martes, 7 de abril de 2009

EL VECINO

—¡Que se ha ido! ¿No lo ve usted? Esa inconsciente –gritaba, nerviosa, Josefa.

—¡Cálmese, Josefa, cálmese. A ver, explíqueme, por favor, deseo ayudarla –dijo su vecino.


La señora, presa de la angustia, hablaba a tropel, y su paciente vecino unía palabras, enlazaba frases, hasta entender que la nieta de Josefa se había marchado de la casa.

—Siempre lo dije –insistía la mujer–, nada bueno podía salir de ese noviazgo; él es americano, está criado a la buena de Dios, o del diablo, vaya usted a saber.

—Le daré una taza de tilo –dijo el vecino–, se recostará y tratará de dormir; su nieta regresará. Esto es sólo un susto, una tormenta en un vaso de agua; quizás la muchacha sólo ha salido a dar un paseo.


El vecino se movía como en su propia casa, como en su hogar, porque esa fue la sensación que experimentó cuando hace dos años la familia Hernández se mudó precisamente a la casa que colinda con su patio. Hacía años que vivía en ese lugar, pero, aunque alguna vez hubo familia en su casa, para él no fue un hogar, sólo una casa.

Reinaba la calma, la señora Josefa, después de tomar el tilo, había llorado en silencio, y ahora, recostada en el butacón del Florida Room, aparentaba dormir; tenía los ojos cerrados y su respiración era lenta y acompasada. El vecino sabía que ella necesitaba estar sola; miró sus manos sobre el pecho, apretaban un rosario.

Él se retiró a la sala, no podía dejarla sola, no, a pesar de estar durante tantos años respirando esta sociedad, en donde la frialdad tiene ritmo de reloj; él aún sentía que el fluido de sus venas era caliente, por esto y por todo lo que representaba la familia Hernández, decidió quedarse en la sala. “Pero, ¿dónde estaban los demás? ¡Ah!, sí, Josefa, en su incoherente relato, dijo algo de una celebración. Sí, claro, si al parecer esa fue la coyuntura que la muchacha aprovechó. Era injusta, pero no dejaba de tener lógica.


Esta familia de arraigo hispano, pese a vivir en el norte del continente americano, persistía en costumbres y estatutos hoy y aquí ya arcaicos.Mi familia era igual, todos unidos, todos, todos, era una dependencia asfixiante. Mis recuerdos, por muchos años permanecieron en tinieblas; yo había saltado a otro modus vivendis, dejé con todo gusto las costumbres y tradiciones, la comida familiar de los domingos, la vueltecita a la vieja, o la llamada diaria, pero no lo había olvidado realmente, y aun cuando tenía conmigo a Magda y a los muchachos, sentía que algo me faltaba”.


—¿Qué pasa, mi vieja? –dijo el vecino, al ver a Josefa parada en el umbral.

—No puedo dormir, hijo –rezongó–, ¿tú crees que se puede dormir con esta preocupación? –y siguió hablando sin parar– En mis tiempos era otra cosa, eran tiempos de disciplina, el padre era el padre, con razón osin ella, y ¡ay! de quien no lo respetase. Y así mismo era con todos los mayores. ¿Recuerda usted a un hijo diciéndole a su madre: “¿Eso no es cosa tuya, mamá?” –continuó, sin esperar respuesta–. No, no, claro que no, eso es lo que yo digo.Los padres cuidaban a sus hijos, sabían qué era lo que les convenía; nosotros, los hijos, oíamos, atendíamos a sus consejos, y así es que debe de ser. Yo fui hija, y no crea que siempre me gustaban las decisiones y las imposiciones, pero aguantaba, porque si la familia no está unida, entonces pasa lo que se ve aquí. Un viejo americano se muere, y ahí lo ponen en la caja, dos o tres personas pasan frente al cuerpo y hasta el entierro. ¡Válgame Dios, que ya el pobre ni se entera!, pero qué me dice de cuando está achacoso, pa’l home, eso es lo único que sabe hacer la familia, deshacerse del pobre viejo. Nosotros somos diferentes, queremos a nuestros viejos, hasta que les cerramos los ojos, y así debe ser: ellos nos lo dieron todo. Papá murió joven, cuarenta y seis años, pero su enfermedad lo tuvo muchos meses en cama, y ni mi mamá, ni mis hermanos, ni yo dejamos de cuidarlo día y noche. Hoy no, hoy le pagan a una enfermera, a quien ni le importa ni le duele, y se sientan a esperar la noticia de la defunción –se levantó despacio, con paso cansado, y se fue a la cocina–. ¿Quiere una tacita de café?


