en acompañarla, hablarle de cosas agradables sobre su maternidad, y darle apoyo cuando se deprimiera. Pero, como sucede a aquellos que aún razonamos, tan siquiera a ratos, me pregunté, al irse Tony, si yo debía inmiscuirme en ese problema. ¿Acaso sería aquella mujer una asesina? Ya estaba yo dentro del remolino, me sentía parte del asunto, porque, fueran las cosas como fueran, una cosa sí era cierta, Florentina necesitaba ayuda, y algo dentro de mí me decía que no era una asesina, sino una infeliz.

El embarazo de Florentina marchaba perfectamente, según el médico, su salud era muy buena. Y no sé si por mi ayuda o por las amenazas de Tony, quien de constante repetía que si ella matraquillaba con aquel asunto, que ni mencionar era bueno, él la dejaba, el hecho fue que nunca más se volvió a hablar del pasado, y ella no tuvo más crisis, al menos, en mi presencia.Pasó el tiempo, como siempre, según quien lo espera; Florentina y Tony recibieron el preciado regalo: varón de ocho libras al nacer y fuerte como un roble. Todo parecía capítulo cerrado, y realmente eso fue, capítulo cerrado, porque la novela aún no había terminado.

Producto de que mi vida, que para nada viene al caso, había cambiado, ya yo no vivía por aquel lugar, y habían pasado años, en los que, a excepción de una que otra llamada, sólo postales de Navidad intercambiábamos. De manera que la noticia me llegó por los titulares del periódico. Después de leerlo una y mil veces, no había duda, el hombre muerto a balazos era Tony, y su ejecutora, Florentina. Mi desconcierto me hacía ir de la sala a la cocina, pero en uno de esos recorridos, entré al cuarto, sin siquiera pensarlo; me cambié de ropas, tomé las llaves, me subí al auto, y en unas horas estaba yo en la cárcel de mujeres, visitando a Florentina.
Al llegar allí, supe que desde su detención, la cual ocurrió en su propia casa, ella permanecía en silencio; no había pronunciado palabra. Al sonido de los disparos, los vecinos llamaron a la policía, la que al llegar se había encontrado a Florentina sentada en el piso, con el niño entre los brazos, a unos metros del cadáver de Tony. Ella no ofreció resistencia, y el niño fue llevado a un centro de atención de menores sin familias.El médico que la atendía estuvo de acuerdo en que quizás una visita amiga fuera favorable a su paciente, y me permitieron verla. Estaba en un pabellón de enfermos mentales dentro de la prisión, aislada en una celda, al menos, hasta que los médicos determinaran su condición, para así decidir si era mentalmente competente o no, para ser llevada a juicio.
Una débil, delgada y pálida figura, un mármol, fue lo que encontré en aquella habitación. La cama estaba vacía, ella estaba sentada en una esquina, con la cabeza sobre sus rodillas, inmóvil. Yo me senté en el suelo, lo más cerca posible de ella, y para qué negarlo, me daba miedo tocarla, y sé que empecé a hablarle con voz insegura.
—Florentina, he venido porque soy tu amiga. No sé si podré hacer algo por ti –ella no parecía inmutarse–. Quizás por tu hijo, no lo sé, pero sentí la necesidad de venir a decirte que no estás sola, como debes estar pensando.

Había tanta paz en aquel lugar, en su silencio, que costaba trabajo entender que el motivo de aquel encuentro era un asesinato y que ella era una criminal. Me animé a pasar mi mano por su cabeza, con la suavidad necesaria para provocar una reacción favorable.
—Tú... –balbuceó– tú me puedes comprender.
Yo no pronuncié palabra alguna, hace tiempo aprendí que existe un silencio que nos da afirmación, seguridad y confianza.
—Tú –dijo, levantando la cabeza, y mirándome con la misma expresión que tiempo atrás me hizo comprender que no era una asesina–. Tú sabes lo que era mi’jo pa’mí. Tú no sabes que Juan mató mi niña, pero Tony no, yo no podía dejarlo que matara a mi’jo.
Creí que era el momento preciso y le dije:
—Ven, ¿quieres estar más cómoda en la cama?, ¿quieres hablarme a mí?
—No, yo aquí me quedo, pero tú oye lo que digo, porque no voy a tener má’ a mi’jo y tú lo vas a criar. ¿Me oyes? Yo quiero que un día él sepa que lo hice pa’ salvarlo.

