En aquella época tenía yo 17 años y mucha confusión.
Los chicos me atraían como te atrae una flor, una melodía, el canto de un pájaro,
el mar o un paisaje. Las chicas me hacían sentir la humedad de las olas rozando
el cuerpo; la impresionante aleación de los sentidos al oler su perfume, la
vibración de cada nota en cualquier melodía. Vaya si eso era diferente,
diferente y muy confuso.
Nada sabía del amor y romance era lo que leía en las novelas. Mi mundo estaba más centrado en los estudios, el deporte y mi pasión por escribir. Unos años atrás me había besado un chico, uno que me encantaba mirar pues tenía ojos de verde primavera y su melena despeinada hacía pensar en olas blancas que se revelaban sobre una sonrisa sin igual. ¿Qué sentí? Pues raro, eso fue lo que sentí. No hubo mariposas que revolotearan mi estómago, ni caballo que galopara a mi corazón, pero fue agradable por el simple hecho de que a partir de ahí yo ya era mayor, bueno había sucedido algo que sólo le sucede a los mayores, al menos así pensé, tenía yo 13 años de edad.
Más allá de aquella única experiencia sentimental, o más bien labial, no volví a pensar ni desear algo relacionado con el tema, pues el galán de ensueños, cual pirata aventurero surco los mares y se fue a vivir a otro país, otro mundo y finalmente a otra dimensión. Literalmente a otra dimensión.
Acababa yo de ingresar a la universidad, frustrada, desanimada y sin ilusiones, ya que, por una arbitraria regulación, de las tantas que se imponían en el país de los absurdos en que me tocó nacer, tenía que estudiar una carrera que para nada me interesaba.
Nada sabía del amor y romance era lo que leía en las novelas. Mi mundo estaba más centrado en los estudios, el deporte y mi pasión por escribir. Unos años atrás me había besado un chico, uno que me encantaba mirar pues tenía ojos de verde primavera y su melena despeinada hacía pensar en olas blancas que se revelaban sobre una sonrisa sin igual. ¿Qué sentí? Pues raro, eso fue lo que sentí. No hubo mariposas que revolotearan mi estómago, ni caballo que galopara a mi corazón, pero fue agradable por el simple hecho de que a partir de ahí yo ya era mayor, bueno había sucedido algo que sólo le sucede a los mayores, al menos así pensé, tenía yo 13 años de edad.
Más allá de aquella única experiencia sentimental, o más bien labial, no volví a pensar ni desear algo relacionado con el tema, pues el galán de ensueños, cual pirata aventurero surco los mares y se fue a vivir a otro país, otro mundo y finalmente a otra dimensión. Literalmente a otra dimensión.
Acababa yo de ingresar a la universidad, frustrada, desanimada y sin ilusiones, ya que, por una arbitraria regulación, de las tantas que se imponían en el país de los absurdos en que me tocó nacer, tenía que estudiar una carrera que para nada me interesaba.
Mi aire de independencia lo ventilaba
trabajando para sentir que controlaba mi vida, y allí en una oficina fría,
repleta de cálculos y números, de estadísticas y gráficas, apareció ella; era
una gacela, era una reina cual corona era su garbo y su majestuosidad. Yo,
adoré de ipso facto la economía, carrera que estudiaba y en la cual ella era
una erudita.
Creo que mi cerebro dejó de generar ideas,
mis pensamientos de algún extraño modo los regía mi corazón que en ocasiones me
hacía pensar que se saldría de mi pecho y en un vuelo intrépido alcanzaría la
ingravidez. Mis días eran luminosos con Sol o sin él; aprendía cada hora algo
diferente, quizás no del trabajo pero si de esta Dama a quien di a llamar Su
Majestad. En las tardes a la salida de la oficina me las ingeniaba para que
ella me acercara a la Universidad y más que un recorrido en automóvil, era para
mí un paseo en el carruaje azul de la mano de mi Ada. Me concentraba en mis
estudios, mis notas eran más que buenas, no porque al fin estuviera interesada
en la materia, pero quería su aprobación, ver en su rostro una espléndida
sonrisa al felicitarme por mis logros; eso era un premio mayor.
Muchas cosas cambiaron a partir de ahí
porque una vez que logré visitarla en su casa, compartir su privacidad, la
compañía de personas de mi edad ya no llenaba mis expectativas, los jóvenes
eran insulsos, inmaduros y tontos; así sin más. Con ella conversaba de cosas más
profundas, los temas podían en una sola tarde ir de la ilusión óptica a la creación
del universo, pasando por Aristóteles o Plantón; la Antártida o la teoría de la
relatividad, y así mismo pasábamos de una charla fluida a un silencio en el que
la imagen de nuestras miradas llenaba la habitación en una especie de
comunicación extrasensorial, en la que yo sentía como salía de mi cuerpo y
tocaba el abismo del éxtasis. Ella, en verdad no sabía yo que pensaba o sentía.
Ella fue siempre un misterio, siempre cubierta por el velo opaco de lo
indescifrable, que atraía aún más mi atención; hasta un día en que, llovía a
cantaros, habíamos quedado atrapadas, sin luz eléctrica, en una pequeña garita
en el parqueo de la oficina, ella se descalza y rozando muy leve y sutilmente
el dorso de su pie con mi pierna, me pregunta: ¿qué sientes por mí?
Yo que había creído ser elocuente, no supe
que contestar, es más me repetí la pregunta en silencio ¿Qué siento por ella?
La pregunta, el roce de su piel, la profundidad de su mirada, todo el marco de
esta escena estalló en un trueno dentro de mí y respondí: No sé, ¿admiración?
Vi frustración en su mirada, retiró su
pie, sonrió con irónica decepción y respondió: Si, eso pensé, pero por si acaso
hay alguna confusión será mejor que nos veamos menos y te reúnas con personas
de tu edad.© T.N