Tiene razón, cuando yo me sentí libre de ataduras familiares, revolotearon mis sueños. Al año de disfrutar de mi libertad, que no constituye otra cosa que no tener quien se preocupe por nuestra salud, que no haya alguien esperándonos, si llegamos a casa de madrugada, o que falte una voz para reclamarnos ante lo mal hecho, me enfermé; no quisiera recordarlo, una pierna enyesada hasta la cadera, arrastrarla hasta el botiquín, para tomar un calmante, o cojear hasta la cocina, para no morir de inanición. ¡Bendita sociedad de la libertad y la indolencia!


Josefa fue a la cocina, y se le oyó decir:

—Venga, en la cocina estaremos mejor –y enseguida, continuó con su cuento–. Papá tenía una bodega en la esquina de la casa, en la calle Compostela. Cuando mis hermanos iban cumpliendo los doce años, ya empezaban a ayudarle, ¿sabe por qué?, porque todos debíamos cuidar por el bienestar de la familia. Otros crían de modo distinto, y los hijos sólo esperan con toda tranquilidad la herencia; de dónde salió el dinero, a nadie le importa –mientras hablaba, sus manos doblaban cuidadosamente el borde del mantel, para después desdoblarlo, en un movimiento continuo y compulsivo–. Papá heredó esa bodega del gallego que le echó una mano cuando él llegó de España. Ese señor no tenía familia, y le cogió gran afecto a mi papá, que para aquel entonces era un jovencito, así que cuando murió, mi papá se quedó con deudas por más valor que la bodega. Pero como papá era un hombre muy trabajador y tenía dos grandes afanes: enviar dinero a su viejita y casarse con mi mamá, en dos años se las ingenió para sacar adelante la bodega, y entonces se casaron. En esa casa, en la esquina de la bodega, nacimos y nos criamos todos; diez hermanos.


—Discúlpeme, Josefa –dijo el vecino–, pero oigo el timbre de mi teléfono. Voy un momento, por si es algo importante, enseguida regreso.

—Sí, hijo, vaya usted.


“Le mentí a Josefa, pero sus anécdotas se parecen tanto a la vida de mis padres, a la de mis abuelos, a la mía; creo que necesitaba volver a mis propios pensamientos, y mientras ella habla, no consigo desconectar mi atención. Cuando me golpeé la cara con la soledad, estúpidamente, lo único que se me ocurrió como medida de solución fue el matrimonio, llenar mi casa y mi vida con la presencia de una mujer y tener hijos, en quienes descargaría, muy a mi pesar, mis ansias de calor, donde ataría el cabo suelto de mi cuerda, donde depositaría mi heredada idiosincrasia, sin tener en cuenta que la madre de mis hijos no era un objeto moldeable.Claro que me enamoré, era la mujer perfecta para un hombre que, como yo, quería amor, ternura, ilusiones; sólo que ella era mi esposa, no mi madre, y era una mujer muy independiente, lo cual me molestaba, porque esa independencia la pasaba a nuestros hijos.Cuando éramos novios, hablábamos de nuestras respectivas familias, y entre burlas y jocosidades, llegamos a la conclusión de que ambos habíamos sido criados en una rigurosidad casi feudal. Pero yo no conté con que ella sí se había adaptado muy felizmente al trato cortés, a la formación individual, y la primera discusión de esta índole la tuvimos en plena luna de miel. Ese día, por neutralizar, callé lo que más tarde, años después, no sirvió de nada decir. Es que resulta imposible entender cómo puede un ser humano ver a otro en dificultades y mantener la frialdad suficiente para pensar en evitarse contrariedades o molestias, y eso no puedo aceptarlo. En algunos casos puedo entenderlo, pero no socorrer a una persona accidentada en plena calle, o no levantar a un anciano que se cae en la esquina, como pretendió Magda que hiciera, y esperar hasta tomar un teléfono y llamar al rescue, o avisar a la policía, me parece demasiado. En algo sí tenía razón, nuestra gente es metiche, controladora y dominante, pero, ¿qué es peor, que miren y comenten, que tus padres observen a tus amigos y te aconsejen, o que un niño de siete años cierre la puerta de su cuarto, y al llamarlo te diga que no puede atenderte porque está ocupado, y que la gente mire con más discreción, porque siempre miran y comentan, y entonces, cuando grites por ayuda, nadie se asome a ver que te pasa?

