Heme aquí, donde todos coinciden y se obstinan en afirmar que algo en mí anda mal. El doctor
Barceló explica con mucha destreza las consecuencias psicológicas de un trauma a temprana edad, el cual trabaja en el subconsciente, provocando lapsos en los que el
comportamiento del paciente, en este caso yo, es irracional e
incontrolable.
Por otra parte, el licenciado
Velásquez me asegura que la única vía de solución es declararme mentalmente incompetente, mientras tanto, yo insisto en que todo es tan simple como lo he narrado cientos de veces: conscientemente sé que he matado a un hombre. Francamente, reconozco haberlo planeado hasta la exquisitez del detalle,
regocijándome en ello, y estoy firmemente convencida de que, si bien ante la llamada justicia seré castigada, en el plano personal, mi conciencia está liberada. La sociedad condena los crímenes y los persigue, pues, yo sólo he enmendado un error que cometió la sociedad, haciendo un acto de justicia al ejecutar a un criminal.
Es absolutamente cierto que empleé mezquinas maniobras, pero en la jungla, como en la guerra, todo está permitido.
La paz de mi familia se terminó aquel día imborrable en que le vi por primera vez, día que quedó grabado con toda la fuerza de los golpes que Él imprimió. Desde la altura de mis cuatro años lo vi, y lo viví todo como espectadora y
participante.
Es una historia sumamente sencilla, porque son hechos de a diario en países pobres y sin democracia, donde la juventud, el pueblo quieren un cambio y las dictaduras totalitarias esgrimen garrote para imponerse.
Era muy de mañana, cuando mi abuela abrió la puerta a cuatro guardias que casi la derribaban. Yo, muy asustada, dejé mi cama y corrí hacia la sala, cuando uno de esos hombres me levantó en peso, dejándome sin movimiento. Quise gritar, pero me lo impidió, presionando mi boca con una de sus terribles manos. Busqué con la vista a mi abuela, y vi que también a ella la sujetaba otro hombre. Los ojos de mi abuela casi se salen de sus órbitas al ver que sacaban a mi tía Julia de su cuarto.
El ruido de la puerta de la calle nos hizo mirar a todos en esa dirección, y allí estaba Él, con su gran figura de león corpulento, no muy alto, pero sí muy fuerte, con pequeños ojos ratoniles y mirada de hierro. Con un ademán sin palabras, dio orden de que se llevaran a mi abuela. El militar que la sujetaba la arrastró hasta el fondo de la casa, y oí una puerta cerrarse. Yo traté nuevamente de forcejear, y Él, altivo, me dijo,
acercándoseme al oído: “Esta función es para ti,
estate muy
tranquilita y no llores; sé una niña buena”.
Veintisiete años atrás, yo era sólo una niña, vivía en la armonía de un hogar humilde y cálido. Abuela me atendía, a mis padres no les conocí. Tía Julia, que era una
jovencita, me enseñaba a armar
rompecabezas, y los domingos me ponía mi vaporosa bata azul, para llevarme a la
matiné del cine de nuestro barrio. Yo adoraba las películas, especialmente La Bella Durmiente. Siempre imaginé a tía Julia saliendo del palacio junto al príncipe, escoltados por un regimiento uniformado, de esos que llevan galones dorados en las hombreras.
Los hombres que aguantaban a mi tía la soltaron, creo que ella trató de correr hacia mí, pero uno de ellos la golpeó en la cara. Ella cayó al piso, y al tratar de levantarse, Él le asestó una patada. Ya todo lo que vi fue eso, golpes, hasta que, finalmente, cuando mi tía yacía en una esquina de la habitación, quizás sin conocimiento, dos de aquellos militares la desnudaron. Su cuerpo estaba violáceo, la sangre emanaba por distintos lugares. Uno de ellos le echó un cubo de agua y aquel león, aquella sabandija, sacó su horrible miembro, y tomándolo entre sus manos, me dijo: “Hoy es para tu tía, quizás mañana sea para ti”. Los salvajes que le acompañaban rieron; yo ya no tenía lágrimas, el espanto me había paralizado. Le vi caer sobre mi tía, a quien violó brutalmente; el cuerpo de mi tía parecía sin vida, mientras Él se
convulsionaba de placer. Cerré fuertemente mis ojos, tal vez me faltó el aire, por aquella manota que forzaba mi cara; no lo sé, el hecho es que no supe nada más.
Después de aquella terrible pesadilla, al abrir los ojos, estaba en mi cama y me cuidaba una vecina.
Mi tía Julia tardó muchos meses en volver del hospital, y cuando lo hizo, fue en una silla de ruedas y ciega. Nunca más se volvió a hablar en casa de aquel incidente, al menos no en mi presencia. Yo no entendía absolutamente nada, pero preferí no preguntar. Cualquiera que hubiera sido el móvil del sangriento acto, no se justificaba, ni aún siendo toda mi familia un clan de delincuentes.
Mi tía tenía dieciocho años, había sido alegre y muy bonita, después de aquel día ya sólo fue una sombra para siempre, encerrada en su oscura habitación, hasta su muerte, dos años más tarde.