La conversación que transcurrió por las próximas dos horas, me llevó a conocer y comprender a esta mujer, que había nacido y vivido siempre a merced de la potestad ajena. Habló con tanta serenidad, que casi me olvidé de dónde estábamos y por qué.

La desgracia, el sino fatuo de Florentina, comenzó con su nacimiento, siendo la menor de diez hermanos y la única hembra de un matrimonio miserable, y no sólo en lo que a economía se refiere. A los quince años, ya acostumbrada al trabajo duro y sin alguna educación, se le adjudicó el honor de venderla, porque yo no encuentro otro calificativo para denominar el acto de dar en matrimonio a una hija, a cambio de unos acres de tierra cultivable y una casita. Aquí es donde aparece Juan, quien, siendo veinte años mayor que ella, asumió una actitud entre tirana y falsamente paternal. Este sujeto avaro y alcohólico, además de marginarla totalmente con un trato brutal y despiadado, descargaba en ella todo tipo de ira o frustración.
Según mi deducción, pues esto no lo dijo Florentina, la niña que tuvieron nació con una deficiencia coronaria, quizás, producto de todas esas cosas que sufría la madre.El clímax de esta situación llegó finalmente una noche, cuando, después que el médico había dicho que el estado de la niña era muy delicado, el belicoso Juan había llegado a altas horas de la noche, borracho, como de costumbre, y Florentina, tras soportar una ruda violación en silencio, para evitar escándalos que pudieran alterar a la niña, se había tirado de la cama para atenderla, pues la pequeña se había despertado llorando. Juan, después de gritarle que callara a esa mocosa, se la arrebató de los brazos, la tiró en la cuna, y luego de virarse hacia ella, cinto en mano, la golpeó hasta verla sangrar; después de lo cual procedió a acostarse, roncando como un puerco. Florentina se incorporó, y caminó hacia la cuna, para comprobar si la niña dormía, pues había parado de llorar. La niña no dormía, la niña estaba muerta; su corazón no latía, y Florentina, lejos de gritar o llorar, tomó una lata de gasolina, con la que trató fallidamente de acabar con Juan.
Éste fue el delito por el cual fue condenada a treinta años de prisión. Ni siquiera pudo enterrar a su hijita, y sí tuvo que soportar que sus padres la insultaran y la acusaran de no haber sabido ser la esposa que merecía un buen hombre como Juan. Y este cínico sujeto, que había quedado completamente desfigurado, periódicamente le hacia visitas matrimoniales, porque, según él, ella, ahora más que nunca, tenía que cumplir con sus obligaciones.El relato de Florentina era no sólo deprimente, era asqueante, era demoledor, es, hasta el presente, lo más humillante que he oído en toda mi vida. La verdad, yo, con los antecedentes que tenía, esperaba algo trágico, pero no tanta miseria humana golpeando a una pobre muchacha.

—Dime que tú me vas a cuidar a mi muchacho, dime que lo vas a criar. Júramelo –me pidió.
—Yo no lo sé –le contesté, pues no tenía el valor de mentirle–, los asuntos legales no son tan fáciles, pero te prometo que nunca lo abandonaré.
—Yo firmo cualquier papel –insistía esta pobre mujer, sin entender que en su condición, su firma muy poco podía valer.
—Florentina, tú aún puedes vivir una vida mejor. No todo está perdido. Tienes que hablar con el médico, tienes que permitirle que te atienda y contarle por qué mataste a Tony –trababa yo de convencerla.Mis palabras surtieron un efecto atroz.