¡Uf!, déjame volver con Josefa.”


—¿Se durmió, Josefa? –le preguntó, entrando.

—No, hijo, venga.

—¿Alguna novedad? –volvió él a preguntar.

—Nada, todos se han olvidado. Fíjese usted que ya son las diez de la noche; no piensan que yo me preocupo, sólo piensan en divertirse.

—Pero recuerde que me dijo que estaban en una celebración, no regresarán temprano. Y, dígame, ¿no le dijeron adónde iban?

—Sí, me lo dijeron. Pero con esos nombres tan extraños y mi memoria tan mala, no me acuerdo. Usted sabe cómo está la calle: robos, violaciones, asaltos. Todo es violencia, entonces, ¿tengo o no motivos para preocuparme?

—Sí, desde luego –respondió el vecino, dándole la razón–, todos estamos a riesgo en la calle, pero tampoco hay que pensar siempre lo malo.

—Sí, ¿sabe qué me recordó ahora usted? –dijo Josefa, animándose en la conversación–, que mamá decía que las malas noticias venían en avión, mientras las buenas en carreta, pero no por ello se preocupaba menos –comenzó a reír–. Pepe era el tercero, ayudaba a papá por las mañanas, y estudiaba por las tardes, pero todos los mediodía, al regresar de la bodega, se quedaba en un placer, jugando a la pelota, y llegaba tarde a almorzar. Mamá, en cuanto pasaban unos minutos, empezaba a dar paseítos de la cocina a la puerta y de la puerta a la cocina; la pobre, que en paz descanse, decía: “Este muchacho me va a matar de un disgusto, sabe Dios si le ha pasado algo; un carro, una riña, esos mataperros de la otra cuadra”. Y tú puedes creer que el día que más temprano llegó, le traían con un brazo partido; se había caído de una mata en la que se había trepado para zafar un papalote. Primero mamá se asustó, pero después que regresaron de la casa de socorro, le quitó los pantalones y le dio una zurra por los pies, para que no se encaramara más –se puso de pie y caminó hacia la ventana–. Vio usted el edificio que están haciendo en la otra esquina, parece un cajón de bacalao, chico. Después dicen queuna está en contra del modernismo, pero es que lo feo es feo, y estas construcciones no se pueden comparar con las de antes, y menos con las de nuestros países; eran fuertes, pero, además, bonitas, esos balcones de mampostería, todos torneados, las paredes eran esculturas. ¿Es o no verdad? –preguntó, y continuó, segura de que tenía la razón–, claro que esos edificios de cien pisos, con las paredes de espejos, son bonitos, son lujosos, pero uno de mil. Mira ese, es un cajón con huecos –corrió las cortinas y entró en la cocina–. ¡Ah!, mire, se me había olvidado, con todo este jaleo, ¿quiere un platico de fabada?


—¡Uhmm!, que rico, ¿cómo decir que no?–contestó el vecino–. Siempre he pensado que la parte culinaria es la mejor herencia española.