“Qué Dios conserve en ti la dulzura e inocencia, pero te dé el valor para enfrentarte a este mundo de fieras”. Ésta es la dedicatoria que reza en la postal que me regalara ella al cumplir yo cinco años. A pesar de mi corta edad, creo que siempre supe el significado de aquella frase.
En todo esto precisamente estaba pensando el día en que decidí asesinar a
Valerio Elizario, quien, en su largo historial, contaba con muchas
Julias.
Sus diabólicas experiencias pasadas eran
justificadas por Él, por sus años jóvenes, sus ambiciones y su indolencia; pero ahora era distinto, a su edad, según Él, los hombres aman con más pureza y sacan a flote todo lo bueno que llevan en sí. En parte era real que quien viera a este
encanecido señor, elegante y perfumado, suave y gentil, no podía jamás pensar en la bestia que encerraba en su pecho.
Me decidí a aceptarlo, lo llevaría muy lejos, a una pequeña cabaña, en la que me despojaría de todo
convencionalismo, y le daría lo mejor de mí, léase, de mi odio. Sólo necesitaría instalar una pala barredora de nieve en el frente de mi
jeep y
agenciármelas para que Él se quitara las raquetas de nieve de sus pies. Después, yo volvería a mi apartamento, y asunto concluido. Él iría en avión, y yo saldría unos días antes por carretera, para esperarlo con todo dispuesto.
Una vez muerta mi tía, abuela sacó fuerzas de donde la sacan los ángeles, para
sobrevivirla once años. Yo crecí siendo tímida, huidiza, muy temerosa de todo y de todos. Mis juegos eran juegos solitarios, las
cuquitas, el favorito. Vistiendo y desvistiendo a aquellos seres de cartón, planeaba sus vidas, y ellos eran felices; yo vivía dentro de sus diminutos mundos, y también era feliz.
Cuando abuela murió, yo ya había cumplido diecisiete años, y aferrándome a la idea de que si cambiaba el panorama exterior, también cambiaría mi vida, emigré, buscando paz, olvido,
reconciliación. Escapando de todo lo que no me dejaba ser como los demás.
Trabajaba en una agencia de pasajes, donde no me pagaban mal, y, además, tenía tiempo para estudiar. Era muy joven, y esperaba que la vida me diera muchas oportunidades, y sí que me las dio.
Abrí mi propia oficina, y sonreía. ¿Por qué no?, eso siempre pensaba al mirar las dos fotos y la postal que me acompañaban: mis sagradas pertenencias. Sabía que ellas, mi abuela y mi tía Julia, donde quiera que se encontraran, sonreían conmigo.
Todos los viajes de turismo para el mes de octubre estaban vendidos, no se podía hacer ni una sola reservación más, pero, según mi secretaria, el hombre que había llamado el día anterior insistía en hablar conmigo. “Que pase”, fue mi respuesta.
Y allí estaba Él, su mirada de acero, más que suplicante era exigente, a pesar de que lo que quería era pedirme de favor que le solucionara el viaje. Él necesitaba tres pasajes para una gira por Europa.
Después de mucho tratar de convencerle de que no tenía nada disponible, Él se tranzó porque fuera en noviembre. Así quedó arreglado, y me suplicó que le acompañara a cenar, pues me estaba muy agradecido.
Valerio Elizario ya no era un hombre joven, pero sí conservaba el vigor y la energía suficiente para enamorar a la mujer que deseara. Había llegado a este país para cambiar su vida; era casado, pero no castrado, según sus propias palabras.
Yo no pensaba en hombres, o, mejor, debo confesar que la atracción que ejercían sobre mí quedaba totalmente anulada en el mismo momento en que aquel músculo que definía su sexo rozaba mi cuerpo. Esto era
completamente anormal, y siempre lo supe, así como también siempre supe el porqué. No obstante, salía con
Valerio. Él se sentía mortalmente atraído, excitado, con mi voluptuoso juego, y esperaba con la paciencia que dan las canas. Se entregaba a mí, entregando su pasado,
relatándome su vida de militar: cómo porrazo a porrazo, crimen a crimen, violación tras violación, llegó a ostentar los preciados grados de coronel.
Me confió todas sus atrocidades, por esa simpleza que padece el ser humano de menospreciar a sus semejantes, mucho más, si del sexo débil se trata.
La magnífica interpretación de mi papel fue laureada con la total confianza de Él, y a un pequeño ruego mío, dejó su hogar, para encontrarme en las montañas de
Monticello, donde un sensual juego en la nieve culminó con su muerte; congelado, quedó enterrado en un montículo, en medio de aquellas frías montañas.
La policía tardó meses en llegar a mí, y ya hoy calculo que he relatado cientos de veces esta misma historia, por la que, como empecé diciendo, todos se empecinan en darme por loca; no sé qué creerán ustedes.
¡
Ah!, sólo me falta añadir que
Valerio Elizario no fue el hombre que destrozó a mi tía e hizo añicos mi niñez, pero sí fue una bestia de la misma especie.