Se levantó, tirando todo a su paso, mientras gritaba:
—Ya te lo dije, pa’ salvar a mi’jo. A tanta algarabía, ingresaron dos enfermeros, y me sacaron de la habitación. El médico entró, y yo aguardé a que él saliera; cuando esto ocurrió, ya reinaba la calma, no se oía ni una voz.
—Doctor –lo abordé.
—Es inútil –dijo–, yo pensé que su visita...
—Pero ella me estaba hablando –le interrumpí–, me contó muchas cosas, me pidió ayuda.
—Sí, pero ya ve lo que pasó. Ahora le administré un sedante, y dormirá hasta mañana.
—Yo quiero verla nuevamente –le insistí.
—Venga mañana, y le diré si puedo autorizar su visita –respondió.

Al llegar yo allí a la mañana siguiente, me informaron que ya la habían trasladado para otro lugar, y que sólo la podría ver dentro de quince días, es decir, después del juicio. Yo aún desconocía los pormenores del crimen, pero ellos ya estaban enterados; el médico tenía preparado el diagnóstico, por lo que sería enviada a un sanatorio, mientras, el niño quedaría en manos de las autoridades.
Por una gentileza del doctor, supe que Tony tenía una amante, a casa de la cual llevaba al niño, y que al contarle el pequeño a Florentina que había conocido a una amiga de su papá, que era muy bonita, éste, con la violencia que le caracterizaba, le había roto la boca al niño de un manotazo, motivo suficiente para desencadenar viejas lesiones en Florentina, que, como un resorte, corrió hacia la gaveta del armario en donde Tony guardaba una pistola, y lo baleó.

jueves, 8 de octubre de 2009

ROMANCE EN MI VENTANA

Fue un romance en extremo apasionado, fue un idilio pleno de ternura. No existe criatura más delicada y sutil. ¿Cómo la conocí? Pues bien, llegó un atardecer a mi ventana, me saludó, y entró, sin esperar invitación.Debo reconocer que en el primer momento me sorprendió. Yo estaba apoyado en la ventana, miraba hacia la avenida que queda en ángulo con mi cuarto. Estaba realmente abstraído, mis pensamientos volaban lejos, todo lo lejos que sólo la mente puede volar. Ella entró en mi habitación, que estaba en penumbras, y se acomodó en el butacón que tengo justo frente a mi cama. Hizo alguna alusión a lo bien que se estaba a media luz y se quedó en silencio. Yo, después de reponerme, le pregunté lo más civilizadamente posible si deseaba tomar algo. “¿Por qué no?”, fue su respuesta. Me disculpé, por tenerla que dejar a solas por unos minutos, y fui a la cocina a preparar unos tragos.
Lo primero que vino a mi mente al quedarme solo fue su cara, era meticulosamente bella; tenía una expresión entre infantil y sensual, que me cautivó en un segundo: sus labios eran carnosos y oscuros, su mirada profunda, hablaba por sí sola; su piel, tersa y bronceada, y aquella nariz era perfecta. Reparé mucho en su nariz, pues considero que lo más difícil de encontrar en un rostro es una nariz perfecta, y si lo sabré yo, que en ocasiones tengo que hacer mil bocetos para pintar un rostro, pues el modelo de nariz es muy difícil. La nariz es algo que casi todo el mundo, sin proponérselo, desde luego, se deforma. Unas veces, por padecer de coriza, otras, por usar espejuelos, entre otros motivos; la cuestión es que se deforma. Además, es una verdadera obra de arte tener una nariz que concuerde en dimensiones y forma con el ángulo de la cara, el espacio de la frente, la separación entre las cejas y el tamaño y grosor de los labios. Pero ella la tenía.

Volví al cuarto, ella aún estaba en el butacón; miraba hacia fuera, y yo, desde la puerta, me quedé contemplando su perfil semi iluminado en primer plano, con el fondo oscuro de un cielo salpicado de estrellas, todo esto, enmarcado por mi ventana. Me acerqué, ofreciéndole el vaso, y ella, casi como si leyera mi mente, como viendo mi alma, para emplear sus propias palabras, me habló de lo que tanto me entristecía. En pocas pero precisas palabras, me ayudó a darme cuenta de que lo que me sucedía era que había perdido las riendas de mi vida y que de nadie dependía el retomarlas.
Me dijo: “Todo está en tu mente: eres lo que piensas. Los sueños del hombre son su ilusión o su decepción, eso depende de la fuerza de voluntad y el deseo”.
Así fue como la conocí.
A partir de aquella noche, la esperé cada noche, como el amante galante, la aguardaba con rosas, una por cada encuentro; siempre amarillas, su color predilecto.