—Claro que sí –afirmó Josefa–. ¿Tú has visto cómo la gente come esa porquería de lata?, una mano de comidas extrañas. Mira, una buena carne asada no tiene discusión, un buen plato de caldo gallego levanta a un muerto.El otro día –continúo Josefa, después de un largo silencio– fui a ver a la muchacha del seguro social, la que me arregla los papeles. ¿Qué tú crees?, que yo llevo una cajita de bombones. Pues allá salta mi hija, conque para qué gasto mi dinero en eso. Chico, es que no piensan en nada que no sea ellos. Yo te digo, a estos de aquí no se quién los cambió, porque yo los eduqué muy distinto. Este país, viejo, este país.Mientras ella seguía con sus cuentos, el vecino pensaba en su vida.


“Magda se cansó de mí, dijo que yo la ahogaba, y se fue de la casa con los dos muchachos. Y ya, abogado, pensión. ¡Qué porquería!, pero me lo merezco, por no haber valorado a mi familia.”


—Oye, chico, ¿tú viste el problema del bilingüismo?, pero le zumba. Fíjateque los españoles llegaron a Cuba, después los americanos, se fajaron, y oye, yo no estoy en contra, pero se la cogieron, y ahora resulta que en las escuelas de aquí enseñan español. Y a la verdad también los primeros en llegar aquí fueron los españoles. Oye mi’jo, mira, a ver si tú ves aquí –decía, trayendo una hojita de papel– el teléfono de Juan. Él es el primo de mi yerno, a ver si él sabe dónde están, porque mira la hora que es. ¿Qué hora es?

—Las once –contestó el vecino.

—Mira eso, y esa niña –exclamó Josefa– se fue, te digo que se fue. Si es que ella no tiene permiso para salir con ese americano nunca. La verdad, en esta casa todo el mundo se ha americanizado mucho, pero en eso, gracias a Dios, mi yerno se mantiene duro.

—Aquí está –le dijo el vecino–, yo marco el número y usted habla con él.

—Juan, chico, soy yo –decía ella por el teléfono–. ¿Tú sabes adónde iban en esa celebración...? Ellos me dijeron, pero esos nombres, pari no sé qué... ¡Ah!, bueno, chico, es que mi nieta... Bueno, tú vas pa’lla... Sí, dile a mi hija que venga rápido, que yo la necesito... No, chico, yo estoy bien, es la niña, que salió y... No le digas a nadie, pero se fue con ese americano... Está bien, gracias, mi’jo.

Josefa colgó y se fue directo a sentarse en su sillón de mimbre, mientras exclamaba:

—¡Todos son iguales, qué cosa! –de inmediato, siguió–. Tú ves este sillón, setenta dólares pagué por él. Qué robo, viejo, aquí no respetan el dinero.

—¿Qué pasó, Josefa, qué le dijeron?–indagó el vecino, al ver que ella no le contaba de su conversación telefónica.

—¡Ah!, dice que él va pa’ llá ahora y que se lo dice a mi hija. Pero, como todos, dice “No te preocupes, vieja”. Es la nueva generación.


Josefa se calló, y el vecino, reclinado en un butacón, se quedó dormido, hasta que el ruido de la puerta lo despertó.

—¿Qué pasa, vecino? –le dijo Julio al entrar.

—No, que la vieja estaba preocupada.

—Oye, Julio, esta chiquita se nos fue –gritó Josefa.

—¿Quién, mamá?, ¿adónde? –preguntó su hija.

—Amelita, tú sabes que a mí nunca me gustó...

—¿Amelita? –dijo la hija, sin dejarla continuar–, pero si viene con nosotros.

—¿Cómo con ustedes? –Josefa no entendía nada.

—Sí, mamá, ella se quedó esperando a Ricky, y cuando él llegó, fueron al party dónde estábamos nosotros.

—No le dije, vecino –exclamó Josefa, mirando a su paciente vecino–, aquí todos viven a la buena de Dios, nadie me dice nada, y yo, muriéndome de la preocupación. Son unos desconsiderados. Este país, yo no sé a qué vine yo, si a mí nadie me necesita...La algarabía se armó, y el vecino se fue, dejando una muy acalorada y amena discusión familiar a sus espaldas.

“Hasta esto lo extraño yo, si, después de todo, Josefa tiene toda la razón”.

70 Años

  Arribo a la década siete siete escalones del aprendizaje siete mares recorridos siete.   Y setenta son muchos, o quizás son tan pocos porq...