Como cada año, el silencioso denudar de los árboles nos anuncia la llegada del invierno. Y como cada año, se remueve mi memoria y se agita.
El invierno, que nos quita el color y nos deja un paisaje mudo, quedó marcado en el dolor hace un tiempo; no miré el calendario, pero los manzanos sin frutos, las ramas secas que hoy veo, sé que las vi aquella mañana.
No era una niña, y aún llevaba infantil el alma. No era una mujer, y su andar despertaba miradas. Todos la conocíamos, su familia echó raíces acá, en la época en que los hombres criaban hijas para el hogar.
Cuando todavía su madre le escogía la ropa, Carola era una niña feliz. Tenía un perro, y correr con él por el campo llenaba sus pulmones. Yo diría que era como las demás, así lo pensábamos todos.
Carola se engalanó para su primera noche musical; esa noche se vistió sola, sus mejillas se colorearon y su boca llevó carmín. Apareció suavemente en el umbral de la escalera, y todos vimos a una mujer. “Su educación es perfecta”, comentaban las señoras, “Carola borda, toca el piano y también sabe hablar”. Los caballeros distinguidos de este apartado pueblo admiraron su belleza, y miraron de reojo, haciendo un guiño a sus hijos. No faltó quien dijera: “Si tuviera veinte años menos”.
Pero a partir de ese día, Carola no fue feliz, y ni el campo ni su perro exaltaban su alegría. Su lucha constante hizo que se le permitiera estudiar, a despecho de que eso no le hacía falta.
En las tardes, se la veía sola, atravesando el prado, llevando consigo un libro; nadie sabía qué era aquello que leía cada día y sin descanso. Por las noches, después de cenar, se encerraba en su habitación; muchas veces su madre la oyó llorar.
¿Pero qué angustia tiene esta niña?, se preguntaba su padre, y nadie interrogaba a Carola sobre su padecer, pensando que era amor, o depresión de la adolescencia.
Transcurrió el tiempo, y Carola se apagó; ya no tenía amigos, se encerraba todo el día en su habitación.
Había alguien que sí sabía lo que pasaba en Carola, Yolanda, una señora moderna, como le decían, que a veces iba a la ciudad y que sabía mucho. Carola la visitaba cada domingo después de misa, pero este domingo en particular fue diferente, Yolanda no estaba en misa y tampoco en su casa, y es que Yolanda estaba en la verja de la familia Sáenz, esperando a los padres de Carola.
Aquel día se supo todo, y como si fuera una gran tragedia, se conmocionó el hogar, al saber que Carola quería irse a la capital; quería ser aeromoza. He aquí el porqué de su sombra, su soledad y su angustia, les dijo Yolanda.
“Jamás”, gritó el señor Sáenz. “Pero... eso sería como perderla”, se angustió la señora Sáenz.
De esta forma, la buena Yolanda, la señora distinguida, ganó la enemistad y el odio de los padres, que la creyeron culpable de los sueños de Carola.
A Carola se le prohibió verla, y se le aconsejó que se fijara en Pedro, que era lo que se llamaba un muchacho de buena familia, que, además, la miraba con muy buenos ojos.
La niña adolescente de antaño, la joven solitaria, se rebeló como un ocelote encerrado, dejó de comer, y su dieta fue tal, que un día hubo que llamar al doctor.
“Esta niña necesita sol, aire, alimentación, pero, sobre todo, felicidad”. “¡Qué estúpido diagnóstico!”, exclamó Sáenz.
Pero en dos meses Carola se iba, se iba de las manos de la medicina y de las del amor. Fue preciso internarla, y aquí encontró su solución. El padre, preocupado, la madre agobiada, recurrieron a Yolanda; ahora la necesitaban de intermediaria. Carola estaba renuente a volver a su casa, y el doctor había dicho que si persistía en la muchacha esa depresión, podía acabar muy mal. El doctor aconsejó a los padres, y estos, ante la evidencia de perder, pero ahora de verdad, a su única hija, decidieron perderla a medias. ¡Que se vaya a estudiar, que sea aeromoza o lo que quiera!
Así, Yolanda confortó a Carola, le dijo que sus padres accedían, y como tantas veces, ya le repetía: “Tú volarás, hija mía”.
Los preparativos se hicieron a la carrera, en dos meses todo estuvo listo, y Carola, pasaje en mano, dijo hasta pronto a sus padres y adiós para siempre al pueblo y a su gente.
Cada domingo una escena se repetía en la misa de aquel pueblo, las mismas caras y las mismas preguntas:
“¿Cómo está Carola?”; la madre dejaba escapar dos lágrimas como única respuesta, y el padre, huraño, decía con brusco acento:
“Está bien, dice ella”.
Pero Yolanda sabía que era felicidad lo que Carola sentía; estudiaba con ahínco y era firme en su afán, por eso, al final de cada carta, Yolanda le repetía: “Tú volarás, hija mía”.
Fueron pasando los meses, y la madre, madre al fin, ya, de orgullo, sonreía: “Mi hija se graduó con altas calificaciones; los profesores me enviaron una carta de felicitación. Y hasta idiomas aprendió”.
Se recibió un telegrama, decía que llegaba, tenía vacaciones y que se iniciaba en ese vuelo.“Voló, voló”, fue el saludo de Yolanda aquella tarde.
Y como éste es un pueblo unido, preparamos una fiesta para recibir a nuestra aeromoza. Ahora todos la vimos distinta; ya no era igual a las demás del pueblo. Vimos con satisfacción la felicidad en sus ojos, su rostro radiante y su paso seguro.“Pero no deja de ser una niña nuestra”, pensábamos, cuando Carola nos dio a cada uno un regalo, pues de todos se acordó.Qué grato fue oírle hablar de su trabajo: “Es como vivir en otro mundo, es sentir que eres dueña de las nubes, del mar, de todo y aún hay más. Cuando vuelva, voy a trabajar en la línea internacional: se imaginan qué maravilla, cuántos países conoceré”.
Todos pudimos comprobar que la paz había llegado a ese hogar: el señor Sáenz, con su media sonrisa, pipa en boca, contemplaba a su hija, mientras escuchaba sus relatos; su esposa lloraba una vez más, pero, en esta ocasión, las lágrimas eran de alegría, y ella, Carola, seguía siendo una dulce damita, con el alma llena de sueños.
Después, todo volvió a la normalidad, cada cual a sus costumbres, y los padres a esperar las próximas vacaciones: “Carola volverá”.
Pero Carola no volvió, nadie más la volvió a ver, y en su lugar llegó un mensaje de condolencia y sus efectos personales.
Y fue una fría mañana, como la de hoy, que Yolanda nos anunció que en una carretera de Luanda, en un sitio abismal, el jeep que llevaba a Carola del aeropuerto al hotel, en una peligrosa curva, no se sabe si por un patinazo o, quizás, por ir a mucha velocidad, se despeñó. Ella quedó sin vida, murieron todos sus sueños; no, todos no, el más preciado se le concedió.
Tu vuelo fue alto, Carola, Dios te debe guardar; ahora quedas por siempre entre tus blancas nubes, mirando desde lo alto al mar.
martes, 15 de septiembre de 2009
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