Una noche, al llegar yo a casa, me sorprendió su presencia; estaba recostada en el borde de mi ventana. Le entregué sus flores, y suavemente aspiró el perfume de sus tres rosas. Estaba muy elocuente esa noche, y me habló de la Presencia Divina en cada ser humano; me explicó que el ser hechos a imagen y semejanza del Creador no es otra cosa que tener la chispa divina dentro de nosotros, y que nuestra alma, que es en realidad nuestro verdadero yo, es una molécula del Todo; que el poder y la gloria son intrínsecos para nosotros, sólo que, presos en estos cuerpos, nos atamos a los sentidos y nos doblegamos a los instintos, los cuáles nublan y hasta ciegan la verdadera razón de nuestra presencia en esta dimensión.
Yo hube de preguntar no sólo qué quería decir todo aquello, sino, también, qué significaba eso de la dimensión.
La respuesta era muy sencilla: “El plan divino es la perfección”, me contestó ella, con amabilidad, “a ésta sólo se llega con el conocimiento, el que se obtiene cuando tratamos de acercarnos al Creador, mediante la superación personal, que no consiste en otra cosa que en ser mejores de corazón cada día”. “Las experiencias que vivimos son como asignaturas”, dijo, “un gesto bondadoso es un sobresaliente y cada vida es un grado”.
Pero yo no entendía completamente, y, además, insistí en lo de las dimensiones. “¡Ah!”, exclamó, “las dimensiones son los planos de existencia, es decir, la existencia física en que vivimos es un plano dimensional y, al desprenderse el alma de este cuerpo físico, ella vive en otra dimensión, menos densa, más libre”.
Yo quise besarla y ella lo entendió. No sé si me entregué con el cuerpo físico, pero sé que mi alma cantó su canción. ¡Qué extraña pasión me envolvía!, ¡qué grata paz nos unía!A partir de aquel tercer encuentro, dejaba las rosas en la ventana, pues ya había aprendido que ella podía llegar antes que yo, y era muy importante para mí saludarla con rosas. Su rostro resplandecía entre aquellos dorados pétalos.Mi vida era la hora de nuestro encuentro, mis días eran la espera de su llegada, mis noches, el regalo de sus besos. ¡Cuánto la amaba!, tanto, que su presencia aún continúa entre mis almohadas.
“La felicidad es un estado mental que consiste en tener paz espiritual, alegría de vivir y amor”, eso dijo, y me pareció una frase bellísima, pero le pedí que me la explicara. Ella me contestó que le encantaba mi alma de niño, siempre lleno de inquietudes e interrogantes, y yo besé sus manos, que en ese instante jugaban con mi pelo.
Ella se acomodaba siempre en el butacón, y yo, sentado a sus pies, en el suelo. Recostar mi cabeza en su regazo era como volver al seno materno. Cuando sus dedos entraban en mi pelo, toda mi piel se erizaba, y yo sentía que mi corazón se cargaba de ternura y bondad. Ella venía siendo como mi planta de energía. Sí, digo energía, porque en nuestro segundo encuentro ella me explicó que los pensamientos, aquellos que van unidos a sentimientos, son una poderosa fuerza de energía, y por esta razón hay que aprender a utilizarlos.“¿Cómo?”, pregunté yo. “Sencillamente”, dijo ella (para ella todo era siempre muy sencillo), “cuándo piensas algo bueno, y al pensarlo sientes una linda sensación dentro de tu pecho, estás irradiando una corriente positiva, que, como imán, atraerá cosas buenas para ti. Por el contrario, cuando tus pensamientos son nefastos, acompañados de una sensación dolorosa, temerosa o ladina, que sólo corroe tus entrañas, es otra fuerza como la electricidad, fluyendo de ti hacia otros, pero retornado con la carga multiplicada por el efecto de atracción”. Sonó realmente simple, o a mí ella me convencía muy fácilmente.
Pero en este cuarto encuentro, en que me hablaba de la felicidad, comprobé algo que ya sospechaba. Sí, comprobé que ser feliz no es necesariamente no disgustarse o entristecerse alguna que otra vez. Ella me dio la razón en esto, y yo me sentí orgulloso.“La paz espiritual”, me dijo, “sólo se logra cuando hacemos el bien y damos lo mejor de nosotros en cada situación; cuando sabemos perdonar y perdonarnos. La alegría de vivir es tener la conciencia de que no estamos aquí por mera casualidad, y que cada experiencia es un paso de avance en nuestra evolución hacia seres perfectos. La alegría de vivir consiste en saber que la creación toda corresponde a un orden divino, y que nosotros, como parte de ella, tenemos el honor de ser co creadores... y amar”, continuó diciendo, y yo no me atreví a interrumpirla. “Amar es ver en cada cosa viviente, animada o no, la mano del Creador, y por ende, sentirnos parte y conjunto de la creación. Amar es dar afecto, prodigar buenas acciones y saber recibir lo mismo, sin balancear cantidades o calidades. Dar por el placer de dar y recibir con gratitud, pensando que entre todos debe prevalecer la mejor voluntad de convivencia en el mundo”. “Cuando se tienen estas tres condiciones”, dijo, concluyendo, “se es feliz, no importa qué circunstancias nos rodeen, ni a qué tengamos que hacerle frente, porque somos felices por nosotros mismos. Porque la felicidad no te la da nadie, ni nada; está dentro de ti, como Dios. A cada uno le pertenece lo mismo, sólo hay que saber buscarla dentro de nuestros corazones”.

Fui hiperbólicamente feliz, el día que ella decidió quedarse conmigo hasta el amanecer, y vi la más hermosa alborada a su lado. Los atardeceres eran mágicos en su compañía, pero qué forma tan especial tenía el sol cuando en el saliente se reflejaba en sus ojos. La intensidad de su mirada se hizo más aguda cuándo me dijo: “Háblame de las cosas que hay en mí que no te gustan”. “No, mi amada”, le contesté, “en ti no existe algo que me desagrade, eres perfecta”. “¿Me amas?”, preguntó entre coqueta y curiosa. “Con toda mi alma”, le dije, mientras tomaba sus manos, para besarlas con vehemencia. “¿Me amarías si no fuera perfecta?”, insistió. “Claro”, le dije yo, muy romántico. “Te hablo completamente en serio”, dijo, ahora explicando su pregunta inicial, “quiero que imagines por un instante que tengo una nariz horrible, que mi tono de voz es irritante y que, además, considero esas rosas que me regalas una tontería”. “Esa no eres tú, mi amor”, le protesté. “Pero, piénsalo así”, me insistió, “imagínalo de esa manera, haz un esfuerzo y responde sinceramente”. Me quedé dudando unos segundos, aquel juego me parecía que se complicaba. En fin... “No, creo que no te amaría”, contesté. “Es más, creo que me hubiera molestado tu presencia invadiendo mi privacidad, la primera noche en que te vi”.“Entonces, tú no me amas”, dijo ella. “Vamos”, le dije, “no exageres tus reacciones femeninas; esto que hablamos es tan hipotético, que viene siendo irreal”. “No, no tanto”, protestó ella, “en realidad tú no me amas a mí, sino a lo que ves en mí, que no es otra cosa que lo que yo te he querido mostrar. Pero lo más importante es que me amas porque te parezco perfecta, y qué cosa tan fácil resulta amar a la belleza y a la perfección. El verdadero amor no repara en formas y colores” (ella, tan poética). “No me imagino amando a alguien feo o de mal carácter”, dije, muy convencido. “Ese no soy yo”.“Sin embargo, el verdadero amor lo damos más allá de las cosas que nos parezcan agradables o bellas.
El verdadero amor lo damos no a esta vestidura exterior, no a lo que vemos, a la apariencia, sino al verdadero ser interior que todos llevamos dentro, que es lo que en verdad somos”, expresó ella. “No en balde”, dije yo, “se dice que el amor tiene razones que la razón desconoce”. “Así es”, me respondió ella, “no todos podemos leer almas, pero muchas parejas, de esas que nada tienen en común, son almas gemelas, o son almas que se aman de verdad”.“Pero tú dijiste”, le reclamé, “que cada cual refleja lo que es”. “No”, me rectificó ella, “yo te dije que cada cual manifiesta lo que piensa. Quien piensa equivocado, actúa errado, pero su alma es perfecta. Hay quienes se aman, a pesar de las aparentes imperfecciones, porque, aún sin saberlo ellos a conciencia, sus almas se atraen, y en ocasiones sucede que se la pasan todo el tiempo en guerra, en contradicción, pero no se separan; sienten que algo más fuerte que ellos los une, o simplemente no saben el porqué. Y la razón es que tienen que vencer las contradicciones con amor. Eso es todo. Hasta podrían separarse, si no pueden conciliar las diferencias, pero sin rencor, con afecto, con comprensión y sensatez”.
“Entonces, tú no crees en mi amor”, le dije, un tanto disgustado. Realmente pensé que ya no me gustaba su actitud, no era necesario mezclar su filosofía con la realidad que vivíamos.“Yo sé”, me respondió, “que tú sientes por mí una linda sensación, que tus sentimientos hacia mí son sinceros; yo sólo te aclaro que no es el amor del que yo te hablo”. “Yo no sólo te creo”, me dijo, evidentemente, trataba de suavizar, “sino que, además, me siento muy feliz de ese amor que tú me prodigas. ¿Qué harás cuando esto termine?”, me preguntó, tomando mi cara entre sus manos. “Yo no quiero ni pensarlo”, le dije yo, “¿es necesario que eso ocurra?”Mi adorable criatura comenzó a decir, mientras me abrazaba muy tiernamente: “Todo en la vida tiene un ciclo evolutivo, que comprende el nacimiento, el desarrollo y el final, que no es muerte o destrucción, es cambio, es proyección a otra etapa. Tú y yo, como todo, respondemos a una finalidad. Nuestro encuentro ha sido necesario para ambos, los dos hemos vivido intensamente esta unión, los dos hemos aprendido algo de ella, y cuando la experiencia termine, nos separaremos, por el bien de nuestro desarrollo”.“Tú debes explicarme, ¿por qué debo yo perderte?”, le dije, con cierta tristeza, a lo que ella respondió: “Perderme no, no uses esa palabra; tú jamás me perderás. La explicación de cada experiencia está implícita en su logro”.

Esa noche nos amamos tan intensamente, que sé que nunca había dado tanto sentimiento, ni me había sentido tan profundamente integrado a alguien; fuimos literalmente un solo cuerpo, un solo corazón latía, y fue la última noche en que se conjugó placer, pasión y ternura en aquella habitación.

Me quedé dormido en la butaca, esperándola. Desperté, abrí los ojos y miré hacia la ventana; allí estaba... Bueno, ahí estaba una ardilla cobriza, que me miró lánguidamente y acarició las seis rosas. No fueron necesarias las palabras. Mentalmente, le dije: “Has sido mi mayor pasión; inoculaste en mí el germen del amor, de amar a la vida”.Ella me transmitió algo que yo leí en la profundidad y ternura de su mirada. Era la despedida.
“Te amaras más que antes y vivirás con la alegría de los latidos de tu corazón. Cuándo te aquietes y los sientas, disfruta de ellos, y piensa que el mío, dónde quiera que yo esté, late al mismo ritmo que el tuyo, y eso nos mantendrá en eterna comunión. No dejes nunca de mirar al mar, en su profundidad está el conocimiento de la vida. No dejes de admirar al sol, en su luz está la fuerza y el poder de Dios. Únete al fulgor de esa luz, fúndete con ella. Y no dejes de soñar cada atardecer, que en los sueños el hombre vislumbra su destino”.

70 Años

  Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete.   Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...